La generación de Fraga y su destino.
José María Moreno Galván.
Introducción
Pepe Gutiérrez-Alvarez
6/02/2012
Este artículo apareció firmado con el seudónimo de Juan Triguero en
Cuadernos del Ruedo Ibérico (París, junio-julio 1965 número 1 páginas 5-16). José
María Moreno Galván, Intelectual y crítico de arte nacido el 10 de noviembre de 1923 en
La Puebla de Cazalla, y fallecido en Madrid el 23 de marzo de 1981, a los 57 años de
edad. En una nota biográfica suya, en la que no se ofrece constancia de su militancia
"comunista" (en La Puebla todo el mundo lo sabía), pero sí de su papel en la
creación del Museo de Solidaridad Salvador Allende, en cuyo origen José María tuvo un
papel decisivo, participando en marzo de 1971 en Santiago de Chile en el encuentro de
intelectuales que se llamó "Operación Verdad". Moreno Galván propuso en
aquella reunión crear un museo internacional en apoyo al Gobierno que presidía Salvador
Allende. Una comisión compuesta por el historiador y crítico de arte brasileño Mario
Pedrosa, afincado en Chile, el italiano Carlo Levi y el mismo Moreno Galván visitaron al
Presidente Allende y le propusieron crear tal Museo, proyecto que contó con el
beneplácito oficial. Se creó entonces un Comité Internacional de Solidaridad Artística
con Chile, donde participan Moreno Galván, Carlo Levi, Dore Ashton, Jean Lemarie, de
Wilde, R. Penrouse, Rafael Alberti y Mario Pedrosa
También se cuenta que el
Ayuntamiento de La Puebla de Cazalla (Sevilla) decidió en 1982, el año del triunfo
electoral en todo España de un partido socialista capitaneado por ilustres sevillanos,
transformar el edificio que en los años treinta había servido para albergar la Escuela
Nacional en la que estudiaron los hermanos Moreno Galván, edificio que luego se había
convertido en un almacén, en sede del Museo de Arte contemporáneo "José Mª Moreno
Galván", un proyecto que no acabó de concretarse. José María si que era una
persona que merecía que le dedicaran una calle y un instituto en Madrid, y no el que fue
orgulloso ministro de Franco, Fraga Iribarne..
Juan Triguero: La generación de Fraga y su destino
La verdad es que España ha cambiado bastante en estos célebres
"25 años de paz". El desarrollo del capital monopolista, la estabilización, el
desprestigio -casi oficial- del falangismo, la televisión, los cinco títulos europeos
del Real Madrid, el Opus... todo ha contribuido a darle a nuestro país una fisonomía
distinta. Cuando uno se toma una cerveza en la terraza de un café de Madrid o cuando se
baña en una playa mediterránea, le cuesta imaginar que éste fue un país de curas
fanáticos que mandaban matar para defender a la Santa Madre Iglesia, de santones
tétricos y de beatos de misa y olla. La tradicional miseria de España subsiste, claro,
pero está escondida, alejada de las zonas turísticas por una exultante brillantez de
Seat 600, turistas suecas, Samuel Bronston y gambas al ajillo. Además, como alguien ha
escrito aquí mismo, se exportan pobres y se importan ricos: se manda a nuestros obreros a
sacar divisas para nuestro capitalismo a Alemania, Francia o Venezuela, y se fabrican
hoteles para millonarios de esos que luego salen encantados de la tradicional cortesía
española.
Hay que reconocerlo: no poco de esa brillantez se la debemos al actual gabinete
ministerial. Por ejemplo, parece ser que en determinadas "boites" de la Costa
Brava se ha llegado a tolerar el "strip-tease", pero, por el momento, para ser
realizado sólo por extranjeras con el fin de no renunciar con tanta facilidad a la
tradición honesta de nuestras mujeres, herederas de Isabel y de Teresa. Y dicen que en la
noche inaugural, algún ibero reprimido por demasiados siglos de "valores del
espíritu" no pudo contener su entusiasmo cuando vio desnudarse a una americana y
gritó, perdidos los estribos: iViva Fraga Iribarne! Claro está que se continúa siendo
enemigo del concepto materialista de la historia, pero eso no impide que la economía que
nuestro capitalismo proyecta esté decidida a sacrificar a ella todo el espíritu de
España. Aquí se está dispuesto a venderlo todo al mejor postor: hombres, espíritus,
obras de arte, costas, paisajes... aquí se venden hasta pueblos enteros y, dentro de muy
poco, ese Calleja que escribe en el ABC incitará discretamente a nuestras mujeres a
vender un poquitín de sus pudores -sólo un poquitín- a cambio de divisas turísticas.
Sí, este país ha cambiado mucho.
