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Socialismo de dos velocidades

Jorge Gómez Barata

Temerle hoy al socialismo es como temerle a la penicilina y relacionarlo con el estalinismo, el ateismo o las imposiciones estéticas es muestra de un primitivismo político que avergonzaría a Atila.

Si Carlos Marx reviviera en la Europa occidental actual, seguramente se dedicaría a la defensa de los emigrantes, que es allí la tarea más revolucionaria del momento. Casi todo lo demás a lo que él aspiró se ha conseguido, excepto que los obreros no han tomado el poder político, cosa que parece no interesarles.

Desde 1789 cuando la burguesía francesa desbancó a la nobleza y luego en 1917, momento en que los rusos echaron al zar, no hubo en Europa más revoluciones sociales. La razón es muy simple: no las necesitaron. El capitalismo europeo, lo mismo que el de Canadá, Australia y Nueva Zelanda, e incluso de Estados Unidos, se modernizó y sobre todo, no actuó contra sus propios pueblos.

Para ganar más dinero, los empresarios europeos y norteamericanos, apoyados por los gobiernos, optaron por el desarrollo, la introducción de la ciencia y la técnica, la calificación de la fuerza de trabajo que aumenta la productividad y permite una redistribución más apropiada de la riqueza social por medio de los salarios y la aplicación de legislaciones laborales y políticas sociales avanzadas.

No se trata de que cesara la explotación capitalista, sino de que se hizo más “placentera”, se terminaron los devastadores conflictos sociales, casi cesaron las grandes huelgas y, aunque nadie se lo propuso, las clases sociales sin llegar a desaparecer, atenuaron sus contradicciones y el Estado, que no se extinguido, como preconizó Engels, se replegó y, tal como sostuvo Lenin, se dedicó a recaudar impuestos que es lo que mejor sabe hacer.

Todo ocurre según el guión anticipado por Carlos Marx, quien partiendo de la economía política inglesa, la filosofía alemana y el socialismo frances, con el auge capitalista y la miseria de la clase obrera a la vista, mediante una serena reflexión teórica, advirtió que el crecimiento económico sin justicia social, dinamita la estructura social.

La advertencia no cayó en oídos sordos. Los alertados capitalistas aprovecharon los lucros aportados por los propios trabajadores, más lo entregado por las oligarquías tercermundistas, para financiar políticas sociales que frenaron la depauperación de sus sociedades, tarea que se convirtió en el principal cometido del Estado.

Nada de eso ocurrió en América Latina donde las oligarquías, egoístas, primitivas y reaccionarias, trataron de aumentar sus ingresos, no con el desarrollo del país sino mediante el saqueo y en lugar de proteger los recursos naturales y usar sus beneficios para el progreso que produce mayores ganancias, se conformaron con las migajas otorgadas por las transnacionales, suficientes para su enriquecimiento, pero insuficientes para los países.

Lo verdaderamente extraño es que en el siglo XXI, cuando la ilustración impone sus reglas y en todas las clases de la sociedad, incluyendo las acomodadas, las capas medias, los ejércitos y los partidos tradicionales existen elementos capaces de comprender los procesos históricos pasados y presentes, las oligarquías se comporten de un modo tan retrogrado que las hace conspirar contra ellas mismas.

Chávez, Evo Morales, Correa y otros líderes latinoamericanos no necesitaron aprender marxismo ni asumir sus doctrinas, tampoco necesitan procesar las experiencias históricas fallidas, les basta el sentido común, la nobleza que los hace solidarios y el valor que en América Latina se requiere para ser políticamente honesto.

Las consignas del momento: socialismo del siglo XXI, según Chávez, “Cambio de Época” como sostiene Correa y refundación de Bolivia a lo Morales, son variantes de desarrollo con justicia social que en América, donde llevamos 150 años de atraso, apremia por cuotas más altas y una marcha más acelerada.

La oligarquía latinoamericana esta advertida: se suman o las restan. Las revoluciones democráticas en marcha no necesitan radicalizarse, quienes se radicalizan son los oligarcas.

Evo, Chávez y Correa son hombres de paz, ninguno propone ni desea la violencia, quieren a las masas integradas y participando, asumen las riquezas nacionales como un patrimonio de las naciones y usan el Estado para luchar por el bien común. Ellos lo saben: cuando no hay otra alternativa, la justicia social hay que imponerla.

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