Derechos para Tod@s 
Número 16
septiembre - octubre 2003



SE ESTÁ OCULTANDO EL ÉPICO SUFRIMIENTO DE IRAK


John Pilger
, en "El Mundo"

Durante estas últimas semanas, he estado viendo cintas de video que recogen los ataques sufridos por Irak, la mayoría de las cuales no se han mostrado nunca. En dichas cintas está concentrado todo el sufrimiento, de unas dimensiones épicas, que vienen padeciendo los iraquíes normales y corrientes. Además, existen fotografías que jamás se han publicado en el Reino Unido. En ellas se muestran las calles y hospitales iraquíes totalmente cubiertos por la sangre a consecuencia del avance de las tropas estadounidenses y británicas, que se abrieron camino hacia el interior de Irak destrozando todo cuanto encontraban a su paso por medio de armas diseñadas específicamente para mutilar e incinerar seres humanos.

Son escenas difíciles de contemplar, pero es necesario hacerlo si uno quiere entender en toda su extensión las palabras que pronunciaron los jueces de Nuremberg en 1946, cuando con ellas establecieron los principios de las leyes internacionales modernas: «Iniciar una guerra de agresión no sólo es un crimen; es el crimen internacional supremo, que difiere únicamente del resto de los crímenes de guerra en que en él se contiene la acumulación de toda la maldad de dichos otros crímenes».

El servirme de guía a través de todas estas evidencias visuales es, actualmente, el trabajo diario de una joven licenciada en derecho, Jo Wilding, quien, durante la guerra, se encontraba en Bagdad junto con un grupo internacional de observadores de los derechos humanos. Tanto ella como sus colegas se alojaban en casas de familias iraquíes mientras los misiles, las bombas anti refugio y las bombas de racimo explotaban a su alrededor. Siempre que les era posible, acudían a toda prisa a los diversos lugares donde caían las bombas para ayudar a las víctimas civiles y acompañarlas hasta hospitales o mortuorios, al mismo tiempo que interrogaban sobre los acontecimientos ocurridos a testigos presenciales y médicos. Pero este trabajo suyo ha recibido muy escaso tratamiento en los medios de comunicación.

Jo me ha descrito, con todo detalle, los ataques que se produjeron contra objetivos civiles y que fueron -a ella no le cabe la menor duda-, todos ellos, deliberados. En cualquier caso, la absoluta ferocidad del asalto contra las esquivas tropas defensoras iraquíes no pudo fallar tanto y acabar con la vida o herir a tan elevado número de civiles. Según un estudio reciente, se calcula en unos 10.000 la cifra de civiles iraquíes muertos.

«Una de las cosas más asombrosas respecto de la rápida victoria de la coalición», me decía hace poco tiempo en Washington John Bolton, subsecretario de Estado para la Seguridad Internacional del Gobierno de George Bush, «ha sido el poco daño que se ha causado a las infraestructuras de Irak y el escaso número, también, de bajas iraquíes».

Y yo le dije: «Bueno, si son 10.000 civiles, la cifra es alta».

A lo que él me replicó: «Bien, yo creo que es una cifra bastante baja si se tiene en cuenta la dimensión de esta operación militar».

10.000 víctimas, una cifra bastante baja. Y ese número hay que multiplicarlo varias veces para calcular la cifra de bajas en la que estén incluidos todos esos reclutas del ejército iraquí, la mayoría adolescentes, que, tal como un coronel de la marina decía «seguro que ni siquiera se enteraron de quién les disparaba».Y habría que seguir multiplicando para poder calcular el número de heridos: por ejemplo, más de 1.000 niños mutilados, según la UNICEF, a causa de las explosiones retardadas de las bombas de racimo.

¿Y qué supone todo esto para los periodistas, que disponen de la posibilidad de hacer pública su voz y tienen la responsabilidad de reconocer la verdad sobre un crimen semejante? ¿Tan condicionados están todos esos periodistas que hay tras las cámaras en Downing Street o en los jardines de la Casa Blanca y que tan incesantemente tratan de escamotear lo obvio (una técnica a la que ellos mismos denominan objetividad)? Actualmente, a la lucha contra la resistencia ante la ocupación ilegal británico-estadounidense se la está tildando de ser una parte integrante de lo que Bush ha calificado como «guerra contra el terror». Las muertes de estadounidenses, británicos y de funcionarios de las Naciones Unidas son noticia.Pero los iraquíes pasan rápida y furtivamente por las pantallas de televisión. O simplemente no existen.

Para los ministros de Blair, este encubrimiento se origina, como casi todas la cosas, en Washington. Léanse las réplicas del ministro de Defensa, Adam Ingram, ante los incansables interrogatorios del miembro del Parlamento británico Llewellyn Smith, y se podrá comprobar que sus mensajes son casi idénticos a los de Bolton.La «lamentable» pérdida de vidas humanas no es demasiado alta, si se tiene en cuanta «las dimensiones de esta operación militar».Respecto a las cifras de personas fallecidas, «no tenemos medios para establecer con certeza ninguna cifra exacta». Quienquiera que sea este Adam Ingram, recuérdese su nombre, porque en él hay encarnado un apologista mundano, rutinario y amoral de los crímenes de Estado.