¡Quién la vio y lo ve! Hace no más de veinte años, España era aún un país
romántico del siglo XIX. No le faltaba nada para ambientar aquel encanto: ni costra
piojosa, ni guerrilleros en la sierra, ni persecución sanguinaria de liberales, ni hambre
pedigüeña. Es claro que hace veinte años colaboraba a la ambientación general del
país el clima de terror de la represión. Por eso, el actual ambiente
"liberalizador" es algo así como una "desfranquización", pero con
Franco. Como todas las reformas españolas de nuestro siglo, la reforma actual trata de
cambiar los aspectos pero deja inmaculadas a las estructuras, porque hay que mantener los
sagrados principios. Se liberalizan los manejos capitalistas, pero se siguen reprimiendo
las ideologías; se sueltan suavemente las amarras de la moral sexual, pero se atan cada
vez más las de la moral ciudadana. De esa manera, se pervierte, se involucra, se
mistifica, y a vivir que son tres días.
Lo que, para el objetivo que este trabajo persigue, es más significativo de todo ello es
que uno de los artífices de esa campaña de liberalización desmoralizadora es, nada
menos, que Fraga Iribarne. Si hubiera sido un chulo aprovechado como Girón, o un
arribista bajuno como Solis, o un tío de grandes tragaderas como Arburúa, el fenómeno
parecería tener más lógica. iPero Fraga! El universitario estudioso, intelectual,
empollón y erudito Fraga parecía que iba a destinar sus varios talentos a menesteres
más decorosos que al de celestina del desvirgamiento español.
Porque, además, Fraga perteneció a aquella generación de jóvenes universitarios
españoles, serios, rigurosos, que entre los años "cuarenta" y los
"cincuenta" prometían ser los futuros prohombres de la regeneración moral del
país. Y, curiosamente, algunos de los hombres del "Equipo Fraga", como su
cuñado Carlos Robles Piquer, fueron también apóstoles de aquella legión regeneradora
que sentía al catolicismo como misión, a la "Hispanidad" como destino, y a la
política como moral; que fundaban publicaciones ardorosas como "Alférez",
"La Hora" y "Alcalá" y que habían hecho suya la sublime pamplina
aquella de "mitad monjes y mitad soldados". Lo que pretendo hacer aquí es
recordar las ilusiones de aquella gente para compararlas con las nuevas dedicaciones. Creo
que vale la pena evocar lo que fueron y echarle una mirada a lo que son, porque algo del
estilo de estos últimos veinticinco años se puede vislumbrar a través de esa rendija.
Nada más que una rendija, eso es verdad, pues la verdadera realidad española es la de
los treinta millones de hombres que sufrieron, trabajaron y lucharon en ese tiempo y no la
de aquellos jovencitos que hoy son padres de familia, generalmente numerosa. Sin embargo,
algo puede verse a través de ahí: el proceso de una desilusión, o el de una
desintegración moral, o el de un escepticismo, o simplemente el de algunos
encumbramientos a cambio de ciertas acomodaciones. He querido aquella introducción
ambiental para trazar la escenografía de la España de hoy, la España donde naufragaron
las ilusiones de aquella generación iluminada. Lo que pretendo es evocar desde ahí a las
ilusiones mismas con su escenografía correspondiente.
Hablo de una gente que hoy puede tener entre 38 y 43 años, con algunas excepciones por
arriba o por abajo de los límites. Un conjunto de nombres, hoy muy heterogéneo, pero que
entonces, con leves variantes, tenía mucha homogeneidad serviría para situarlos: el
mismo Fraga Iribarne, José Mª Valverde, Miguel Sánchez-Mazas, Jaime Suárez, Alfonso
Sastre, Rodrigo Fernández Carvajal, Carlos Robles Piquer, José Luis Rubio Cardón,
Torcuato Fernández Miranda, José Manuel Caballero Bonald, Carlos Alonso del Real,
Antonio Lago Carballo, Carlos Pascual de Lara, Jaime Ferrán, Carlos Edmundo de Ory, José
María de Labra, Rafael Sánchez Ferlosio, Ramón Vázquez Molezún, Ignacio Aldecoa,
Manolo Mampaso, Ismael Medina, Carlos Zalamás, Salvador Jiménez, Jaime Campmany, Miguel
Angel Castiella... Empleo en su honor y para ellos las palabras "vocación",
"destino" y "generación". Sobre todo, "generación": esa
gente la adoraba. La teoría orteguiana de las generaciones había puesto a su
disposición uno de los más sugestivos ingredientes aglutinadores: "Nuestra
generación", "el destino generacional de...", "nosotros, los hombres
de la generación de postguerra", "lo que le pasa a nuestra generación
es...", etc. La guerra civil había dejado flotando en el ambiente la mitología del
héroe. Esos muchachos querían sentirse héroes de algo, y como no podían serlo de
hazañas bélicas eran los héroes de... su generación. ¿Pero qué hacían, de dónde
venían, a dónde iban? Desgraciadamente, por mucha que fuese su coherencia ideológica,
no se puede esquematizar una definición de todos ellos recurriendo a un solo arquetipo.
