“Globalización” y Derechos Humanos
Pedro Montes,
27 de mayo de 2000
Lo primero que habría que
señalar cuando se relaciona la “globalización” económica
con el respeto a los Derechos Humanos es que con ellos se hace referencia
a una situación y a unas aspiraciones que no tienen nada que
ver entre sí o, cuando menos, que no son incompatibles.
Leonardo Boff, para desmitificar
la “globalización”, ha dicho que ésta comenzó en
1519 / 22, cuando la expedición de Fernando Magallanes completó
por primer vez la vuelta al mundo. Pero aun si admitimos que la “globalización”
es un fenómeno nuevo, caracterizado por unas crecientes y muy
intensas relaciones económica de todos los países, no
existen, sobre el papel, razones para que este nuevo estado de cosas,
cuyo impulso último viene dado por el desarrollo de las fuerzas
productivas, afectara al cumplimiento de los Derechos Humanos.
El desarrollo de las comunicaciones
y el transporte, la aparición de nuevos productos, la modernización
de los procesos productivos, las técnicas de preservación
de las mercancías, estos y otros avances, ciertamente maravillosos,
podrían dar lugar a un intercambio creciente y a una dependencia
cada vez mayor entre todos los países, que podrían resultar
beneficiosos para el conjunto de todos ellos, permitiendo que las posibilidades
que otorga la ciencia y la tecnología hicieran más fácil,
plena y, si cabe la palabra, más feliz, la existencia de toda
la humanidad.
El problema surge porque,
para empezar, la globalización es una nueva fase del desarrollo
del capitalismo, y hablando de un sistema que descansa en la división
de clases y en la desigualdad no cabe pensar en la neutralidad del fenómeno.
Y, para seguir, porque la globalización es en gran medida fruto
del neoliberalismo, una doctrina que exacerba los aspectos más
aberrantes del sistema y bajo cuya hegemonía está hoy
concebido el orden económico mundial.
Recuerda este asunto de
la relación entre el neoliberalismo y el respeto a los Derechos
Humanos el viejo debate y los conflictos que se dieron entre el maquinismo
y el empleo a lo largo del siglo XIX en los primeros países industrializados,
con los ludistas británicos, que aconsejaban la destrucción
de las maquinas, como el movimiento más genuino.
Nada objetivamente negativo
aportaban las máquinas para crear riqueza y para liberar al hombre
de los trabajos más penosos y embrutecedores, sino todo lo contrario,
salvo que en manos de los patronos y con los criterios de la gestión
capitalista las máquinas arrojaban a la miseria y al desempleo
a masas ingentes de trabajadores.
De la misma manera, la
globalización podría rendir beneficios espléndidos
a la humanidad, si no fuera porque no está concebida para ello,
sino para servir los intereses de las clases dominantes y para la perpetuación
del propio sistema a través del solo mecanismo en que lo puede
hacer: aumentando la explotación de los trabajadores en cada
país y la explotación de los países del Tercer
Mundo por las potencias económicas mundiales.
Es por lo tanto más
que pertinente relacionar la “globalización” con los Derechos
Humanos.
Detengámonos primero
en desentrañar, caracterizar y resaltar las consecuencias de
la “globalización”, porque luego será fácil, resulta
inmediato, deducir el modo en que afecta al respeto a los Derechos Humanos.
Decíamos que, por
un lado, la “globalización” es una nueva fase del desarrollo
del capitalismo. La “globalización” es la expresión actual
de una tendencia permanente a favor de la concentración y la
centralización del capital, como predijo Marx. En el estadio
alcanzado el capitalismo, esa tendencia ha desbordado de forma turbulenta
los limites de los espacios económicos que representan los Estados.
“Globalización”
y corporaciones multinacionales
Uno de los aspectos en los
que la “globalización” es más evidente es en la relevancia
que han adquirido las corporaciones multinacionales, las cuales constituyen
la base de la estructura de la economía mundial, son depositarias
de resortes fundamentales (la investigación y tecnología)
y concentran el poder real que rige los destinos del Planeta.
