Para llegar al aula hay que pasar por un
garaje con un camión cargado con placas de aluminio, bordear una sala de
máquinas de las que brotan tubos de aerosol, y otra donde se arman moldes
para torta. Son tres pisos por escalera. Arriba de todo parece otro mundo,
donde el bullicio de las herramientas y el olor a pegamento se extinguen.
Hay un profesor de matemática de pelo largo color ceniza y camisa rosa de
bambula que tantea: “¿Alguien se acuerda de las fracciones? ¿Cuánto
es menos dos más cinco?”.
El gráfico de una curva, dibuja y explica, puede servir para ilustrar cómo
evolucionó en el tiempo el salario de un trabajador metalúrgico. Es el
primer día de clases en el primer bachillerato para jóvenes y adultos,
con orientación en cooperativismo y microemprendimientos, que funciona
adentro mismo de una fábrica recuperada por sus obreros, la metalúrgica
IMPA. El colegio abrió sus puertas la semana pasada en base al proyecto
de un grupo de docentes de la Universidad de Buenos Aires. Sus alumnos son
operarios de esa y otras empresas autogestionadas y vecinos de los barrios
cercanos.
“La educación para adultos suele pensarse como un complemento, una
deuda que saldar, o un recurso para poder trabajar. Nosotros, en cambio,
entendemos la escuela como una organización y lugar de formación
integral, para que quienes estudian tengan protagonismo en la organización
de su comunidad o barrio. Es algo bien distinto de una escuela
tradicional, que brinda servicios y tiene carácter asistencialista”,
explica Roberto Elizalde, profesor de historia, director de este nuevo
bachillerato acelerado e integrante de la Cooperativa de Educadores e
Investigadores Populares que diseñó el proyecto para su puesta en
marcha.
¿Por qué en Almagro? ¿Por qué en IMPA? Esta planta fabril, ubicada en
Querandíes y Pringles, fue recuperada por sus trabajadores en 1998. Es,
dentro del movimiento autogestivo, una de las más afianzadas y tiene un
hiperactivo centro cultural. “Esta fábrica quería ampliar su propuesta
de trabajo cooperativo e integrar a la comunidad”, dice Elizalde. La
cooperativa docente se ocupó de analizar si el barrio necesitaba un
secundario para jóvenes y adultos. El año pasado hicieron un
relevamiento en la zona y revisaron la oferta educativa. Tuvieron un
fuerte acercamiento habitantes de casas tomadas y dentro de la propia fábrica
detectaron que cerca de la mitad de los 180 obreros no había terminado la
escuela media.
El bachillerato empezó la semana con clases por la tarde, de lunes a
jueves. Hay 66 inscriptos de entre 17 y más de 50 años. Ofrece un
programa de tres años, con todas las materias de ciencias sociales,
exactas y naturales y lengua. A ellas se suma la especialización en
cooperativismo y microemprendimientos, que dictan historiadores y
trabajadores con experiencia en el tema. Habrá, como complemento,
talleres artísticos.
A Mónica Córdoba, una docente de biología de camisa suelta y pollera
larga, le tocó dar la primera de todas las clases. “Llevó un buen rato
romper el hielo”, comenta en un suspiro. Muchos de los alumnos que
llegan hasta ahí lo hacen desafiando el pudor, con miedo a no poder,
aunque también con expectativas de tener un ámbito de pertenencia. Para
sorpresa de la profe, cuando les propuso anotar diez cosas que asociaran
con el término “biología” se desató un barullo de palabras: célula,
bacteria, flora, ecosistema y otras tantas que escribió en el pizarrón
blanco. “Me sorprendió; sin querer fueron armando el programa de todo
el año. Eso se los hice ver. Algo muy importante con los adultos es
mostrarles que se puede, que los saberes los tienen, sólo hay que
rastrear un poco”, dice Mónica.
En el aula no hay pupitres sino mesas de madera con pintura nueva, negra y
brillante, donde caben cinco o seis personas. Esa disposición ayuda a
distender. Claudio Mayayo, que enseña matemática, también quedó
impactado por la participación. Cada vez que proponía un cálculo eran
varios los que arriesgaban un resultado, aunque se equivocaran. A pesar de
algunas caras de desconcierto, parecía que nadie ansiaba el recreo ni
irse a su casa.
Pedro trabaja en IMPA, tiene 29 años y el pelo modelado con gel. Se quedó
de sobremesa al terminar el primer día de clase. “Siempre quise
estudiar, pero no pude. Me crié en Aguadita, un pueblo pobre en Salta, y
el colegio secundario quedaba muy lejos, no podía ir, nunca empecé”,
cuenta. “A Buenos Aires llegué hace diez años porque un tío me
consiguió el trabajo. Cuando pusieron avisos de esta escuela, me puse
como nervioso y me fui de vacaciones sin anotarme. Cuando volví, tomé
fuerza”, dice, bajito. Celeste, de 17 años, vive en Boedo, tiene pelo
largo y un collar frondoso con pequeñas cañitas entreveradas. “Fui al
colegio, pero repetí varias veces y me quedé libre”, confiesa. “Mi
mamá supo de esta oportunidad y me propuso venir. Vamos a ver qué
pasa”, deja en suspenso.
“Lo mío es una cuenta pendiente muy grande”, se desahoga Ana María,
47 años, desocupada y con tres hijos. “Hice hasta tercer año, pero dejé,
no sé por qué, no podía”, recapitula. Es vecina del barrio y averiguó
para estudiar en cuanto lugar gratuito pudo. “Me gusta porque acá tenés
que venir a clase, no es a distancia. Yo quiero eso, un grupo de gente de
distintas edades, y éste pinta lindo. Espero terminar, cueste lo que
cueste”, dice.
Los doce profesores de la cooperativa –que desarrollaron una experiencia
similar en Don Torcuato, pero con una ONG– se encargaron de hacer, ellos
mismos, la difusión en el barrio y entre los obreros. Armar afiches,
salir a pegarlos, redactar panfletos. Recibieron ayuda de la gráfica
recuperada Chilavert, algunos de cuyos integrantes se convirtieron en los
primeros alumnos. “Fue un proceso emocionante”, dice Juan Pablo
Narduli, profesor de historia. “Aun aquí dentro de la fábrica al
principio veníamos a volantear con cierta incomodidad. Sánchez, el
portero, nos revisaba los bolsos al entrar. Después de unos días, me
pidió información de la escuela. Me dijo: ‘Quiero poder explicarle
bien a la gente que venga’”, recuerda.
Elizalde dice que apuesta a poder llevar “esta experiencia a otras fábricas”.
“Los adultos son un sector periférico en la educación pública, el que
menos atención ha tenido, por eso trabajamos con ellos, pero ofreciéndoles
una formación integradora de saberes”, señala. En la escuela de IMPA,
la inscripción seguirá abierta durante abril. Los requisitos son tener
primario completo y llevar el DNI. Para quienes necesiten, se agregará
alfabetización y clases de apoyo.
Cristina, una cobradora de 50 años, está inquieta. Tiene dos paquetes de
cigarrillos en la mano. Dice que llegó tarde a clase porque había
olvidado en un negocio la bolsita con los documentos que tenía que
presentar. Es pecosa, su pelo grueso y cobrizo. Se serena. “Nunca pasé
de segundo año, toda la vida trabajé, y cuando me había decidido a
terminar el instituto donde iba, cerró –protesta–. Hace poco, cuando
llevé a mi hijo al Hospital Durand, vi los afiches de este colegio. No lo
podía creer. Siempre soñé no sólo con terminar de estudiar sino con
formar una cooperativa. Hoy es uno de los días más felices de mi
vida.”
|