Resumiendo mucho, podría señalar dos niveles, dos categorías determinadas no tanto por
su procedencia social como por la altura de su dedicación intelectual. El primer nivel,
el más alto, leía o colaboraba en Alférez; el segundo, leía o colaboraba en La Hora y
luego en Alcalá.
Tracemos un retrato ideal, arquetípico, de un muchacho cualquiera correspondiente al
primer nivel jerárquico, que podría servir, con ligeros retoques, para cualquiera de los
colaboradores de Alférez. Es un muchacho de lentes, serio y grave, que ha llegado a la
Universidad de Madrid procedente de una provincia española. Su padre es un discreto
abogado, o un oscuro militar; tal vez sea propietario agrícola. En Madrid vive en un
colegio mayor (Ah, los colegios mayores, crisoles de exigentes minorías). Su habitación,
allí, es sencilla y luminosa; tiene una pequeña biblioteca, una reproducción de Van
Gogh pegada a la pared, una cama sencilla y, sobre ella, una cruz de línea simplísima y
austera. Sus libros -Ortega, José Antonio, Maritain, Unamuno- están todos en rústica y,
sobre la mesa, hay algunos cuidadosamente anotados. Por la mañana, después de ducharse
con agua fría, va a la Universidad o a "la biblioteca del Consejo" para
preparar su doctorado. Por la tarde pasea con su novia, una chica ni fea ni guapa, pero
inteligente, católica sin gazmoñerías y algo deportiva. Él lleva debajo del brazo un
tomo de Literatura del siglo XX y Cristianismo, ella lleva a León Bloy. Luego, irá a
casa de Luis, o a casa de Dionisio, donde se encontrará con Pedro, con Leopoldo, con Luis
Felipe... (Luis es Rosales, Pedro es Laín, Dionisio es -claro- Ridruejo, Leopoldo es
Panero y Luis Felipe es Vivanco). Se hablará de poesía o de "España como
problema" frente a la tesis "derechista" de "España sin
problema". El domingo por la mañana es posible que asista a la misa de rito oriental
de los benedictinos de San Bernardo. Allí se palpa la pureza del cristianismo primitivo
cuando uno de los oficiantes transmite el abrazo de la buena nueva a uno de los fieles y
éste se lo transmite a los demás. Es emocionante materializar así la Comunión de los
Santos. La tarde estará reservada al diálogo intelectual o quizás a oír música
gregoriana en el "picap" de algún amigo. Se hablará de don Antonio Machado,
para el que se proyecta un número homenaje de Cuadernos Hispanoamericanos.
El segundo nivel ya era otra cosa. El arquetipo correspondiente al segundo nivel podría
ser madrileño -es curioso- porque su intelectualismo estaría un poco rebajado por esa
casi imperceptible salsa plebeya que la madrileñidad le otorga a sus hijos, aunque lo
sean en primera generación. Pero si no lo es, entonces nuestro arquetipo tampoco reside
en un colegio mayor sino en una pensión algo más económica. Tal vez dispone de una
habitación, a trescientas pesetas mensuales, y va a comer "al comedor del SEU".
Los muchachos de ese nivel ya no leen tanto a Rilke y a Hölderlin primorosamente
traducidos y adaptados a la minoría, pero en cambio citarán los textos más
españoleadores de Unamuno; ya no tienen un acceso tan directo a los cenáculos de los
maestros pero, si disponen de unas pesetillas, se tomaran un café con leche mientras
hacen tertulia nocturna en el Café Gijón. Las distinciones podrían seguir hasta el
infinito, pero no sé si tanta sutileza puede fatigar al lector. En fin, los muchachos del
primer nivel no tratan de abolir nada sino que tratan de construir una España ideal; los
del segundo, arremeten violentamente contra todo lo que es "decrépito". Los
primeros son desdeñosos; los segundos, rebeldes consentidos. Los primeros aman a
Heidegger; los segundos, atacan a don José María Pemán. Los primeros, son herméticos
en cuanto a la explicitación de su ideología política; los segundos se llaman a sí
mismos "de izquierda" porque son partidarios de la reforma agraria y enemigos de
la monarquía.
Dejemos aparte niveles y jerarquías. Esa gente no hizo la guerra y, si la hizo, no se
manchó las manos en su sangre. Casi todos ellos, no todos, se sienten ligados al bando
vencedor por muchos lazos: por el de la catolicidad, por el de una ideología
aristocráticamente falangista, por razones familiares, por todo; pero se sienten al mismo
tiempo tenuemente desligados de la chocarrera gritería de la victoria. Por dos razones
fundamentales: porque le huele mal la sangre corrompida y por estética. Ellos son capaces
de admirar la "gallardía juvenil" de José Antonio y, sobre todo, su
"aristocrática exigencia de estilo" pero no les gusta Raimundo Fernández
Cuesta, ni el fascismo descarado de Arriba ni el Sindicato de Hostelería y Similares.
