Carlos S. Olmo Bau
Se ha podido escuchar
en más de una ocasión: "El gobierno no cederá
al chantaje de los huelguistas". Se refiere, obviamente, a los
y las inmigrantes 'sin papeles' que mantienen desde hace días
encierros y huelgas de hambre.
El calificativo no es nuevo. Se recurre a ese y otros adjetivos en
un intento de criminalizar una protesta legítima para que socialmente
se perciba como delincuente ("es ilegal, y además chantajista"
viene a decirse) a quien muchas veces no tiene otra manera de ser
escuchado. Se pretende así ocultar que la huelga de hambre
es una forma de participación ciudadana, en este caso una de
las pocas que quedan a quienes les son negados casi todos los derechos.
Es además un calificativo que en realidad no se dirige a las
personas encerradas (no se dice "es usted un chantajista")
sino a la opinión pública ("esos son unos chantajistas").
Y ello por que desde el gobierno se es consciente de que la huelga
de hambre, los encierros, tampoco se dirigen exclusivamente a los
poderes públicos (demandando una regulación, el respeto
a unos derechos arrebatados) sino que se dirige a esa misma opinión
pública, a usted, a mí, rogándonos que nuestra
pasividad no nos convierta en cómplices de una legislación
aberrante, ilegítima e injusta.
Tampoco el discurso en el que se inserta -el discurso de legitimación
de la expulsión de migrantes, el de la 'construcción
de los otros'- es novedoso. Son argumentaciones que llevan tiempo
asentadas no sólo en las arengas oficiales sino en los propios
medios de comunicación. Cierto que no de forma monolítica
ni libre de contradicciones.
Entre las contradicciones recientes, cabe destacar las declaraciones
del propio Ministro de Interior afirmando -en relación a la
aplicación de la Ley de Extranjería que acaba de entrar
en vigor- que las leyes no pueden estar cambiándose cada dos
por tres y que los estados democráticos han de tomarse en serio
las leyes que aprueban.
Daría risa si no fuera por que la cuestión afecta, y
muy seriamente, a muchas personas abocadas a la marginación,
la pobreza o la muerte. La media sonrisa, pues, que sea de indignación.
¿Cómo se puede afirmar tal cosa cuando esta ley sustituye
a otra bien reciente que no ha estado en vigor el tiempo necesario,
no ya para saber en qué fallaba o acertaba, sino para aplicarse
mínimamente? Hay que tener poca vergüenza. Muy poca.
Por que si se oyera y tuviera la capacidad de sonrojarse no apelaría
a tomar en serio la legislación vigente cuando, al aprobar
la Ley de Extranjería, se han ninguneado el Pacto Internacional
de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de la ONU y los
convenios 87 y 98 de la Organización Internacional del Trabajo,
suscritos por España; se han ninguneado dispositivos de garantías
jurídicas tan propios de un derecho que se llame democrático
como la tutela judicial efectiva, el derecho a recurso o la asistencia
jurídica; se han ninguneado la Declaración Universal
de los Derechos Humanos y el Pacto Internacional de los Derechos Civiles
y Políticos; se ha ninguneado incluso la propia Constitución
Española de 1978, que mediante el artículo 96 incorpora
la Declaración y el Pacto antes citados.
Y es que, aunque no quiera verse, la Ley de Extranjería es
de dudosa constitucionalidad desde el momento en que limita y niega
el efectivo uso de algunos derechos (reunión, asociación,
huelga,...). Derechos fundamentales que se recogen en el Título
Primero del texto constitucional, que son universales e inherentes
a toda persona, que están indisolublemente ligados a su dignidad
y libre desarrollo y que son el fundamento del orden político
y la paz social (art. 10.1; C.E. 1978). Derechos que han de interpretarse
de conformidad con la Declaración Universal de los Derechos
Humanos y los tratados y acuerdos internacionales ratificados por
España (art. 10.2; C.E. 1978). Derechos que no pueden ser negados
a los y las migrantes, que han de gozar de las libertades públicas
que garantiza el Titulo I de la carta magna en los términos
que establezcan los tratados y la ley (art. 13.1; C.E. 1978).
Ley que ha de ser coherente -por el principio de jerarquía
normativa (art. 3; C.E. 1978)- con dichos tratados y con la propia
Constitución. Esa coherencia no se da. Antes al contrario:
La Ley de Extranjería entra en colisión con ellos.
Tomarse en serio las leyes; tomarse en serio, pues, derechos y deberes;
supone no aceptar una norma que convierte a las personas en mercancía
expulsable y les niega la consideración de ciudadanas. Una
norma que no nos obliga y que, legítima y justificadamente,
podemos y debemos desobedecer. Para hacerla inaplicable. Para que
sea sustituida por normas, simplemente, democráticas.