Derechos para Tod@s 
Número 16
septiembre - octubre 2003




LOS SANTOS YA NO SON LO QUE ERAN

Arundhati Roy, escritora hindú, autora de "El dios de las pequeñas cosas". Texto de una emisión en Radio 4, BBC


A los cuarenta años del 28 de agosto de 1963 vale la pena recordar las palabras de Martin Luther King: "Sueño con que un día esta nación se levantará y vivirá el verdadero significado de su credo: 'Afirmamos que estas verdades son evidentes: que todos los hombres son iguales...'".

Éste es el cuadragésimo aniversario de la Marcha hacia Washington, cuando Martin Luther King Jr. pronunció su famoso discurso "Tengo un sueño". Quizá sea hora de reflexionar, una vez más, sobre lo que ha sido de ese sueño.

Resulta interesante estudiar la forma en que los iconos, una vez fuera de su contexto histórico, se convierten en productos y se utilizan (de manera voluntaria o no) para promover los prejuicios, intolerancias y desigualdades que combatieron en su tiempo. Pero en una era en que todo está en venta, ¿por qué no vender los iconos?. En una época donde la humanidad entera, donde todos los seres sobre la tierra se hallan atrapados entre la chequera del Fondo Monetario Internacional (FMI) y los misiles estadounidenses, ¿acaso los iconos tienen escapatoria?

Martin Luther King Jr. forma parte de una trinidad, de tal suerte que es difícil pensar en él sin que otras dos figuras se abran paso para aparecer en la imagen: el Mahatma Gandhi y Nelson Mandela. Los tres son los sumos sacerdotes de la resistencia pacífica. Juntos representan, en mayor o menor medida, las luchas pacíficas de liberación en el siglo XX, esas luchas que quizá deberíamos llamar acuerdos negociados. Del colonizado contra el colonizador, del antiguo esclavo contra el dueño de esclavos.

Hoy, las elites de cada pueblo y sociedad, en cuyo nombre se libraron las batallas por la libertad, utilizan estos iconos como mascotas para atraer a nuevos amos.

Gandhi, Mandela, King.
India, Sudáfrica, los Estados Unidos.
Sueños rotos, traiciones, pesadillas.
Una fotografía instantánea del supuesto "mundo libre" de nuestros días:

El pasado marzo, en la India, en Gujarat -la Gujarat de Gandhi-, turbas hinduistas de la derecha asesinaron a dos mil musulmanes en una orgía de violencia, haciendo gala de una destreza espeluznante. Tras violar de forma multitudinaria a las mujeres, las quemaron vivas. Arrasaron tumbas y altares musulmanes. Más de ciento cincuenta mil musulmanes han tenido que abandonar sus hogares. La base económica de la comunidad fue destruida. Informes de testigos y de comisiones investigadoras acusaron al gobierno estatal y a la policía de colusión con los actos de violencia. Yo estuve presente en una reunión donde un grupo de víctimas clamaba, "Por favor, ¡sálvenos de la policía! Es todo lo que pedimos...".

En diciembre de 2002, ese mismo gobierno estatal volvía al poder. Narendra Modi, acusado por muchos de organizar los actos de violencia, inició su segunda gestión como Primer Ministro de Gujarat. El 15 de agosto, el Día de la Independencia, ondeó la bandera de la India ante miles de personas que lo aclamaban. Portaba un símbolo amenazador: la gorra negra de los Rashtriya Swayamsevak Sangh (RSS), que lo identifica como miembro de la organización nacionalista hindú, la cual no ha mostrado timidez alguna en su admiración hacia Hitler y sus métodos.

En la India, ciento treinta millones de musulmanes, dalitas, cristianos, sikhs y adivasis -por no mencionar otras minorías- viven bajo la sombra del nacionalismo hindú.

El maestro del oportunismo Narendra Modi, desbordante de confianza en su futuro político, invitó a Nelson Mandela como huésped principal de los festejos que tuvieron lugar el 2 de octubre en Gujarat, con motivo del aniversario del nacimiento de Gandhi. Por fortuna, Mandela declinó la invitación.

¿Y qué sucede con la Sudáfrica de Mandela, la conocida como el Pequeño Milagro, la Nación del Arco Iris de Dios? Los sudafricanos dicen que el único milagro que han presenciado es la rapidez con la que el arco iris fue privatizado, dividido y subastado a los mejores postores. En 1996, a dos años de asumir el poder, el Congreso Nacional Africano ya se había arrodillado sin mayores dificultades ante el Dios del Mercado. En su premura por sustituir a la Argentina como el niño bueno del neoliberalismo, instituyó un amplio programa de privatización y de ajustes estructurales. La promesa del gobierno de redistribuir tierras agrícolas entre los veintiséis millones de personas sin tierra no pas> ó de ser una broma de humor negro. Mientras, el sesenta por ciento de la población carece de tierra, la mayoría de las tierras de cultivo está en manos de sesenta mil agricultores blancos. (No es de extrañar que, durante su reciente visita a Sudáfrica, George Bush calificara a Thabo Mbeki como su emisario en lo concerniente a Zimbabwe.) Después del apartheid, los ingresos del cuarenta por ciento de las familias negras más pobres han disminuido casi en un veinte por ciento. Dos millones fueron evacuados de sus hogares. Seiscientas personas mueren de sida cada día. El cuarenta por ciento de la población está desempleada y la cifra crece de manera alarmante. La privatización de los servicios básicos ha significado que millones carezcan de agua y electricidad.