Ellos estaban para otra cosa. ¿Para qué estaban?
Lejos de la algarabía que formaban aquellos años los camaradas victoriosos, los
estraperlistas enriquecidos y las grandes queridas infatuadas; lejos de los hambrientos
que, con la media barra de su ración en el bolsillo esperaban aún aterrorizados la
llegada de la guardia civil; lejos de ser delatores y de ser delatados ellos se preparaban
"para la misión y para el mando". Eran universitarios serios que vivían para
la universidad, por la universidad y de la universidad, como en un círculo virtuoso donde
de lo que se trataba era de ser un buen universitario para poder hacer luego a buenos
universitarios. "A la minoría siempre", decía su revista más significativa,
Alférez. Alférez, es decir, hombre que llega a la edad de ser soldado sin dejar de ser
un universitario. Allí, muchos de ellos purificaban su alma de la impureza general; allí
se podía hablar de José Antonio sin demagogias, de religiosidad sin beaterías y de las
grandes ideas abstractas: de "el Hombre", pero no de los hombres que pasaban
hambre o que se enriquecían con el hambre de los demás; de España, pero no de las
tierras acumuladas en latifundios ni de los braceros apaleados; de la Catolicidad, pero no
de los grandes beneficios que reportaba ser católico. Ellos tenían las manos
rigurosamente limpias de todas aquellas suciedades, pero porque rigurosamente se las
lavaban todos los días mientras contemplaban el espectáculo del país desde la ventana
de su residencia universitaria.
Todo ese conjunto de jóvenes contaba, pues, con un arsenal de mitos muy sugestivos para
dinamizar su vida: la catolicidad, el retorno al sentido cristiano de la vida, la
revitalización del concepto de aristocracia, la Hispanidad, etc.
La catolicidad estaba ligada, más o menos orsianamente, con el concepto de la
universalidad, el cual se relacionaba a su vez -y no por una simple cuestión
etimológica- con las ideas sobre la universidad. La revitalización del cristianismo
estaba genialmente condicionada por la renovación de la liturgia. Esa gran familia, tan
exigente con el estilo, se quedaba arrobada cuando veía un altar escueto de líneas
severas. La hermandad cristiana empezaba a restablecerse, no por la distribución del
trigo de los graneros de España sino por la distribución del Pan Litúrgico en la Misa.
Casi todos ellos, en años más ardorosamente juveniles, se habían dejado inflamar por el
fervor misionero de algún cura fanático y hasta, en algunas ocasiones, habían asaltado
centros protestantes en las capitales de sus provincias respectivas. Más tarde, su
catolicismo se había remansado y ya era sólo cuestión de renovar los símbolos externos
para que todo quedase rejuvenecido. Luego estaba la Hispanidad. Lo que en los años del
Frente de Juventudes había sido chillar por Gibraltar, se convertía en esos años más
maduros en un concepto serio sobre la hermandad de los pueblos hispánicos. Se fundaron
así, por instigación del Instituto de Cultura Hispánica, los ACI (Asociación Cultural
Iberoamericana) provinciales, donde todos esos chicos de buena familia cultivaban el
patriotismo plurinacional de la Cultura. En el de Madrid, por cierto, tuvo Carlitos Robles
Piquer una actividad muy destacada.
Ahora, Carlos Robles Piquer es una especie de pichafría fondón y rubio, grandón
desangelado, que se atiene fiel y laboriosamente en su despacho del ministerio a los
dictados del mando para planificar el envilecimiento dorado y turistizado de nuestro
país. Pero en aquellos tiempos prolongaba aún candorosamente sus ardores juveniles en el
despacho, más modesto, del ACI madrileño. Dicen que detrás de su asiento había un gran
mapa donde se dibujaban las efigies cartográficas de cada una de las tierras que la
pérfida Albión había sustraído a la heredad de los pueblos hispánicos: Gibraltar, Las
Malvinas, Honduras británica, etc., con un cartel explicativo debajo: "Las tierras
robadas". Un catecúmeno que ya en aquellos tiempos empezaba a dejarse ganar por el
escepticismo, cambió aviesamente un par de letras de forma que el letrero quedó así:
"Las tiernas bobadas".