El peso de las multinacionales
está fuera de discusión y es aplastante. Por el vertiginoso
proceso de fusiones, alianzas y absorciones que esta teniendo lugar
en todos los sectores a escala mundial -bancos, seguros, comunicaciones,
informática, automóvil, industria química, farmacéutica,
energía, aeronáutica ...- realmente nada escapa a este
proceso de concentración- las cifras quedan rápidamente
obsoletas y las que reflejaban la realidad de ayer resultan irrelevantes
hoy. No obstante, incluso tomando como referencia datos de hace unos
años, el cuadro resultante es de sobra contundente.
En el mundo existen más
de 35.000 empresas multinacionales, entendiendo por tales a aquellas
que operan en varios países. Su participación en el comercio
mundial es del 70% del total. Más del 40% de las transacciones
internacionales de mercancías y servicios se realiza entre multinacionales
o entre las casas matrices de estas y sus filiales. Controlan el 75%
de las inversiones mundiales.
Entre ellas se da asimismo
un extraordinario grado de concentración, cada vez mas acentuado
si cabe. Los 100 grupos industriales mayores del mundo (se subraya,
sólo los 100 y sólo los industriales, no de servicios
ni financieros), ocupan a unos 14 millones de personas, una cifra equivalente
al 32% del empleo industrial de la Unión Europea y a 6,5 veces
los asalariados de la industria española.
Un hipotético país
que estuviera formado exclusivamente por estas 100 multinacionales sería
la octava potencia económica del mundo y generaría un
valor añadido directo superior al PIB conjunto de 150 países
de los poco más de 200 que existen en la actualidad.
La concentración
que se da en algunos sectores es abrumadora, como en el automóvil
o la industria electrónica y, por supuesto, atendiendo a su origen,
sus “patrias”, por este orden, son la Unión Europea, Estados
Unidos y Japón.
Por lo demás, la
importancia de las multinacionales rebasa con creces los aspectos cuantitativos
derivados de su actividad y de la mayor o menor penetración de
sus mercancías en los mercados internacionales.
En primer lugar, tienen
una gran influencia en las relaciones económicas y políticas
internacionales. Han desempeñado un papel decisivo en el proceso
de integración europea y en los que tienen lugar en otras partes
del mundo. Dentro de algunos Estados pequeños, y no tan pequeños,
tienen un poder casi definitivo, al punto de dirigir la politica económica
e imponer a los gobiernos sus decisiones.
En segundo lugar, concentran
la investigación y la inmensa mayoría de los avances tecnológicos
parte de ellas. Son las depositarias y dueñas de la tecnología.
La mejora de los productos y de los procesos de producción casi
siempre tienen su origen en una multinacional o, para que tengan éxito,
ha de acabar siendo absorbidos por una de ellas.
En tercer lugar, las multinacionales
son el centro de una red de empresas proveedoras, de comercialización
de sus productos, de asistencia técnica posventa y de servicios
relacionados con sus productos o su actividad, de modo que su influencia
y poder económicos superan ampliamente las cifras directas de
su volumen de negocios y actividad.
Finalmente, por sus enormes
recursos y actividad, son unos de los principales participantes en los
mercados financieros, siendo capaces de originar movimientos desestabilizadores
o de influir en algo tan fundamental para las economías como
la cotización de sus monedas.
De todo lo anterior, mostrado
el papel crucial que desempeñan, cabe afirmar que las multinacionales
son la expresión actual del proceso de concentración del
capital y son la forma organizativa hegemónica del gran capital
en el momento presente. Y un producto de esa hegemonía es, inevitablemente
la “globalización”.
