La transición no resiste la prueba de la  justicia Editorial
( Revista Punto Final 20/11/98, Chile)
 

     Es hora de empezar a sacar lecciones de la crisis política que generó la detención de Pinochet. Desde luego quedó claro que el período político-institucional de "transición a la democracia" no sólo no ha terminado, como algunos sostenían, sino que ni siquiera ha comenzado realmente. Si la transición es el período durante el cual el poder retorna a manos del pueblo, en un progresivo pero inexorable proceso, es evidente que eso no ha ocurrido bajo los gobiernos de la Concertación. Más bien el proceso se ha congelado. El poder sigue en las mismas manos que lo arrebataron a la soberanía popular hace 25 años. Las clases y grupos que
instauraron la dictadura han vuelto a mostrarse cohesionados y firmes en la defensa de sus intereses. El     militarismo y la plutocracia constituyen el verdadero gobierno de Chile. La "transición" permanece clavada en el mismo sitio desde hace ocho años. No se ha dado ningún paso significativo o irreversible hacia la plena
recuperación de los derechos perdidos. Por el contrario, se ha consolidado el gobierno de una minoría     oligárquica que en momentos de tensión, como ahora, muestra su verdadero carácter y amedrenta al pueblo con la amenaza de un quiebre institucional.

     En el estancamiento de la "transición a la democracia", por cierto, la responsabilidad principal es de la coalición que formalmente ejerce el gobierno. La labor de la Concertación de Partidos por la Democracia -hasta su nombre suena a sarcasmo-, ha sido mediocre y pusilánime. Asumió compromisos democratizadores que no tenía la voluntad de cumplir. Su programa se ha convertido en papel mojado. La     Concertación ha sufrido, además, una mutación ideológica, política y cultural. De una fuerza del cambio y la esperanza de millones, se ha convertido en un nuevo factor conservador en un campo político caracterizado por el predominio de ese tipo de fuerzas. Más allá de algunos honestos propósitos parciales, cada vez más     aislados, la Concertación se ha convertido en una fuerza travesti.
Bajo el ropaje democrático se esconde sólo un burocrático administrador por cuenta del militarismo y la oligarquía. Hace sus tareas con aplicación a cambio de las granjerías y privilegios que le permiten el manejo del gobierno y el acceso a algunos negocios. Su misión dejó de ser la "transición a la democracia". Hoy consiste en mantener el modelo institucional, económico, cultural y social que implantaron el militarismo y los     grandes empresarios. Su excusa es que la derecha obstaculiza cualquier otro rumbo.
     Hay que admitir que la derecha utiliza la posición que le obsequian la ley electoral binominal, los senadores designados y los quórums legislativos.
Pero del mismo modo es efectivo que la Concertación terminó por aceptar esa situación y cogobierna con la derecha. El pretexto son los "delicados equilibrios" que requiere la estabilidad institucional. Pero ha sido la propia Concertación quien ha legitimado la institucionalidad dictatorial y el rol de la derecha, aunque la
primera carece de toda validez y la segunda no es sino el brazo político del militarismo y del empresariado. Cada "crisis Pinochet", ya sea el escándalo de los "pinocheques", el Informe Rettig o el ignominioso arresto en Londres, reitera que la derecha no pertenece al campo de las fuerzas democráticas. No es simplemente
conservadora como en otros países. La derecha chilena es peor que eso. Fue cómplice del golpe del 73, es heredera de la dictadura militar y actúa como representante de las FF.AA. Sus dirigentes y parlamentarios fueron ministros, embajadores y funcionarios civiles de la dictadura. Sus partidos son formaciones políticas     prohijadas por los servicios de inteligencia, sobre todo la UDI.
Fueron diseñados en el marco de la Constitución de 1980 para perpetuar el modelo dictatorial. A sus filas     pertenecen ex agentes de la DINA y CNI, muchos todavía en servicio activo en la DINE y otros organismos secretos. Algunos de sus senadores y diputados están requeridos en el proceso del juez Garzón, acusados de complicidad en crímenes contra la humanidad. No pueden dar un paso fuera de Chile sin ser detenidos por la  Interpol. La actual "crisis Pinochet" ha demostrado, en ese sentido, que la derecha es una sola y que su razón de ser es la defensa y reproducción política de la dictadura. Sin embargo, la Concertación le ha reconocido pergaminos democráticos y cohabita con ella. Esa política ha llevado en esta crisis a ambos sectores políticos a conformar un solo bloque en defensa de Pinochet. El gobierno, la Concertación, las FF.AA., el gran empresariado y la derecha política -sin olvidar a la Iglesia- han adoptado una sola postura para tratar de rescatar a Pinochet del largo brazo de la justicia. Ya el 14 de octubre de 1989, Pinochet advertía: "si tocan
a uno solo de mis hombres, se acaba el estado de derecho". La amenaza, que aseguró la impunidad de asesinos y torturadores, se utiliza ahora para defender al propio Pinochet. Su responsabilidad en crímenes contra la humanidad, la ha reconocido su defensa en el tribunal británico, justificando los asesinatos, desapariciones de detenidos y la tortura como actos propios del Estado y que otorgan inmunidad. La
tesis parece compartirla el gobierno cuando defiende a Pinochet por sobre cualquier delito que haya podido cometer.