Este trabajo carecería de sentido si no se tratase en él del destino posterior de toda
aquella generación: de la evolución de muchos de esos muchachos hacia compromisos
morales y políticos, de la acomodación de algunos otros a la prebenda y a la regalía
otorgadas desde el poder, de la simple adaptación al estilo cocacolizado y turistizante
que ha adoptado el país o, en fin, de la llegada de algunos de ellos a la cima magistral
para la que se preparaban. ¿Pero cómo referir esa trayectoria de manera conjunta y
coherente?
Hay un año de la vida de nuestro país que fue decisivo para esa generación: 1956. Por
una serie de circunstancias, en ese año se precipitaron todas las tomas de conciencia que
se estaban fraguando y se dejó establecida, de una vez y para siempre, la zanja
dialéctica que había de separar en el futuro a los que de verdad quisieron comprometerse
moralmente con España y los que quisieron, por el contrario, comprometer a España en el
juego de su carrera personal. En los dos o tres años inmediatamente anteriores, casi
podría decirse que los hombres de la "catolicidad - hispánico - universalista"
habían, casi, alcanzado sus últimos objetivos estratégicos. Para caracterizarlo con dos
o tres datos significativos me referiré solamente a la llegada de Joaquín Ruiz Giménez
al Ministerio de Educación y a la obtención subsiguiente de las rectorías de Madrid y
Salamanca por Pedro Laín Entralgo y Antonio Tovar, respectivamente. Esos hombres, y todo
el grupo de intelectuales que les daba escolta amical, no eran exactamente de "la
generación" sino algo mayores. Si los del 98 eran los maestros, ellos eran los
jóvenes maestros. Ruiz Giménez encarna paladinamente el prototipo del universitario que
se trataba de troquelar: maduro en su juventud, limpio de las impurezas de la represión,
católico universal -pues era el gran preboste español de Pax Romana- y, además,
catedrático de Salamanca. No le faltaban ni siquiera los símbolos exteriores que debían
caracterizar a un universitario de esa especie. Tenía -y tiene- buena facha, aunque de
tono un tanto aclerigado, posee afectuosidad sinceramente paternal y era padre de familia
numerosa. Los católicos profesionales españoles -Ruiz Giménez, Martín Artajo, Blas
Piñar- son de una productividad filial aterradora. Antimaltusianos sistemáticos, yo
sospecho que practican el método Ogino pero al revés, como si trataran de repoblar al
país con gérmenes católicos asegurados a todo riesgo contra las contaminaciones
heterodoxas. Luego estaban los "jóvenes rectores" Laín y Tovar. Es cierto que
ambos eran aún en aquella fecha falangistas y, en el caso de Tovar, rabiosamente fascista
e hitleriano. Pero a don Pedro Laín lo salvaba el hecho de ser un hombre "en el buen
sentido de la palabra, bueno" y también la gravedad elegante de su implícito
liberalismo, o mejor, de "su liberalidad", o mejor de su "comprensión de
el Otro"; y a Tovar, la seriedad críptica de sus investigaciones
lingüístico-filológicas. Finalmente, estaba "el grupo": Ridruejo, Rosales,
Panero, Vivanco, Aranguren, puntualmente reunidos en una cena de sábado en la noche, con
señoras y con Vicky Eiroa, Lilí Alvarez y Juana Mordó. Es curioso, pero los
acontecimientos del 56 precipitaron también la toma de conciencia de esa generación de
jóvenes maestros.
La España de esos nuevos ilustrados estaba reencontrando su propio pulso, porque las
condiciones estratégicas ya estaban dadas. La cosa estaba clara: se trataba de realizar
una "revolución desde arriba", desde la Universidad, desde "la
minoría", desde la "aristocracia intelectual". La Universidad extendía
sus tentáculos fuera de ella y nació así Tiempo Nuevo, círculo de inspiración
bodrio-falangista, donde aquellos hombres se reunían con promociones más juveniles y,
por más juveniles, con una conciencia del deber político más a flor de piel. La verdad
es que, por aquellas fechas, casi todos aquellos hombres habían empezado a darse cuenta
de la majadería mistificadora que, en el mejor de los casos, significaba el falangismo
donde muchos de ellos habían sido embarcados. Pero se les agudizó la conciencia por la
presión de la juventud. No es necesario referir aquí lo que fue el "Congreso
universitario de escritores jóvenes", terminado como el rosario de la aurora cuando
el poder se dio cuenta de la carga subversiva que comportaba; ni los "Encuentros
entre la poesía y la Universidad", ni la significación política que adquirieron
algunas de las circunstancias del entierro de don José Ortega; ni, en fin, las
dramáticas jornadas estudiantiles de febrero, donde hicieron su última aparición
histórica los pistoleros falangistas intentando provocar mediante crímenes imputables al
enemigo. Todo lo que determinó la caída del ministerio Ruiz Giménez fueron realidades
que tomaron cuerpo en aquellos años y que se precipitaron en 1956.
