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Argentina


   

El modelo de exclusión social impuesto en Argentina tiene como consecuencia un modelo de violencia social

Marcelo A. Moreno, diario "Clarín" (Buenos Aires, Argentina, 12 de Junio de 2001)

La inseguridad convirtió a Buenos Aires y al conurbano en espacios de "alto riesgo". Algunos proponen la destrucción del síntoma, pero a través de la violencia habla la enfermedad de la exclusión social

El Tano Ricardo Bonaventura era íntimo amigo de mi íntimo amigo El Húngaro. Era un tipo macanudo, de esos hechos desde abajo, inteligente, vivísimo, simpatiquísimo, el alma de toda fiesta, cantor aficionado, experto en incomodar a las damas con el relato de las curiosidades y prodigios de su especialidad: era urólogo. El lunes 14 de mayo El Tano fue a retirar una serigrafía de un taller en Ciudadela. Cuando quiso subir o subía a su auto, tres tipos se le vinieron encima. Le pegaron dos tiros, uno en la espalda. Murió ahí nomás. Chau Tano. Hoy la vida sale muy barata en Buenos Aires.

Hace diez, quince años los porteños nos compadecíamos de los habitantes de Nueva York, de Caracas o Río que se atrincheraban en sus casas y vivían sometidos a una especie de toque de queda a partir de las primeras sombras de la noche. Nos ufanábamos de la seguridad de Buenos Aires, la ciudad que nunca duerme. Algo muy fuerte pasó en el medio.

Hoy, los que habitamos Capital y el conurbano vivimos alertas. Porque andar en un coche importado es peligroso. Pero también ir en cualquier auto es peligroso. Y subirse a un taxi es peligroso. Y vivir en una casa es peligroso. Y andar con plata encima es peligroso. Pero también llevar muy poca plata es peligroso, porque te matan de bronca. Y salir de un cajero automático es peligroso. Y llevar una tarjeta de cajero es peligroso. Y llevar una tarjeta de crédito es peligroso. Y tener un comercio a la calle es peligroso. Y estar en una farmacia es peligroso. Y estar en un restaurante es peligroso. E ir a un supermercadito de barrio es peligroso. Y entrar el coche al garaje es peligroso. Y entrar o salir de una casa o un departamento es peligroso. Y parar en un semáforo de noche es peligroso. Vivir se ha convertido en una sofisticada estrategia para sobrevivir. Porque algo muy fuerte -y muy feo- pasó en el medio y la vida sale muy barata en Buenos Aires.

LAS NUEVAS ALARMAS

Vayamos a las encuestas. Hace diez, quince años, las preocupaciones de los argentinos estaban encabezadas por la desocupación, la deuda externa, los bajos salarios, el estado de la salud y la educación públicas y la situación penosa de los jubilados. En los últimos años, de manera creciente se ha instalado la inseguridad en esa nómina y ahora suele liderarla, especialmente entre los habitantes de las grandes ciudades.

Este desgarrador discurso de la violencia que irrumpe, interrumpe, para redundar, violentamente, nos habla de la otra cara del fenómeno, la otra propuesta: la violencia como síntoma, como signo y estigma de una enfermedad social.

La consolidación de un modelo de exclusión social que castiga con una virulencia feroz a los pobres condenándolos, para siempre y sin opciones, a condiciones terribles de vida, mientras miran por la calle o por televisión o en las revistas lo bien, lo lujosamente requetebién que la pasan los que el sistema sí integra, estimula esta nueva violencia extrema y demencial. Una violencia que encarna a sangre y fuego el discurso del odio y la desesperación.

Por eso quizá las páginas policiales hoy nos hablan más de la sociedad en que vivimos que las de política o incluso las de economía. Y, seguro, con más elocuencia, con impresionante elocuencia. Nos hablan de una sociedad inmersa en un agudo, precipitado e irreflexivo proceso de latinoamericanización -para usar una palabra inexistente y terrible-. Es decir, la Argentina tradicional, fruto loable de la inmigración, la educación laica y obligatoria, la movilidad social, el peronismo distribucionista, el industrialismo, con una potente, culta y dinámica clase media era el país al sur del río Grande más parecido a los europeos. Esto lo reconocían los visitantes y lo notábamos nosotros no bien saltábamos el charco. Lo era por logros, pero también por carencias: no contaba, por ejemplo, con una pobreza extrema -hambre inexistente en el país de los alimentos- y tampoco con la inseguridad que campeaba en la mayoría de las capitales latinoamericanas. Las páginas policiales nos informan día a día con flamante contundencia que eso se terminó. Hoy Buenos Aires se parece más a Sao Paulo que a París, a Bogotá que a Berlín, a Caracas que a Madrid.

Y con la instalación de la inseguridad, se abre otra polémica, entre los garantistas que buscan tratar sus orígenes sociales y los profetas de la mano dura que predican el gatillo fácil. Se trata de un debate que recién empieza y en el que los defensores de la represión sin contemplaciones llevan la delantera: Ruckauf ganó una elección con la consigna de "meter bala" a los delincuentes, se elevaron las penas, ya no hay dos por uno para los presos y gana poderes la Policía. Es decir, se castiga con dureza los efectos del fenómeno. Y no es que no haya que hacerlo. Pero tampoco es cuestión de olvidar las causas. Y éstas resultan tan nítidas como desoladoras.

Lo que quiero decir es que mientras el bebé que ayer nació en La Cava o en Fuerte Apache tenga como único horizonte la violencia familiar, los abusos más siniestros y diversos, el semianalfabetismo, el alcohol, el pegamento, la desocupación, el sufrimiento constante, brutal, desesperante de un auténtico condenado de la tierra y nadie haga nada por él, ningún Estado u organización lo asista, lo ayude, lo alivie es muy difícil que yo pueda andar tranquilo por Buenos Aires.

¿DERECHOS Y HUMANOS?

Y si bien es cierto que la impunidad es incitadora y no hay ninguna duda que al delito hay que castigarlo, conviene recordar, a la hora de otorgarle más poderes a la Policía frente a los ciudadanos, que la Argentina ya se ha distinguido sombríamente del resto del mundo por lo que ha hecho con los derechos humanos. Muchos miembros de las fuerzas de seguridad se han mostrado eficaces hasta el espanto a la hora de torturar, fusilar, aplicar la ley de fuga, arrojar gente viva de aviones, hacer desaparecer personas, niños y ancianos incluidos.

La discusión es compleja, las soluciones no son fáciles y la magia está ausente sin aviso. Lo único que depara este horizonte sin certezas es el círculo diabólico de la desesperación: está desesperado de futuro el chico de 15 que, drogado, va a asaltar al quiosquero de Morón y está desesperado de hartazgo y de terror el comerciante que lo espera armado hasta los dientes.

Parafraseando al historiador Eric Hobsbawm: no puedo dejar de odiar al tipo que me asalta y juega con mi vida; pero tampoco puedo dejar de aborrecer y despreciar a la sociedad que lo ha hecho posible.