Con todo, a pesar del
impulso que las multinacionales han dado a la “globalización”,
como es sabido, hay un cierto debate sobre si la globalización
económica es ahora incomparablemente más intensa que en
otras etapas del pasado, si nos atenemos a las relaciones o los intercambios
de bienes y servicios entre países. Sin entrar en este debate,
bastaría considerar la “globalización” financiera para
dejar sentado que la “globalización” es una es una realidad cualitativamente
distinta en estos momentos a como lo fue en cualquier otra fase del
capitalismo en el pasado.
La movilidad absoluta
de los capitales, combinada con las tecnologías de la informática
y las comunicaciones, han convertido al mundo en un centro financiero
único, con masas enormes de capitales desplazándose, y
especulando, como si fueran estrellas errantes en el firmamento financiero
que envuelve la economía real.
No obstante, sería
un error pensar que la “globalización” es sólo o fundamentalmente
fruto del desarrollo económico y de las leyes de evolución
del capital. La “globalización” esta impulsada porque responde
a un proyecto político y se ha convertido en un arma ideológica
de gran eficacia de la doctrina neoliberal.
Se destaca así
una segunda característica de la “globalización”: la de
ser un producto del neoliberalismo, Es un proyecto político,
pues se trata de construir una organización económica
internacional en la que la libre circulación de mercancías
y de capitales no encuentre el más mínimo obstáculo.
Se trata de impedir que los gobiernos puedan realizar cualquier política
social contradictoria con las exigencias del mercado y se pretende arrastrar
a dificultades insuperables a los países o sociedades que desafíen
sus leyes.
Y es un arma ideológica
para facilitar la imposición de las políticas que el capital
necesita para recuperar su rentabilidad y salir de la onda larga depresiva
que esta viviendo el capitalismo desde el comienzo de los años
setenta. Con la “globalización” se exalta la competitividad como
valor o necesidad supremos, lo que justifica las políticas recesivas,
las agresiones al Estado del Bienestar, la flexibilización del
mercado de trabajo, la desrregulación económica, el retroceso
del poder económico del Estado, etc., todo ello, tan caro y coherente
con los intereses del capital.
Hasta tal punto es un
arma, que la “globalización” es, por un lado, menor que la que
dicen sus apólogos -los países no compiten en todo y todos
entre sí indiscriminadamente -, y, por otro, mayor que lo que
justificaría el desarrollo de las fuerzas productivas y el avance
tecnológico.
Los defensores del sistema
son los que ponen mayor ahínco y énfasis en resaltar la
importancia del fenómeno de la globalización, para abrumar,
para aniquilar toda esperanza, para subrayar que no hay escape a la
situación y que no caben alternativas distintas de las que impone
en orden neoliberal, con el mercado como supremo regulador de las relaciones
sociales dentro de que de cada país y a escala internacional
(Con esa intención se citaba a Boff, para rebajar las pretensiones
de los modernos globalizadores).
Por otra parte, no tiene
sentido el vaivén, él trafico inmenso al que están
sometidas las mercancías y los procesos productivos. Las comunidades,
las economías estatales, podían estar en condiciones de
producir lo fundamental que necesitan, limitándose a intercambiar
en el grado necesario para cubrir las carencias naturales por recursos,
clima y desfases tecnológicos, a cambio de los excedentes derivados
de las propias condiciones naturales y económicas.
La “globalización”
está definida y se caracteriza por tanto: por el predominio del
comercio libre; por unos intercambios de bienes y servicios muy intensos
entre los países; en particular entre los que componen una área
económica (el mundo tripolar, con Estado Unidos, la Unión
Europea y Japón como centros); por una gran dependencia y fuertes
relaciones entre ellos -tecnológica, materias primas, nuevos
productos, financiera, servicios -; y, en fin, por una libertad plena
de los movimientos de capital que, apoyada en los avances de al informática
y las comunicaciones, permiten hablar de una “globalización”
financiera prácticamente total.