¿Qué era lo que ocurría en realidad, qué fue lo que transformó a las realidades en
acontecimientos? Ocurría que en los cenáculos mismos donde se formulaba la
"revolución desde arriba" anidaba la verdadera revolución, la revolución
desde abajo, incluso sin que de ello fuesen conscientes sus propios protagonistas. Los
jóvenes más responsables de aquella generación, o habían tomado ya una primera
conciencia de su deber político o sentían la quemazón subversiva que anunciaba su
próximo alumbramiento. Y lo que es más importante, esa inquietud, eminentemente
contagiosa, había pasado incluso al círculo de los maestros. La crisis del 56 no fue
más que la explosión de una situación contradictoria entre dos maneras distintas de
entender los problemas políticos. El poder fascista español, que si por esencia no tiene
capacidad para objetivar los problemas, tiene al menos, como todos los poderes
reaccionarios, la conciencia infusa de los peligros que entraña la inteligencia, acabó
con un manotazo digno de su estilo con aquella situación de complacencia y malentendido.
Una vez más ejercitó lo que le caracteriza desde sus primeros años, el "muera la
inteligencia" sistemático que, en rigor, debería presidirlo emblemáticamente. Por
cierto que, en aquella ocasión, Torcuato Fernández Miranda actuó muy diligentemente
poniéndose del lado de la represión y negando a Ruiz Giménez.
Ahora bien, aquel zarpazo de la bestia franquista, si bien sumió a sus víctimas en un
mar de perplejidades y los dejó indefensos y desorganizados, tuvo la virtud de clarificar
todos los ambientes y todas las situaciones. Vale decir que aquello apresuró la elección
ideológica más afín con cada uno de los protagonistas. La rebeldía infusa se
convirtió en ideología. En lo que se refiere a los maestros, Ridruejo fue el primero.
Con la generosidad que le es característica, su vago liberalismo de aquellos años se
crispó en una agresiva virulencia antidictatorial hasta hacerle derivar en la ideología
que ya le conocemos, mezcla de socialdemocracia y contemporización negociadora con la
burguesía. Laín dimitió, sin decir nada, de sus últimos restos falangistas y se
retiró a su condición de buena persona privada, preservando su intimidad y la de muy
pocos "otros" en una torre de marfil incontaminada de demagogias, que suelen
forzar algunas veces los portadores de un pliego con firmas. Luis Rosales, hombre
inteligente y de buena fe, hace fracasar todas las hipótesis sobre determinantes
ideológicas porque, si no fuera por él, se podría afirmar sin margen de error que
aquellas dos cualidades no son compatibles con la condición de monárquico. Luis Felipe
Vivanco se retiró también a su timidez honesta de la que sale de vez en cuando para
adoptar valerosas actitudes públicas de una gran honradez civil. Aranguren, más sagaz
políticamente que todos ellos, descubrió los nuevos mitos de la juventud, y comprendió
en el acto que los próximos años apuntaban a la política de verdad. Asumió por ello
responsablemente el papel de incitador moral hacia la acción política que por su
magisterio le correspondía. Pudo, como casi todos los demás, haberse desentendido
confortablemente, pero aceptó el reto del tiempo, a pesar de las molestias que eso le
acarreaba. Eso tenemos que agradecerle.
¿Pero qué fue de los jóvenes de la generación iluminada? Sería excesivamente prolijo
referirse a todos y cada uno de ellos, pero vale la pena sobrevolar una brevísima nómina
que pudiera servirnos para establecer los arquetipos. Algunos, cumplieron fielmente su
destino de universitarios. Salieron de la Universidad como alumnos y volvieron a la
Universidad como maestros. Pienso especialmente en José María Valverde, y en Rodrigo
Fernández Carvajal. Valverde escribió puntualmente -es decir, cuando era una promesa-
sus libros poéticos nimbados de un catolicismo existencial mesurado, y sus trabajos sobre
los grandes hombres magistrales y sobre los cotidianos maestros amigos: sobre Rilke, pero
también sobre la obra de Pedro Laín; sobre don Antonio Machado, pero también sobre Luis
Rosales. Ahora enseña estética en Barcelona con la misma mesura y moderación con que le
enseñaron sus maestros a encarar la estética de su vida. Pienso que éste, como tantos
hombres de su cuño que no fueron afectados ni por la pasión política ni por el
escepticismo, tiene, como la Iglesia Católica y como el ABC, la sabiduría de la
continuidad. Si algún cambio se ha operado en ellos consiste en que antes fueron jóvenes
maduros y ahora empiezan a ser maduros juveniles.
Pasión política y escepticismo: acaso los he contrapuesto de una manera demasiado
rígida. Muchas veces, una pasión política puede engendrarse en un previo escepticismo.
