Artículo de Rosa Luxemburg contra la pena de muerte.

Rosa Luxemburg, noviembre de 1918

En septiembre de 1918 cayó el frente occidental alemán y estalló una nueva oleada huelguística. El fin de la guerra se vislumbraba ya. El gobierno, deseoso de ampliar su base social para tratar de salvarse, decretó la amnistía para los presos políticos. Karl Liebknecht fue puesto en libertad el 23 de octubre y llevado en triunfo por las calles de Berlín hasta la embajada soviética, pero la amnistía aparentemente no incluía a Rosa Luxemburg, que se hallaba detenida por orden administrativa, sin sentencia. A fines de octubre se alzaron los marineros de la base naval de Kiel y comenzaron a surgir consejos de obreros y soldados, organizados según el modelo ruso, en toda Alemania, que exigían que se reconociera su autoridad. El 9 de noviembre estalló una huelga general que obligó al gobierno a renunciar. El canciller, príncipe Max von Baden, entregó el poder al dirigiente socialdemócrata Friedrich Ebert. Presionados por el llamado de Liebknecht a la creación de una república socialista, los socialdemócratas abolieron la monarquía y proclamaron en Alemania una república democrática. Rosa Luxemburg, que se hallaba aún en prisión, fue liberada el 9 de noviembre cuando las masas de Breslau forzaron las puertas de la cárcel. Canosa y considerablemente avejentada por los años transcurridos en prisión, volvió a Berlín y colaboró en la dirección de la Liga Espartaco durante los dos últimos meses de su vida. Uno de sus primeros escritos al salir de la cárcel fue “Contra la pena capital”, aparecido en Rote Fahne (Bandera Roja), periódico de la Liga Espartaco. Allí denuncia de la inhumanidad de la “justicia” capitalista y expone los objetivos humanitarios de la revolución socialista y el trato para con los prisioneros. Esta versión proviene de “Alemania después del armisticio: informe basado en el testimonio personal de alemanes representativos, acerca de la situación imperante en 1919”, de Maurice Berger).

