Derechos para Tod@s 
Número 10 
septiembre - octubre 2002




BASORA

Mar Molina, responsable de Comunicación de IU de Castilla La Mancha. Viajó a Iraq en enero del 2002 con una Delegación española. Artículo publicado en "El Inconformista digital"

La ciudad de Basora al sur de Iraq, a no muchos kilómetros de Kuwait: el territorio que invadió el ejercito iraquí siendo el pretexto para la Guerra del Golfo de EE.UU, después de 11 años de embargo se haya en unas condiciones lamentables. Mar Molina, nos muestra lo poco que parece haber pasado el tiempo para la reconstrucción de la ciudad, la contrapartida es la esperanza entre sus gentes de vivir día a día y seguir adelante.

A mi amigo Jesús, por nuestros vértigos

Basora es una provincia de Iraq, una de las más castigadas por la guerra y por las incursiones de los aviones estadounidenses y británicos que regularmente bombardean la ciudad.

Basora está dentro de la zona de exclusión aérea, pero esto no es un obstáculo para quien quiere acabar con la supervivencia del pueblo iraquí al embargo. En todas estas incursiones (unas 200.000 violaciones del espacio aéreo iraquí) ya han muerto más de 1.000 civiles y han resultado heridas alrededor de 1.300 personas.

Cuando llegamos a Basora, una ciudad fronteriza y que fue de las más prósperas de Iraq, tuve la sensación de estar en un lugar que acababa de salir de una guerra. En Bagdad, la actividad y las numerosas personas que deambulaban por las calles, ocultaban de algún modo la decadencia por el embargo y el abandono de algunos edificios desde la Guerra del Golfo; pero en Basora esto se hacia más patente. Y aunque las partes de la ciudad menos castigadas se conservaban mejor, había lugares que parecían supervivientes de una gran devastación.

Nos alojamos en el Sheraton, un hotel de lujo que también era víctima del declive producido por el embargo. Esto se notaba sobre todo en los cuartos de aseo y en el mobiliario. La terraza del hotel se alzaba sobre el Chat-el-Arab (así es como se llama la confluencia del Tigris y el Éufrates en Basora) y sobre el río se extendía un puente de esos flotantes que tiende el ejercito a base de planchas de hierro y cadenas. Cada vez que algún vehículo lo cruzaba, el roce de la planchas producía un chirrido exasperante.

Basora no era Bagdad, no sólo por su aspecto general, sino porque en Basora mucha gente iba armada y eso te daba una perspectiva sobre la situación que allí se vivía. Las medidas de seguridad eran extremas, debido a las incursiones de las guerrillas iraníes y a los frecuentes bombardeos de los aviones.

En la Facultad de Medicina de Basora supimos que la muerte y la aniquilación del pueblo iraquí tenía caras. Caras de niños con malformaciones, caras de mujeres y hombres sacudidos por terribles tumores a causa de la contaminación por uranio empobrecido, caras de mujeres embarazadas llenas de miedo y desolación. Cada diapositiva asestaba un mazazo sobre mi ya extenuada, maltrecha y herida sensibilidad.

El miedo tiene muchos rostros, los rostros de las personas que lo sufren y que les habita como una amenaza continua y siniestra.

Vistamos uno de los barrios de Basora más castigados por la guerra y los intimidatorios bombardeos imperialistas. Cuando bajamos del autobús nos dispusimos a recorrer los trescientos metros de la calle principal, tal vez no me crean si les digo que necesitamos más de veinte minutos para llegar al otro lado. Todos salieron de sus casas a recibirnos... hombres, mujeres y niños. Tres jóvenes pertrechados con una trompeta y dos tambores ponían el fondo musical, mientras otros nos obsequiaban con una especie de danza de bienvenida. Bien se que todas las bombas del mundo no podrán doblegar nunca la voluntad de un pueblo que derrocha tantas ganas de vivir y que me regaló veinte de los más intensos y hermosos minutos de mi vida.

Mientras los hombres nos tendían la mano, las mujeres jaleaban desde los quicios de las puertas. Los niños se agolpaban delante de las cámaras de fotos porque querían ser inmortalizados o, tal vez, inmortales. Toda una suerte de chiquillos desplegando sus brazos para ser los elegidos de un efímero momento de gloria.

Eran sus rostros espejos de la alegría, aquel día rompimos la vigilancia de los cielos, surcados otras veces por los pájaros de muerte. La soledad de los meses anteriores se quedó atrás, porque aquel día no estaban solos y había algo que celebrar. Siendo que en Basora poder ver anochecer es algo ya digno de celebrar. El mundo aquel día fue un pañuelo, un lugar de vecindades entre pueblos. Cuánta emoción no se derrocharía en aquellos breves minutos, cuánta amabilidad... cuánto le debo a aquella calle.

Fue allí donde por primera vez vi las huellas de los impactos de la metralla sobre los niños y los jóvenes, feas cicatrices que desdibujaban sus cuerpos.

Al final de la calle se concentraba un río de inmundicias, los constantes bombardeos habían destrozado todo el sistema de alcantarillado. Las aguas fecales se mezclaban con el agua de lluvia que el cielo había derramado por la noche. Toda la calle estaba anegada, las gentes del barrio habían colocado unas piedras, sobre las que se deslizaban con habilidades de funambulistas, para poder vadear aquella ciénaga.

Mientras estábamos en éstas, un compañero se preguntaba y nos preguntaba: ¿de qué forma podríamos devolverle a estas gentes todo este torrente de generosidad?. Aunque, en realidad, era como preguntar, ¿cómo podríamos devolverles la alegría? Esa alegría secuestrada y torturada.

Siento que cada palabra que escribo es como un grano de arena, que unas veces cae en el desierto y otras sobre los corazones de las gentes. Si así pudiera devolver la generosidad que recibí no es poco, aunque nunca será suficiente.

Hacía tiempo que no hablaba con mi amigo Jesús y el otro día me explicaba que hoy no se puede mirar en ninguna dirección sin sentir vértigo. Me daba aliento cuando me decía que a la gente le importa lo que pasa en Iraq. Cuando entendí el vértigo al que se refería, una nausea global me sacudió el cuerpo. Me dio por mirar al cielo de Toledo que estaba encapotado y plomizo, y no se me ocurrió otra cosa que hablarle del Greco. Nos sentamos en una alfombra sobre la que el sol proyectaba un arco iris y nos dejamos llevar por la brisa.

Si hoy fuese el último día de mi vida y se me concediera el primer deseo, me gustaría que en mi próxima existencia abundasen las sonrisas de los niños, que la ternura de las mujeres se hiciera visible, que la generosidad de los hombres fuese ilimitada... y que todo esto fuera suficiente para darle una oportunidad a la paz.