Tal vez ese fue el caso de Miguel Sánchez Mazas, cuando abandonó por convencimiento su
ardorosa militancia católica y falangista. El escepticismo le llegó aparejado a una
vocación entusiasta por el rigor científico, no exenta aún, sin embargo, de idealismo.
Luego, acaso el mismo rigor de las disciplinas positivas lo condujo hasta el campo de la
socialdemocracia y la pasión por el socialismo lo llevó al exilio. Excesivo.
Parece que, según los cánones, la vía ética y moral no es la mejor introducción para
la vía política. Sobre este problema, doctores tiene la Santa Madre Iglesia, entre ellos
Aranguren. Pero yo sé de gentes cuya pasión política no sería comprensible sin una
previa pasión ética y moral. Por ejemplo, José Manuel Caballero Bonald y Alfonso
Sastre. ¿Cómo sería comprensible la última poesía y la última novelística de
Caballero Bonald sin una reacción casi colérica contra la injusticia? ¿Cómo sería
posible la determinación política -la que sea- de Alfonso Sastre sin lo mismo? Claro
está que cuando una cosa determina la otra, eso quiere decir que la moralidad ha dejado
de ser un problema personal para convertirse en un fenómeno civil. ¿Y qué otra cosa
puede ser la política sino moral cívica? En ese sentido, la sensibilidad de Alfonso
Sastre ha sido agudísima y paradigmática. Nadie como él en su generación ha tenido el
sentido de la protesta, la conciencia de que ejercer siempre y sistemáticamente la
protesta por la injusticia constituye un deber que hay que ejercitar a toda hora, a veces
con riesgo, aceptando el riesgo sin arrogancias pero con firmeza.
La moral anquilosada en la persona es el gran refugio justificativo de los hombres de esa
generación que no quisieron aceptar el compromiso moral de la verdadera política o que,
peor aún, siguen ligados al compromiso inmoral con los poderes constituidos, sin darle a
estos ningún motivo para que prescindan de sus servicios. "Lo que hay que hacer es
trabajar, hacer honradamente la propia obra, en eso consiste el verdadero compromiso
político", dirían invariablemente Carlitos Areán, o Jaime Campmany, o Jaime
Suárez, si, ahora, alguien les pidiera su adhesión para la protesta o simplemente para
la propuesta de un cambio regenerador. Claro está que los poderes constituidos (es decir,
no sólo el Estado sino las clases pudientes, la Iglesia, etc.) tienen siempre en cuenta
esa fidelidad que los intelectuales complacientes les otorgan. Ellos, los intelectuales
obedientes, continuarán negando que la determinante del espíritu sea
"materialista", pero no se puede ocultar definitivamente esa sospechosa
correspondencia entre la fuente de sus ingresos económicos y sus "ideologías"
adaptadas, cuando no reprimidas. Carlitos Areán se dedica a escribir profundísimas
mojigangas estéticas para no sé bien qué departamento del ramo en el ministerio de la
turistización. Campmany, ahora corresponsal, es uno de los forjadores de esa literatura
poéticofascista tan peculiar de Arriba. Jaime Suárez, en otro tiempo chico con
inquietudes, ha acomodado su vida en el bufete de Serrano Súñer, uno de los más
pingües abogados y uno de los grandes "ideólogos" de la OAS hispánica y del
fascismo europeísta. Naturalmente, ese tipo de hombre se guardará muy mucho de
declararse "franquista" porque, en determinados ambientes, el franquismo ya es
inconfesable, pero son más o menos directamente beneficiarios de todo lo que el
franquismo defiende y protege. No es que esos exmuchachos sean unos oportunistas
sistemáticos; es que la oportunidad pasa por ellos como por todos los que, en el actual
estado de cosas español, no han sentido nunca, como un imperativo moral, la necesidad de
la desobediencia civil.
Hay otro tipo de oportunistas, pero esos ya son de una calaña más cínica. Si bien
Gabrielito Elorriaga no pertenece estrictamente a esa generación de la que hablo, pues es
algo más joven, como en realidad ha vivido, muy cerca de ella podría ser aquí señalado
como su prototipo. Gabrielito Elorriaga es un chico listo que tuvo sus veleidades
marxistas oportunamente, es decir, en su temprana juventud, pero que tuvo que pagar por
ello la cuota carcelaria que el franquismo reserva siempre a esas debilidades. Lo cual,
para su carrera personal, ha sido una inoportunidad porque eso es lo que, probablemente,
lo mantiene ahora fuera de una dirección general. Porque, así como los chicos del Opus
son gentes que vendieron su alma a Dios a cambio de excelentes carreras personales,
Elorriaga, que con toda seguridad no cree en Dios y que por tanto mal podría negociar con
él, decidió venderle su persona a quien quisiera comprársela, con tal de que el
comprador tuviese posibilidades de meterlo en la política del mangoneo, que es la que le
gusta. Ahora trabaja en el gabinete de Fraga a cargo de cierta asesoría más o menos
ideológica. Completa así, con tono aristocrático, la labor un tanto "popular"
de los dos grandes ideólogos del régimen, que son los ilustres Angel Ruiz Ayúcar y
Joaquín Pérez Madrigal.
