TRANSICION, IMPUNIDAD Y PRISION POLITICA EN CHILE
Pedro Rosas A.
Preso político
- Cárcel de Alta Seguridad
Santiago-Chile
A casi 10 años
de democracia formal en Chile, sería un lugar común el
señalar la anémica
y falaz forma de ser que el concepto encierra en el país
actual, mas no por ello
resulta un ejercicio innecesario, dadas las
actuales condiciones.
En el pasado reciente,
muchos aspiramos a diversos proyectos de futuro que
pusieran, por un lado,
fin a una de las dictaduras más sangrientas y, por
otro, que apuntaban a
la construcción de un proyecto de sociedad y de país
que no sólo satisficiera
las apremiantes necesidades de índole económica y
de participación
política de la sociedad sino además, la construcción
de un
espacio social donde
la realización de las aspiraciones individuales y
colectivas tuvieran plenas
posibilidades de concretarse en un marco de
solidaridad y justicia
social. Por lo menos ésa era la línea discursiva
que, atizada con una
fuerte carga testimonial, atravesaba transversalmente
a todos los sectores
que de una u otra forma estaban comprometidos con el
cambio.
El llamado proceso de
transición pactada entre una parte de la oposición
y la dictadura garantizó
en la práctica la eficaz continuidad del sistema y
fijó los mecanismos
para su desarrollo. La demanda de participación social
y política de
fines de la década de los 80 fue hábilmente cooptada para
una
participación
meramente electoral, mientras las aspiraciones de vida fueron
orientadas y desviadas
a la satisfacción de necesidades inducidas por el
mercado, introduciendo
una lógica de consumo que permea incluso las
interacciones personales.
El desarrollo de expectativas de éxito,
estimuladas por la maquinaria
publicitaria y por una falsa imagen de país
emergente ha topado con
dos obstáculos fundamentales: la realidad política
y la virtualidad del
proceso democrático, en el momento preciso en que
resulta evidente que
la economía presentada como pujante y sólida en sus
expectativas, no puede
ya ocultar, a la luz de la crisis internacional de
los mercados bursátiles,
su verdadero carácter de dependencia y fragilidad.
La crisis política
y las frustraciones de las aspiraciones de amplios
sectores de la población
se expresa de manera absolutamente clara: en los
bajos índices
de participación electoral y en la desconfianza de que la
llamada clase política
chilena posea, siquiera más allá de sus
capacidades, interés
por dar respuesta a las aspiraciones populares. La
preeminencia de la tutela
militar y la derecha, la sumisión del gobierno al
empresariado nacional
y a las políticas de los organismos financieros
internacionales, sumado
a la represión recurrente de los sectores
asalariados que demandan
soluciones a sus problemas, la continuidad de los
índices históricos
de desempleo, las crisis periódicas de áreas tan
sensibles como la salud,
educación y vivienda, dan cuenta de la
profundización
de las desigualdades sociales.
La consecuencia de la
aplicación del modelo político y económico heredado
de la dictadura a la
Concertación, a la espera de que la derecha, tras un
proceso de blanqueo,
recupere el poder político formal, es la impunidad
desembozada ante la cual
hasta ahora todo el mundo, menos Chile, no puede
sino oponer un cuestionamiento
ético o moral.
Nada tiene que ver la
soberanía nacional con el justo anhelo de todo ser
humano de exigir castigo
para quienes, usando todo el aparato del Estado y
la fuerza de las armas,
cometieron crímenes aberrantes.
LA HUMANIDAD NO TIENE FRONTERAS
Las consecuencias de la
sumisión a la derecha y su poder militar son el
imperio de un Estado
policial que tortura y asesina en los recintos
policiales, que continúa
y perfecciona la represión a los movimientos
sociales, que depreda
los recursos naturales y no trepida en desalojar y
encarcelar a los pueblos
originarios de sus tierras ancestrales para
satisfacer las demandas
de las empresas transnacionales, la
sobreexplotación
y el desprecio absoluto y descarado de las necesidades de
quienes cada día
producen la riqueza al costo de sus propias vidas.
A casi diez años
de transición a la democracia en Chile, queda claro una
vez más que la
única transición ha sido la de una dictadura sangrienta a
una dictadura perfecta
y remozada, llamada democracia de los acuerdos. Un
país y una democracia
donde el poder ejecutivo es el portavoz del
empresariado y el Banco
Mundial, donde el poder legislativo sesiona y dicta
leyes para una minoría
privilegiada, donde el Poder judicial amapara y se
ampara en una ley de
amnistía para los torturadores y asesinos, donde un
millar de miembros de
las Fuerzas Armadas han sido individualizados como
responsables de violaciones
de Derechos Humanos y continúan impunes, donde
existe una cárcel
de lujo para menos de 20 personas por más de 3 mil
asesinatos, el Estado
de derecho es una obscena realidad virtual.