Hace quince días, visité el hogar de Teresa Naidoo en Chatsworth, Durban. Su esposo había muerto de sida el día anterior. No tenía dinero para el ataúd. Ella y sus dos hijos pequeños son seropositivos. El gobierno le cortó el agua porque no pudo pagar el suministro ni el alquiler de su pequeño departamento. El gobierno ignora sus problemas, al igual que los de millones de personas a quienes tilda de funcionar según la cultura de que "no hay por qué pagar".

El hecho de que ese mismo gobierno solicitara oficialmente a un juez de un tribunal estadounidense que dictase una sentencia contraria a que las empresas paguen indemnizaciones por su papel durante el apartheid hubiera debido provocar un escándalo internacional. Arguyó que las indemnizaciones -en otras palabras, hacer justicia- desalentarían la inversión extranjera. Por consiguiente, los más pobres en Sudáfrica deben pagar las deudas del apartheid, para que quienes amasaron fortunas explotando a la población negra puedan ganar aún más, gracias a la buena voluntad que despliega la Nación del Arco Iris de Dios, de Nelson Mandela. Sus colegas en el gobierno aún llaman "camarada" al Presidente Thabo Mbeki. En Sudáfrica, la parodia orwelliana pertenece al género costumbrista.

¿Qué queda por decir acerca del país de Martin Luther King Jr.? Quizá merezca la pena plantear una sencilla pregunta: Si hoy estuviera vivo, ¿optaría por permanecer cómodamente en su incuestionable sitial en el panteón de los Grandes Estadounidenses? ¿O hubiera bajado del pedestal y, sacudiéndose de encima las vacuas alabanzas, hubiera salido a las calles para congregar de nuevo a su pueblo?

El 4 de abril de 1967, un año antes de morir asesinado, Martin Luther King Jr. habló en la iglesia Riverside, en la ciudad de Nueva York. Aquella tarde dijo (sólo puedo parafrasearlo, porque ahora sus conferencias públicas son de propiedad privada) que jamás volvería a hablar contra la violencia de quienes vivían en los guetos sin hablar primero contra su propio gobierno, al que calificó de principal generador de violencia en el mundo moderno.

¿Ha sucedido algo en esos treinta y seis años -desde 1967 a 2003- que hubiera podido hacerle cambiar de opinión? ¿O acaso hubiera refrendado su postura tras guerras abiertas y encubiertas, y matanzas multitudinarias que desde entonces han perpetrado los gobiernos de su país, tanto republicanos como demócratas?

No olvidemos que Martin Luther King Jr. no se inició como militante, sino como un creyente persuasivo. En 1964 ganó el Premio Nobel de la Paz. Los medios lo ensalzaron como líder negro ejemplar, a diferencia de, digamos, el más militante Malcolm X. No fue sino tres años después cuando Martin Luther King Jr. vinculó públicamente la guerra racista del gobierno estadounidense en Vietnam con las políticas racistas del propio gobierno en casa. En 1967, en un discurso militante y sin concesiones, denunció la invasión estadounidense en Vietnam. Habló con emotiva elocuencia de la cruel ironía de las imágenes televisivas en que jóvenes negros y blancos, con brutal solidaridad, quemaban las chozas de una aldea pobre, matando y muriendo juntos por una naci> ón que no les permitía sentarse codo con codo a la misma mesa. Su denuncia de la guerra de Vietnam fue considerada un acto de perfidia. Sus antiguos aliados lo condenaron y la prensa estadounidense lo atacó con virulencia. El Washington Post escribió, "Ha debilitado su utilidad a su causa, a su país y su pueblo".

Ante el sentimiento antibélico que a la sazón crecía entre los negros estadounidenses, el New York Times ofreció una contralógica maravillosa. Publicó: "En Vietnam, por vez primera, el negro ha tenido la oportunidad de participar en la lucha por su país".

Omitió mencionar la observación de Martin Luther King Jr. de que, en proporción, el número de negros que moría en Vietnam era dos veces superior al de blancos. Omitió mencionar que, cuando llegaron las bolsas con cadáveres, algunos de los soldados negros fueron enterrados en cementerios segregados en el Sur.

¿Qué hubiera dicho hoy Martin Luther King Jr. acerca de las estadísticas federales que muestran que los negros estadounidenses -sólo el doce por ciento de la población del país- forman el veintiuno por ciento del total de las fuerzas armadas y el veintinueve por ciento del ejército estadounidense?