Porque a eso, a la politiquería ejercida desde el poder, se le llama en esos círculos
"hacer política", y algunos de los jóvenes a que me refiero se llaman a sí
mismos "políticos". Es triste pensar que para poder condecorarse con ese nombre
han tenido que aceptar sin discriminaciones todas las exigencias del poder, renunciando
expresamente a todo posible brote de inquietud verdaderamente política. Los hombres como
Fraga son "políticos" de la misma manera que son guardianes los eunucos en los
harenes orientales, por una castración casi física del órgano que podría ser origen de
una infidelidad. Fraga: ¡gran talento de tercera categoría! Desde su más tierna
juventud, los hombres con un mínimo olfato ya le habían descubierto sus cualidades
"ministrables". Cuando llegó a Madrid, era un joven rollizo -católicamente
rollizo-, bien alimentado material y espiritualmente por esa imperceptible legión de
tías solteras e hijas de María que se adivina siempre detrás de cada chico gordo
estudioso y bien vestido; bien alimentado sobre todo por las vitaminas de la mantequilla
galaica y por las calorías del amor al orden constituido y a San Luis Gonzaga. Tímido y
laborioso, se puso a estudiar para ministro de todo en un Colegio Mayor y se puso a vencer
su timidez con el cultivo de la arrogancia mussoliniana, en la época en que Mussolini
era, por lo menos, respetado por aquellos jóvenes. Para sus compañeros siempre fue un
poco cargante aquel tipo que se pasaba la vida estudiando y que, de vez en cuando, en las
algaradas juveniles de los colegios mayores, asomaba por la puerta de su celda, su voz
tonante -aunque un poco atiplada, eso es verdad- exigiendo el silencio necesario para la
concentración intelectual. Pero como luego se llevaba todas las oposiciones con el
número 1, se le empezó a respetar, porque en España el héroe de las [16] oposiciones
sigue siendo muy respetable. Fraga es un gran estudioso y un gran trabajador por las
mismas razones que ha resultado un gran político de la política que a su paisano le
conviene ahora: por obediencia. Un hombre que tiene cegados los órganos de la rebelión
puede llegar a líder franquista, como un hombre que tiene muerta la pasión sexual puede
llegar a ser el Casto José. Ahora me figuro que ya no se mirará al espejo ensayando el
gesto de Mussolini, porque una de las cosas que ha tenido que aceptar obedientemente para
ponerse a tono con el nuevo estilo del país ha sido la campaña idiota del "sonría
por favor". Pero aún le queda una manera de caminar forzadamente atlética, como la
de los chicarrones de Far-West pero en gordo -traicionada por su fondonería precoz- y una
voz forzadamente autoritaria -traicionada por el atiplamiento-, que le denuncian un pasado
menos "liberal". Desde su puesto de hotelero mayor del reino, de aposentador de
millonarias descocadas, y de jefe de publicidad y relaciones públicas de la última
carnavalada franquista, Fraga tiene que sentirse complacido cuando el caudillo, su amo, le
conceda su sonrisa bobalicona. No importa que él, al aguantar en el gobierno después del
asesinato de Grimau, se hiciera cómplice de todos los crímenes. Su destino es la
obediencia.
¿Qué podía haber sido una generación a la que se le enseñó desde que eran niños que
Marx era el Anticristo, privada de la más elemental pedagogía política, reducida a la
indigencia espiritual de Arias Salgado? Fue, en aquel tiempo, lo que tuvo que ser. Ya hizo
bastante con haber adoptado el platonismo en vez de las doctrinas de "los cruzados de
la fe" y del "Angel Exterminador" que le enseñaban los padres de la
patria. Y hay que agradecerle a los que tomaron conciencia de su deber que lo hicieran en
momentos en que la inteligencia estaba reducida aún a la clandestinidad. Ahora ya es otra
cosa. Como el régimen ha elegido el camino del inmoralismo, ni siquiera le queda fuerza
moral para ejercer devastadoramente su doctrina del "muera la inteligencia".
Naturalmente, no ha autorizado el paso libre a la inteligencia; eso no lo hará nunca.
Pero, por lo menos, deja pasar, y hace en cierta manera la vista gorda, con la esperanza
de que el espíritu de don Santiago Bernabeu y de nuestra segundona "dolce vita"
acaben emporqueciendo nuestras responsabilidades políticas. Sus esperanzas no carecen de
fundamentos, pero en nosotros está el que no lleguen a hacerse realidades absolutas.