No deseábamos la amnistía ni el perdón para los presos políticos del viejo orden. Exigíamos el derecho a la libertad, a la agitación y a la revolución para los cientos de hombres valientes y leales que gemían en las cárceles y fortalezas porque bajo la dictadura de los criminales imperialistas habían luchado por el pueblo, la paz y el socialismo. Ahora están todos en libertad. Nos encontramos nuevamente en las filas, listos para el combate. No fue la camarilla de Scheidemann y sus aliados burgueses, con el príncipe Max von Baden a la cabeza, quienes nos liberaron. Fue la revolución proletaria la que hizo saltar las puertas de nuestras celdas. Pero la otra clase de infelices habitantes de esas sombrías mansiones ha sido completamente olvidada. Nadie piensa ahora en las figuras pálidas y tristes que suspiran tras los barrotes de la prisión por haber violado las leyes ordinarias. Sin embargo, también ellos son víctimas desgraciadas del orden social infame contra el cual se dirige la revolución; víctimas de la guerra imperialista que llevó la desgracia y la miseria hasta los extremos más intolerables de la tortura; víctimas de esa horrorosa masacre de hombres que liberó los instintos más viles. La justicia de las clases burguesas fue nuevamente como una red que permitió escapar a los tiburones voraces, atrapando únicamente a las pequeñas sardinas. Los especuladores que ganaron millones durante la guerra han sido absueltos o han recibido penas ridículas. Los ladronzuelos, hombres y mujeres, han sido sancionados con severidad draconiana. Agotados por el hambre y el frío, en celdas sin calefacción, estos seres abandonados por la sociedad esperan piedad y compasión. Han esperado en vano, porque en su afán de obligar a las naciones a degollarse mutuamente y distribuir coronas, el último de los Hohenzollern olvidó a estos infelices. Desde la conquista de Lieja no ha habido una sola amnistía, ni siquiera en la festividad oficial de los esclavos alemanes, el cumpleaños del káiser. La revolución proletaria debería arrojar un rayo de bondad para iluminar la triste vida de las prisiones, disminuir las sentencias draconianas, abolir los bárbaros castigos –las cadenas y azotes-, mejorar en lo posible la atención médica, la alimentación y las condiciones de trabajo. ¡Es una cuestión de honor! El régimen disciplinario imperante, impregnado de un brutal espíritu de clase y de barbarie capitalista, debería modificarse radicalmente. Pero una reforma total, acorde con el espíritu del socialismo, sólo puede basarse en un nuevo orden social y económico; tanto el crimen como el castigo hunden sus raíces profundamente en la organización social. Sin embargo, hay una medida radical que puede tomarse sin complicados procesos legales. La pena capital, la vergüenza mayor del ultrarreaccionario código alemán, debería ser eliminada de inmediato. ¿Por qué vacila este gobierno de obreros y soldados? Hace doscientos años el noble Beccaria denunció la ignominia de la pena capital. ¿No existe esta ignominia para vosotros, Ledebour, Barth, Däumig? ¿No tenéis tiempo, tenéis mil problemas, mil dificultades, mil tareas os aguardan? Cierto. Pero controlad, reloj en mano, el tiempo que se necesita para decir: “¡Queda abolida la pena de muerte!” ¿Diréis que para resolver este problema se requieren largas deliberaciones y votaciones? ¿Os perderíais así en la maraña de las complicaciones formales, los problemas de jurisdicción, la burocracia departamental? ¡Ah! Cuán alemana es esta revolución alemana! ¡Cuán habladora y pedante! ¡Cuán rígida, inflexible, carente de grandeza! La olvidada pena de muerte es sólo un pequeño detalle aislado. Pero, ¡con qué precisión se revela el espíritu motriz, que guía a la revolución, en estos pequeños detalles! Tomemos cualquier historia de la Gran Revolución Francesa, por ejemplo, la aburrida crónica de Mignet. ¿Es posible leerla sin que el corazón lata con fuerza y arda la frente? Quien la haya abierto en una página cualquiera, ¿puede cerrarla antes de haber oído, conteniendo el aliento, la última nota de esa grandiosa tragedia? Es como una sinfonía de Beethoven elevada a lo grandioso y a lo grotesco, una tempestad tronando en el órgano del tiempo, grande y soberbia en sus errores al igual que en sus hazañas, en la victoria tanto como en la derrota, en el primer grito de júbilo ingenuo y en el último suspiro. ¿Y qué ocurre en este momento en Alemania? En todo, sea grande o pequeño, uno siente estos son siempre los viejos y sobrios ciudadanos de la difunta socialdemocracia, para quienes el carnet de afiliado es todo, y el hombre y el espíritu, nada. No debemos olvidar, empero, que no se hace la historia sin grandeza de espíritu, sin una elevada moral, sin gestos nobles. Al abandonar Liebknecht y yo las hospitalarias salas donde vivimos en los últimos tiempos –él, entre sus pálidos compañeros de penitenciaría y yo con mis pobres, queridas ladronas y mujeres de la calle con quienes pasé tres años y medio de mi vida- pronunciamos este juramento, mientras nos seguían con sus ojos tristes: “¡No os olvidaremos!” ¡Exigimos al comité ejecutivo de los Consejos Obreros y Soldados que tome medidas inmediatas para mejorar la situación de los prisioneros en las cárceles alemanas! ¡Exigimos que se elimine inmediatamente la pena de muerte del código penal alemán! Durante los cuatro años de masacre de los pueblos, la sangre fluyó en torrentes. Hoy, cada gota de ese precioso fluido debería preservarse devotamente en urnas de cristal. La actividad revolucionaria y el profundo humanitarismo: tal es el único y verdadero aliento vital del socialismo. Hay que dar vuelta un mundo. Pero cada lágrima que corre allí donde podría haber sido evitada es una acusación; y es un criminal quien, con inconsciencia brutal, aplasta una pobre lombriz.