¿Acaso hubiera adoptado una postura optimista e interpretado que era un signo de mayor acción afirmativa?

Después de luchar tanto por obtener el derecho al voto, ¿qué hubiera dicho sobre el millón cuatrocientos mil de negros estadounidenses -el trece por ciento de todos los votantes de esa raza- que han perdido su derecho al voto por sentencias judiciales?

Sin embargo, la pregunta más pertinente es, ¿qué diría Martin Luther King Jr. a esos hombres y mujeres negros que forman la quinta parte de las fuerzas armadas y casi la tercera parte del ejército estadounidense?

A los soldados negros que peleaban en Vietnam, Martin Luther King Jr. les dijo que debían conocer el papel de los Estados Unidos en Vietnam y evaluar la posibilidad de ser objetores de conciencia.

En abril de 1967, durante una enorme manifestación antibélica en Manhattan, Stokely Carmichael describió el servicio militar como "blancos que envían a negros a una guerra contra amarillos para defender la tierra que ellos [los blancos] arrebataron a los pieles rojas".

¿Qué ha cambiado? Nada, excepto, por supuesto, que el servicio militar, en vez de ser obligatorio, lo impone la pobreza, que es un tipo distinto de obligatoriedad.

¿Acaso Martin Luther King Jr. diría que la invasión y ocupación de Irak y Afganistán son moralmente distintas a la invasión estadounidense en Vietnam? ¿Diría que es justo y moral participar en dichas guerras? ¿Diría que fue correcto que el gobierno estadounidense apoyara política y económicamente a un dictador como Sadam Husein durante la década de los ochenta, mientras éste cometía los peores excesos contra kurdos, iraníes e iraquíes, cuando era aliado contra Irán?

Y cuando el dictador comenzó a molestar, como sucedió con Sadam Husein, ¿acaso Martín Luther King Jr. diría que era correcto luchar contra Irak; soltar varios centenares de toneladas de uranio empobrecido en sus campos; degradar sus sistemas de abastecimiento de agua; instituir un régimen de sanciones económicas que provocaron la muerte de medio millón de niños; usar a los inspectores de las Naciones Unidas para imponer el desarme; engañar al público acerca de un arsenal de armas de destrucción masiva que se podía detonar en cuestión de minutos y, después, cuando Irak estuvo de rodillas, enviar fuerzas invasoras para conquistarlo y ocuparlo, para humillar a su pueblo, tomar el control de sus recursos naturales e infraestructuras y otorgar contratos de cientos de millones de dólares a corporaciones estadounidenses como Bechtel?

Cuando condenó la guerra de Vietnam, Martin Luther King Jr. estableció ciertos nexos que muchos, en la actualidad, evitan. Describió, de manera expl> ícita, las interconexiones entre racismo, explotación económica y guerra. ¿Acaso hoy diría que es correcto que el gobierno de los Estados Unidos exporte sus crueldades: su racismo, su imposición económica y su máquina bélica a países más pobres?

¿Diría que los estadounidenses negros deben luchar por su trozo del pastel estadounidense y que, mientras más grande sea el pastel, mayor será su trozo, a pesar del precio terrible que están pagando los pueblos de África, Asia, el Oriente Próximo y Latinoamérica por el American Way of Life? ¿Apoyaría la incorporación del Gran Sueño Americano a su propio sueño, ese sueño tan hermoso y diferente? ¿O acaso lo vería como una ofensa contra su memoria y contra todo lo que defendió?

La lucha de los negros estadounidenses por sus derechos civiles nos dio algunos de los militantes, oradores y escritores más destacados de nuestros tiempos. Martin Luther King Jr., Malcolm X, Fannie Lou Hamer, Ella Baker, James Baldwin y, por supuesto, el mítico, mágico y maravilloso Muhammad Ali.

¿Quién recogió su legado?

¿Acaso los émulos de Colin Powell? ¿Condoleeza Rice? ¿Michael Powell?

Son la imagen invertida de los iconos o de los modelos a seguir. Parecen la encarnación de los sueños de pueblos negros sobre éxito material pero, en realidad, representan la Gran Traición. Son los porteros de librea que custodian las puertas del salón de baile resplandeciente para impedir el paso de las razas más oscuras. Su papel y propósito es trotar al paso que marque la administración de Bush, en busca de puntos para obtener un bizcocho en sus guerras racistas y en sus safaris africanos.

Si éstos son los nuevos iconos de los negros estadounidenses, entonces es necesario desechar a los antiguos, porque no pertenecen al mismo panteón. Si éstos son los nuevos iconos de los negros estadounidenses, entonces quizá la inquietante imagen que describe Mike Marqusee en su bello libro Redemption Song -un Muhammad Ali viejo, enfermo de Parkinson, anunciando pensiones de jubilación- simboliza lo que ha sucedido con el Poder Negro, no sólo en los Estados Unidos, sino en el mundo entero.