El neoliberalismo ha conseguido
así, y de un modo coherente con sus dogmas, no sólo implantar
el libre mercado en el interior de los países, suprimiendo la
regulación y las intervenciones estatales, sino que las relaciones
entre países, el mundo en su totalidad, tiende a funcionar básicamente
con las leyes del libre mercado, sin interferencias de ningún
tipo.
Consecuencias inevitables
Las consecuencias de este
nuevo orden se conocen suficientemente, no es preciso insistir en ellas,
aunque es necesario resaltar que no podían ser otras.
El auge de libre cambio
y la expansión del comercio mundial no han sido neutrales, por
la razón obvia de la muy diferente posición competitiva
de los países en el mercado mundial, determinada por factores
económicos profundos difíciles de modificar.
En líneas generales,
con la excepción destacada de Estados Unidos, que por su privilegiada
posición de emisor de la más importante moneda de reserva
internacional ha podido permitirse un prolongado e intenso déficit
de la balanza por cuenta corriente, los países industrializados
(Japón, la Unión Europea en su conjunto) se han beneficiado
de la exaltación del libre cambio. Han registrado excedentes
e invadido los marcados de los países atrasados, que, por su
parte, han acumulado, en la mayoría de los casos, importantes
déficits comerciales y déficits corrientes, incurriendo
en un creciente endeudamiento.
Las desigualdades se han
recrudecido en todos los ordenes y en particular entre el Norte y el
Sur. La proporción entre la renta por habitante de los países
más ricos y los más pobres era en 1960 de 30 a 1. Ahora
ya es de 75 a 1.
El libre comercio es una
carrera continua en la que no todos los países participan en
igualdad de condiciones y como no podía ser de otro modo, los
países industrializados han acabado por arrasar a muchas de las
economías del Tercer Mundo, destruyendo o desarticulando sus
estructuras productivas, supeditando los procesos productivos al control
y dominio de las multinacionales, imponiendo pautas de consumo y haciéndose
el capital extranjero con las empresas importantes y los sectores rentables.
Estados ha perdido toda
autonomía y, atrapados por una deuda externa tan extorsionadora
como impagable, están supeditados a las directrices del FMI -
el guardían del “desorden” económico mundial-, cuyos planes
de ajuste estructural los mantiene estrangulados.
Puede afirmarse que uno
de los rasgos fundamentales de la situación económica
surgida del predominio del neoliberalismo son los agudos desequilibrios
que se dan entre los países del Norte y del Sur, lo que ha introducido
una gran inestabilidad en el sistema financiero internacional. Por su
intensidad, son insostenibles en el tiempo, y expresan elocuentemente
el modo desigual en que el modelo neoliberal repercute en los países
dominantes y en los subordinados: en provecho de los primeros y perjuicio
de los segundos.
Las últimas grandes
convulsiones económicas -la que se originó en el sudeste
asiático en el verano de 1997 y la que se viene desarrollando
en América Latina desde 1998-, tuvieron como sustrato estos acusados
desequilibrios de las cuentas exteriores de la mayoría de los
países. Unos, los fuertes y avanzados, acumulan superávits,
fuentes de fondos para especulación, las exportaciones de capital
y la extensión de sus multinacionales, y otros incurren en sistemáticos
déficits, que en algún momento del tiempo los mercados
califican de insostenibles.
En una primera fase, las
facilidades de financiación otorgadas por la “desregualación”
y la hiperactividad de los mercados ocultaban el problema, al tiempo
que permitían la colocación de los excedentes de los países
con superávits de la balanza de pagos.
Con el tiempo, la situación
ha llegado a ser fuente de graves desequilibrios, generándose
para esos países un volumen de deuda externa y unos compromisos
de pago -intereses y amortizaciones- imposibles de cumplir. En un momento
dado, aparecidas las dificultades, se originan cambios acelerados del
sentido de los flujos financieros - la huida de capitales -, obligándolos
a drásticas devaluaciones (como las que tuvieron que asumir los
países del sudeste asiático o Brasil) y colocándolos
al borde de la bancarrota.
