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Argentina: Neoliberalismo, utilitarismo y crisis del Estado-nación capitalista

Guido Galafassi

Introducción

En los últimos años, la Argentina intentó ser nada más que un "predominio del mercado", quedando relegado cualquier intento de construcción de alguna forma de Estado-Nación consolidada, estructura típica de la modernidad capitalista. Es que la así llamada "democracia de mercado" quiso constituirse como la "etapa superior del capitalismo", la cual, según los ideólogos de la doctrina neoliberal y posmoderna dominante durante los años ochenta y noventa, aseguraría el mejor estadio al cual las comunidades modernas pueden aspirar[1]. El fracaso de esta tesis, que ignora determinaciones básicas del capitalismo, es más que obvio a la luz de la profunda crisis que desembocó en la rebelión de 2001. Es que la contradicción capital/trabajo y regulación/planificación - libertad de mercado es llevada al extremo por el neoliberalismo, y de ahí su crisis y su insostenibilidad.

Sin dudas que este proceso parecería ir en consonancia con lo recientemente sostenido por Toni Negri y Michael Hardt en Imperio, en el sentido que el Estado-Nación no es ya el sujeto del desarrollo mundial capitalista, que está siendo reemplazado por el mercado global en el cual las naciones tenderán a diluirse. Es decir que se produce una transferencia esencial de soberanía del Estado-Nación al mercado global. Pero para el caso argentino en particular y el latinoamericano en general, lo que sobresale es una serie de particularidades vernáculas tanto del contexto latinoamericano como de la propia especificidad argentina en este contexto, por lo cual el proceso adquiere rasgos específicos que no están exactamente reflejando la tesis de Negri. Por un lado, las elites políticas y económicas argentinas valiéndose del propio Estado (junto a las grandes mayorías populares que acompañaron el proceso) fueron los artífices y creadores principales de esta nueva configuración. Y por otro, aunque necesariamente articulado con lo anterior, es imposible desconocer la existencia del contexto histórico de dominación geopolítica en las Américas que nutre las distintas realidades nacionales[2]. El proceso de limitación -y relativa destrucción- del Estado-Nación en la Argentina fue y es realizado desde la propia existencia de este Estado-Nación, pero en un contexto de claro dominio de la clásica política imperialista de los Estados Unidos[3]. Así, en lugar de remplazar imperialismo por imperio, sería quizás más adecuado articular imperialismo con imperio[4], para explicar la complejidad de la realidad argentina. Pero sigamos con la tesis de la Argentina como predominantemente un mercado.

La Argentina es la hija dilecta y el resultado perfecto del utilitarismo-mecanicista liberal (devenido en las últimas décadas en "neoliberalismo") donde los actores fundamentales son los individuos atomizados de la teoría microeconómica neoclásica, y la norma fundamental, la suprema ley del "libre juego de la oferta y la demanda". Que algunos de los actores atomizados concentren casi todo el poder, lo que les permite imponer las reglas "libres" de la oferta y la demanda y el resto (la inmensa mayoría) solo puedan esperar las migajas sobrantes (reflejado en la teoría del establishment de "la copa que derrama") es solo un detalle "transitorio pero necesario", según las múltiples y abundantes miradas de los intelectuales, gestores y creadores del modelo (sean neoliberales, populistas, socialdemócratas agiornados o intelectuales ex-"progresistas" devenidos hoy en inciertos posmodernos). Este pequeño detalle "transitorio y necesario" en relación a la fuerte concentración de la riqueza, es explicado como la demostración del premio recibido por aquellos actores exitosos en el mercado (emprendedores), ejemplos a imitar por el resto; pasando intencionadamente por alto el hecho que una economía de mercado se basa en la desigualdad y la libertad de empresa sustentada en esta fuerte desigualdad. Esta es la ley de hierro, nunca declarada obviamente, que rige la distribución fuertemente regresiva de las riquezas bajo el neoliberalismo[5], una vez desaparecidos los mecanismos de regulación y redistribución capitalistas inspirados en la estrategia keynesiana. Pero el caso argentino es doblemente grave, no solo por la profunda injusticia y falacia en la que se basa la teoría del derrame, sino porque en nuestra economía altamente transnacionalizada y con un mercado de capitales de apertura extrema, este derrame es, incluso, sacado permanentemente fuera del sistema (vía, por ejemplo, fuga de capitales y remesa de dividendos al exterior sin reinversión), con lo cual no quedan migajas para repartir. La incautación de depósitos a plazo fijo y de cuentas a la vista perpetrada por los bancos y enmarcada legalmente por el gobierno nacional en 2001, es solo uno de los conocidos y más llamativos ejemplos de este proceso.

Es importante destacar desde un principio que este proceso de construcción de "predominio de mercado" se viene desarrollando desde 1983 en un contexto "democrático", pero que tiene sus antecedentes en la dictadura militar que gobernó al país entre 1976 y 1983. Esto no constituye solo un detalle en la cronología histórica, sino que, por el contrario, está marcando el frágil y confuso límite que existe dentro del capitalismo entre democracia y autoritarismo, lo que indica una vez más la falsedad de las tesis que separan política de economía.