     La Concertación no ha pretendido en ningún momento impugnar la legitimidad de la institucionalidad dictatorial. Se ha tragado con botas y todo a Pinochet como Jefe de Estado y defiende sus prerrogativas e inmunidades. Lo que comenzó como la sumisión a un chantaje -la aceptación de las reglas que imponen el
militarismo y la Constitución del 80-, ha terminado por convertirse en un hipócrita sistema de cogobierno. El detestable pragmatismo del gobierno está motivado por el temor y acatamiento al militarismo y a una institucionalidad dictatorial que sobrevive intocada. La hipocresía que rezuma un sistema de estas
características, produce bochornosas distorsiones en la conducta de los políticos, como sucede por ejemplo     con el canciller Insulza. Tartufo sería un líder político destacado, quizás hasta senador, en Chile. Nuestros políticos se han ganado así la dudosa fama de campeones de la ambigüedad y de la argumentación oblicua por sus intentos de explicar la travesía de una "transición" con Pinochet en el puente de mando. La actual crisis, no obstante, ha obligado a todos los actores a mostrar sus cartas. Es brutal pero saludable admitir -como se han visto obligados a hacerlo- que la cabeza de Pinochet, requerido por la justicia de España, Francia y Suiza, y condenado por la opinión pública mundial, tiene como precio la estabilidad institucional.

     En definitiva, esto permite constatar una realidad: que el modelo chileno de transición a la democracia, no resiste la prueba de la justicia. Como los vampiros, se desploma si mira el sol de la justicia, ya sea en el plano de los derechos humanos o en el de los derechos sociales. El modelo es absoluta y totalmente incompatible con la justicia.

     Esta evidencia lleva necesariamente a la conclusión de que se necesita una alternativa política para alcanzar la democracia, la libertad y la justicia. La Concertación no puede ni quiere conducir ese proceso. Pero esto exige a cada ciudadano una conducta más activa y responsable. Si queremos ser libres, si     realmente amamos la justicia, es el momento de asumirnos como ciudadanos y hacer uso de ese derecho para determinar el destino de Chile como nación democrática, sin tutela militar ni dominio de una oligarquía. La alternativa democrática debería aprovechar esta crisis, que hasta ahora sólo capitaliza la derecha
militarista, con vistas a las próximas elecciones presidenciales, que permitirá cotejar proyectos políticos. Una alternativa, evidentemente, sólo puede representarse en una candidatura que se origine fuera del sistema. Ya existe una, la de Gladys Marín, del Partido Comunista; se asegura que el Partido Humanista levantará
otra y que lo mismo hará un sector ecologista. Existe así el riesgo de repetir el cuadro de 1993, cuando tres candidaturas "alternativas" se repartieron una reducida votación del 12%, sin dejar siquiera un movimiento político-social en marcha. Sería un error descomunal repetir esa experiencia, desaprovechando las
posibilidades que abre la "crisis Pinochet". Pero si eso llegara a ocurrir, existe una variante tanto o más     contundente que una candidatura presidencial. La demanda por el cambio democrático se refleja sobre todo en la creciente tendencia a la abstención y voto nulo. En las parlamentarias de diciembre pasado, esta corriente mostró cifras muy elevadas: 1 millón 600 mil ciudadanos -en su mayoría jóvenes- que no se     inscribieron; más de un millón de inscritos que no votaron; 950 mil que anularon su voto; y 300 mil que votaron en blanco. Cerca del 40% de los electores se marginaron del derecho a elegir. Debería dársele una representación política a esta tendencia, hasta ahora silenciosa, dispersa y por lo tanto inútil.
Un programa que exija una Asamblea Constituyente junto con justicia en materia de derechos humanos, sociales, étnicos y culturales, podría crear el amplio movimiento necesario para llevar a término la transición. En las elecciones presidenciales no sólo influirán los efectos de la "crisis Pinochet", que ha revelado la ambigüedad de la Concertación y la complicidad de la derecha con los crímenes de la dictadura.
     También pesará la crisis económica que ya está causando la pérdida de más de 500 mil empleos. En tal escenario la alternativa del cambio -representada por una candidatura o por un movimiento de protesta mediante la abstención y voto nulo-, tiene enormes posibilidades de poner en escena la fuerza social y
política que podría cambiar el cuadro de congelamiento que sufre la "transición a la democracia"
     PF