En este país virtual,
discursivo y postmoderno se pide hoy humanidad.
Aquella humanidad que
no se pidió para impedir la tortura y la muerte de
tres mil ciento noventa
y tres personas consignadas en el informe Rettig se
pide hoy para Pinochet.
Más allá de la personificación de la figura del
senador vitalicio, la
humanidad que se invoca y los gestos que exige Frei y
su gobierno, buscan garantizar
la estabilidad y continuidad de un sistema
que se ha erigido sobre
los cuerpos y los sueños de un pueblo, que ha
pagado con su sangre
el éxito de una clase que tiene al dictador como su
emblema.
La argumentación
rebuscada y oportunista del gobierno chileno no se agota
en los inverosímiles
llamados al humanismo ni tras la fallida argucia de
pasar al dictador como
enviado diplomático y, por tanto, acreedor a la
inmunidad. El gobierno
concertacionista ha invocado razones de Estado para
impedir su enjuiciamiento,
apelando tanto a la peculiaridad de la
transición como
a la soberanía nacional, pasando por alto los tratados
internacionales sobre
la represión de crímenes contra la humanidad
consignados en el Tribunal
de Nuremberg, en los cuatro Convenios de Ginebra
de 1949, en el Convenio
contra la Tortura de 1984 y en el Pacto de Nueva
York de 1966, además
de la Declaración de Naciones Unidas de 1992 sobre la
desaparición forzada
de personas.
En este marco jurídico
internacional, apelar a la soberanía nacional para
impedir el ejercicio
de la justicia por crímenes contra la humanidad es un
error político
garrafal cuyo costo lo pagará la imagen internacional del
gobierno, cuidadosamente
trabajada por sus tecnócratas comunicacionales.
Más allá
de cual sea el destino final del dictador, se ha puesto fin a una
mascarada que ocultaba
a los ojos del mundo la real situación de este país
detrás del discurso
existista y falaz del gobierno de la Concertación. El
mismo que mantiene en
sus cárceles a un centenar de prisioneros políticos,
hombres y mujeres, condenados
a decenas de años y, en algunos casos, a
cientos, con procesos
interminables, sin derecho a libertad provisional,
sin adecuada defensa
jurídica, con regímenes de aislamiento y de extrema
dureza para ellos y para
sus familiares, sin derecho a atención médica
adecuada en casos de
extrema gravedad, como los de Marcela Rodríguez y
María Cristina
San Juan. Para ellas y ellos no hay humanidad.
También no la hay
para un pueblo que lucha por sus legítimos derechos y
soberanía. En
este país y esta democracia, la soberanía y la humanidad
están destinadas
a servir los intereses del poder. La fantasía de la
transición, la
impunidad, la mantención intencionada de un Estado de
paranoia permanente,
la sobreexplotación, la exclusión y la marginalidad,
hacen de la lucha por
conquistar los derechos económicos y sociales una
utopía proscrita
a los ojos del poder, que apuesta a la disgregación y
aislamiento de los actores
sociales.
El gobierno aspira a una
mediación que estabilice el pacto social que
resitúe, bajo
su completo control, el descontento y la decepción
mayoritarios. La apuesta
política, sin embargo, no aspira a resolver ni la
crisis económica,
ni la política, lo que implicaría cuestionarse a sí
mismo
en su génesis
y perspectivas. Por el contrario, la resolución táctica del
período, busca
intervenir la recomposición política del tejido social que
se reconoce y reencuentra
en el repudio popular a la impunidad. En el campo
popular y los sectores
progresistas se advierte la reconstrucción simbólica
de una identidad de carácter
proyectivo que da sus primeros indicios. ese
espacio, que trasciende
lo político, constituye la reserva moral, acto y
condición de futuro,
plenamente articulado con una memoria histórica,
vigente y potencialmente
constructiva.
El gobierno no desconoce
la urgente necesidad de resolver la DOBLE CRISIS
ESTRUCTURAL de su gestión
y alterna la cooptación con la represión de los
actores sociales y políticos.
La moralidad fariseica del gobierno
demócrata-cristiano
mantiene las Cárceles de alta seguridad como EXPRESION
PANSIGNICA de su control
y hegemonía. El objetivo, más allá de castigar
concretamente la insurgencia,
es inducir un signo demostrativo de su
disciplinaria concepción
de modernidad.
A diez años de
cárcel política en democracia y a cinco de la CAS, un
centenar de prisioneros
en Chile bajo condiciones de castigo y aislamiento
extremos contrasta radicalmente
con el humanitarismo oficial ofrendado a
los genocidas.
En este marco, la exigencia
de la LIBERTAD SIN CONDICIONES PARA TODAS LAS
PRISIONERAS Y PRISIONEROS
POLITICOS EN CHILE es de plena justicia histórica
y moral.
Pedro Rosas Aravena
CAS