Pero, por si no fuera
suficiente este dominio real, las multinacionales pretendieron con el
AMI, el famoso acuerdo multilateral sobre inversiones, darle naturaleza
legal a su hegemonía y capacidad de avasallar.
Se empezó a negociar
en septiembre de 1995 en el más absoluto secreto en el seno de
la de la OCDE (los 29 países más ricos del mundo), para
colocar a la comunidad internacional ante hechos consumados. Fue propuesto
e impulsado por 477 empresas de las 500 empresas mayores del mundo que
componen la lista de oro de la revista FORTUNE. Una vez concluido el
acuerdo entre los 29 países de la OCDE, otros países serían
invitados a firmarlo, transfiriéndose después a la OMC
(Organización Mundial de Comercio) la responsabilidad de hacerlo
respetar y reforzarlo.
El AMI (era) es un tratado
con el que las multinacionales tratan de liberalizar y proteger cualquier
tipo de inversión extranjera, ya sea financiera o real, mediante
la definición de un marco legal que se situaría por encima
de las soberanías nacionales. Si ahora los gobiernos pueden hacer
poco ante los movimientos de capital financiero, a partir del AMI tampoco
podrían hacer nada ante las inversiones extranjeras reales. Para
ello pretendían nada menos que:
- Protección
y seguridad de la inversión completa y constante, prohibición
de la nacionalización o la expropiación de las inversiones
extranjeras de forma directa o encubierta.
- Garantía de
retorno del capital invertido y de los beneficios correspondientes,
derecho a indemnización en el caso de que una disposición
estatal restrinja su capacidad de obtener beneficios.
- Libertad absoluta
para la gestión de personal, prohibición de aplicar
cuotas nacionales de empleo.
- Prohibición
absoluta a los gobiernos de imponer reglas de utilización de
materias primas o bienes locales o de compartir conocimientos tecnológicos.
- Derecho de denuncia
contra el Estado huésped e incluso designación por parte
del inversor extranjero de la instancia competente para resolver el
conflicto.
- Derecho a exigir indemnizaciones
inmediatas y adecuadas por toda pérdida por “agitaciones sociales
y acontecimientos similares, guerras, insurrecciones y revoluciones”.
- En el sector audiovisual,
supresión de las cuotas obligatorias de difusión en
los programas de televisión y de las obligaciones de invertir
en producción nacional. No se podrá financiar las ayudas
al cine con tasas sobre la difusión de películas americanas
o extranjeras.
De firmarse el AMI, se produciría
un salto cualitativo en la globalización y en el aumento del poder
de las multinacionales, en la medida en la que se produciría un
nuevo paso en el proceso de “desregulación” de la actividad económica
mundial.
Descubierto, difundidos
y denunciados sus propósitos, fue guardado en el cajón
en el segundo semestre 1998, pero amenaza con reaparecer con otra piel
en cualquier momento. Hay que estar ojo avizor para que el poder de
la multinacionales, tan rotundo, no acabe consagrado como Derecho Internacional.
Adentrándonos ya
en la relación entre la “globalización” y los Derechos
Humanos, cabe anticipar que el orden neoliberal que se ha descrito,
con la globalización como un rasgo básico, choca frontalmente
a dos niveles con los Derechos Humanos reconocidos en la Declaración
Universal de 1948.
En primer lugar, en la
medida en que hunde y extorsiona a los países del Tercer Mundo
y condena a una importante parte de la población a la pobreza
o a la marginación, se conculcan todos los artículos referidos
a las condiciones materiales mínimas para tener una vida digna.
Así el artículo
25. 1, proclama: “ Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado
que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar,
y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia
médica y los servicios sociales necesarios; tiene a sí
mismo derecho a los seguros de desempleo, enfermedad, invalidez, viudez
y vejez, u otros casos de pérdida de sus medios de subsistencia
por circunstancias independientes de su voluntad”.