Por supuesto, si los grandes crímenes cometidos en Irak no se vieran representados en las pantallas de televisión por ese momento ponzoñoso que es el retorno del féretro de un soldado muerto recubierto por una bandera, sino por el horror implacable que yo he podido presenciar en una cintas de video que nunca se han difundido, el encubrimiento se vendría inexorablemente abajo.Y se pondría de relieve todo lo que la investigación del juez Hutton en el caso Kelly tiene de ilusorio. Tal como es en realidad.

Hasta la fecha, el de Hutton es el mejor truco que ha hecho el mago Blair, porque una investigación sobre la muerte de un hombre lo que nos asegura es que nunca se va a llevar a cabo una investigación pública real sobre las razones por la cuales Blair llevó a Gran Bretaña a la guerra. Lo que sí es seguro es que, mientras se nos permite leer correos electrónicos internos de Whitehall, se nos niega un escrutinio a fondo sobre el tráfico habido entre Blair y Bush, el cual, casi con total certeza, sacaría a la luz la mayor de todas las mentiras y revelaría que la decisión de invadir Irak fue tomada mucho tiempo antes de que Washington soñara con la charada de las armas de destrucción masiva. Y esto sería algo que hundiría a Blair.

En lugar de ello, de lo que ahora disponemos es de retazos de la verdad. El 17 de septiembre de 2001, seis días después de los atentados ocurridos en Estados Unidos, Bush firmó un documento, clasificado como «alto secreto», por el que el presidente se dirigía al Pentágono instándole a que comenzara a planear «opciones militares» para una invasión de Irak.

En el mes de julio del pasado año, Condoleezza Rice, asesora de Seguridad Nacional del presidente Bush, dijo a otro alto funcionario de la Administración de Bush: «La decisión está tomada. No te rompas la cabeza». (Washington Post, 12 de Enero de 2003; New Yorker, 31 de Marzo de 2003). El pasado día 2 de julio, el mariscal del Aire británico Sir John Walter, antiguo jefe de Inteligencia de la Defensa y director adjunto del Comité Conjunto de Inteligencia, escribía un memorando de carácter confidencial a los miembros del Parlamento en el que les advertía que el «compromiso con la guerra» se había adoptado hacía un año. «A partir de entonces» escribía Sir John Walter, «absolutamente todo el proceso que se siguió a base de razones y más razones, humanitarismo, moralidad, cambio de régimen, terrorismo y, finalmente, inminentes ataques por medio de armas de destrucción masiva, no ha sido otra cosa que fuego de cobertura».

La revelación pública, sin ningún tipo de trabas, de todo esto podría suponer un crisis de naturaleza incontrolable para toda esa camarilla que gobierna Gran Bretaña: el Servicio Secreto, el Servicio Civil, Downing Street, la favorecida City (Centro financiero de Londres) y los medios de comunicación al servicio del Gobierno. Unos cuantos espectros y mandarines que disponen de mucho tiempo para dedicárselo a ese extraño y mesiánico Blair pero que, además, lucharán denodadamente para protegerle para, así, poder protegerse ellos mismos y asegurarse de que su versión del gran juego de Lord Curzon (es decir, el imperialismo) continúe sin encontrar la menor oposición.

Este es un juego muy bien ejemplificado por la feria de armamento que se había inaugurado en Londres un 9 de septiembre, propiciada por un Gobierno y una industria armamentística que, entre ambos, configuran el segundo mayor mercado de la muerte del mundo y en el que venden sus productos a todos esos tiranos y criminales de Estado habituales. Su extremada crueldad e implacabilidad se puso de manifiesto cuando dicha feria se celebró en el año 2001 y ocurrieron los atentados del 11 de Septiembre. En aquellos momentos, y por respeto a las víctimas habidas en Nueva York y Washington, se cancelaron muchos acontecimientos públicos como, por ejemplo, la conferencia anual sindical. Pero la feria del armamento continuó celebrándose.

«El caleidoscopio se ha descompuesto», aseguró Blair tras el 11 de Septiembre. «Sus piezas están desorganizadas. Pero pronto estarán de nuevo en su sitio. Aunque antes de ello, reordenemos el mundo que tenemos a nuestro alrededor». Quien quiera que haya sido el que escribió semejante necedad es posible que ya no esté en Downing Street. Sin embargo, Blair sigue asegurándonos constantemente que él cree en lo que dice, y quizá sea cierto. Varios de los abogados de los juicios de Nuremberg esgrimieron como defensa ese mismo argumento, lo mismo que lo han hecho otros criminales de Estado juzgados por el Tribunal de la Haya. Y, al igual que ellos, Blair debería acabar ante un tribunal.