El artículo 22,
va mas allá al referirse al orden interno e internacional que
debe prevalecer para hacer posible lo anterior. Proclama: “Toda persona,
como miembro de la sociedad, tiene derecho a la seguridad social, y
a obtener, mediante les esfuerzo nacional y la cooperación internacional,
habida cuenta de la organización y los recursos de cada Estado,
la satisfacción de los derechos económicos, sociales y
culturales indispensables a su dignidad y al libre desarrollo de su
personalidad”.
De un modo más
general, y como anticipándose a los destrozos del neoliberalismo,
el artículo 28 determina: “Toda persona tiene derecho a que se
establezca un orden social e internacional en el que los derechos y
libertades proclamados en esta declaración se hagan plenamente
efectivos”.
No hay que hacer ningún
esfuerzo para mostrar que en la mayoría de los países
del Tercer Mundo lejos de cumplir con los preceptos básicos de
la Declaración Universal de los Derechos se vulneran con saña
y se violan de modo generalizado.
Ahí están,
entre otros, los informes de las Naciones Unidas sobre el Desarrollo
Humano para revelarnos la cruda realidad. La prensa y la televisión
-el mundo “globalizado” de la información- nos tiene al corriente
de la desolación, de la ignominiosa situación que prevalece
en muchos rincones del Planeta, para vergüenza de la humanidad,
como no deja de recordárnoslo José Saramago.
Pero una vez que se conculcan
de modo tan escandaloso y estremecedor estos derechos, tan básicos
que se refieren a las propias posibilidades de existencia, están
dadas las condiciones para que se incumplan, en segundo lugar, el resto
de los Derechos Humanos: los referidos a la dignidad y las libertades
individuales y políticas.
Inexorablemente las víctimas
de tanta miseria y tan siniestras desigualdades se ven arrastradas en
su desesperación a la protesta, la rebelión y a la lucha,
más o menos organizada. Y ante ello, el poder politico, como
títeres de los poderes económicos, emplea todos los recursos
disponibles para disuadir, reprimir o aplastar a los que protestan.
La crudeza de la respuesta
represora depende de la envergadura de la contestación o del
peligro que las clases dominantes crean que corren sus intereses. Si
bien no en todas las ocasiones -modestas revueltas acaban muchas en
un baño de sangre -, y, desde luego, sin reparar en limites:
siempre existe el Pinochet de turno dispuesto a recordarnos con la barbarie
el precio que puede tener el intento de cambiar el estado actual de
cosas.
Por estas razones profundas,
en la mayoría de los países no se respetan artículos
como el 5 de la declaración de los Derechos Humanos por el cual
“nadie será sometido a torturas, ni a penas o tratos crueles,
inhumanos o degradantes”. Y cuando es necesario, cuando los conflictos
sociales y políticos se agudizan, se convierte en burla el artículo
3 que proclama “el derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad
personal”. Creadas unas condiciones económicas insufribles como
las existen en muchos países del mundo para una parte inmensa
de sus habitantes, no sólo con ello se dejan de respetar algunos
Derechos Humanos, sino que está el terreno abonado para arrasarlos
todos. Se decía principio que en la cuestión de la “globalización”
y los Derechos Humanos es plenamente pertinente. Ahora, se puede llegar
mas lejos en la afirmación y sostener que bajo la “globalización”
impuesta por neoliberalismo no hay posibilidad alguna de que se respeten
y dejen de violarse los Derechos Humanos. Es una conclusión terminante:
pero si queremos que sobre la faz de la tierra prevalezcan los Derechos
Humanos, es necesario acabar con el neoliberalismo y poner freno a su
concepción globalizadora.
* Pedro Montes, economista del Banco de España
es autor de diversos libros sobre economía: entre los que destacan
El desorden neoliberal y La integración en Europa
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