La concepción utilitarista de la sociedad

La Argentina ha sido una demostración cabal y concreta de la concepción utilitarista de la sociedad en tanto imperio del individualismo extremo y la justificación de la democracia representativa a través de la máxima felicidad para el mayor número posible de individuos (esto implica que no es para todos y, más aún, ni siquiera para la mayoría) como supuestos fundantes del mercado. Aquí puede verse la aplicación a rajatabla de la noción de vida privada de Benjamin Constant, que es una clara expresión del individualismo llevado al máximo, pues el individuo no debe tener ninguna presión para participar de la vida política de la comunidad[6], es decir que debe dedicarse solo a su vida privada, la cual está regida por la doctrina de la libertad de empresa y de la propiedad privada. Ni más ni menos, estas premisas terminarían por implantar una situación muy similar al "Estado de naturaleza" de Hobbes, donde prima el individuo aislado y egoísta que lleva indefectiblemente a la guerra de todos contra todos. Pero lo más grave de todo esto, es que con la actual situación de mercado moderno, la guerra sería de algunos contra todos los otros y no de todos contra todos, porque a diferencia del modelo hobbesiano, en la sociedad actual de mercado no existe la igualdad e incluso ésta no es deseada.

El liberalismo histórico se compone de individualismo + libertad económica + desigualdad[7] + competencia que se expresa materialmente en la noción de mercado[8], y para imponer este modelo hizo falta la emergencia de un Estado-Nación, basado en criterios racionales, que defendiera los intereses en pugna de las nuevas clases burguesas emergentes en contra de los mil años de feudalismo con dominio absoluto de la nobleza y la religión[9]. Este Estado-Nación que tiene sus inicios en el absolutismo de finales del medioevo, surge como una estructura con vital e importante fortaleza, necesarias para imponer el nuevo orden ligado a la modernidad. Es interesante acotar aquí, tal como lo sostiene I. Wallerstein (1991) entre otros, que la Revolución Francesa constituye sin dudas un punto de inflexión, pues logró difundir ampliamente la creencia de que los cambios políticos son algo normal y no excepcional y que la soberanía de los estados reside no en un soberano dictador, sino en el pueblo como un todo. De aquí la idea moderna de Nación y la importancia de la política como proceso en donde se construye el modelo de sociedad. Al ir consolidándose las ideas liberales, herederas directas tanto del iusnaturalismo como de la ilustración, el Estado fuerte (y la política como proceso de cambio) comienza a ser cuestionado dado que limitaba precisamente el libre juego de los componentes del mercado (y su estabilidad), naciendo así la clásica premisa liberal de un Estado mínimo, pero nunca ausente, por cuanto seguía siendo necesario para imponer y regular el nuevo modelo.

A mediados del siglo XIX surgen las ideas socialistas y se perpetúan por la mayor parte del siglo XX, logrando consolidarse en la conformación de estados pretendidamente socialistas pero que sin embargo solo terminaron disputando geopolíticamente con el liberalismo. Ante esta oposición de "estados socialistas", el liberalismo responde posponiendo su propuesta de máxima de reducción del Estado al mínimo, y comienza a constituir un modelo capitalista con una importante presencia de un Estado regulador de las contradicciones e intervencionista, surgido al amparo del fordismo y las teorías keynesianas. Hacia fines del siglo XX, con la decadencia y colapso de la mayoría de los regímenes autodenominados socialistas, el liberalismo, bajo el nuevo mote de neoliberalismo, reinicia su prédica contra el Estado, para imponer al mercado como pilar único de la modernidad capitalista, reduciendo incluso la importancia de la idea de Nación. De esta manera, se puede volver a la ecuación inicial de individualismo + libertad económica + desigualdad + competencia = mercado, con la diferencia de que el Estado y el Estado-Nación (como conjunción político-económica-cultural) ya no es tan necesario, por lo tanto se puede comenzar a liberar el camino para su reducción y liquidación. Pero este proceso que viene ocurriendo en forma gradual y lenta en los países centrales (que se explican por la propia historia de construcción del Estado-Nación), tomó una fuerza mucho mayor en los países periféricos, y de éstos, la Argentina representó claramente la vanguardia, al ser el mayor caldo de cultivo del desencanto posmoderno (que encontró en la mayor parte de los intelectuales[10] una gran acogida) y el individualismo extremo neoliberal que llegaron claramente a su apogeo de la mano del peronismo liderado por el ex presidente Carlos Saúl Menem.

Es importante resaltar aquí el rol fundamental que juegan los sectores dominantes de la economía en los sistemas neoliberales. Justamente el "consenso neoliberal" pugna por librarse de la "política", que representa solo un resabio de las "viejas" sociedades capitalistas de tipo socialdemócrata o populista. La política, en su máxima representación dada por el Estado, solo ocasiona molestias para el dogma neoliberal (lo cual evidencia la incapacidad del neoliberalismo para comprender al capitalismo), porque quién, sino el Estado, es el único capacitado para regular y controlar los procesos de acumulación y de distribución de la riqueza en una economía capitalista. Esto es precisamente lo que realizó el Estado durante la fase de "economía de bienestar" en los países centrales y su cuasi-equivalente en América Latina como fueron las diversas expresiones del populismo[11] (con las obvias diferencias de niveles de desarrollo tecnológico, producción y distribución de la riqueza, fortaleza y eficiencia de Estado, etcétera, entre unos y otros). Pero al surgir el consenso neoliberal, el así llamado "Consenso de Washington", el Estado-Nación, es decir la política y la cultura social asociadas al modelo económico capitalista, comenzó a ser horadada cada vez más libremente por las fuerzas del mercado. Este intento de "aniquilamiento" del Estado-Nación fue sin dudas mucho más fácil en América Latina que en los países centrales, dada la debilidad del mismo en nuestro continente.

El liberalismo en la Argentina

En este contexto, la Argentina es indudablemente uno de los mayores experimentos neoliberales de la periferia. Ideado por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, fue ejecutado por los grupos económicos locales y extranjeros con el auxilio de los partidos políticos tradicionales que detentaban el poder del Estado. A juzgar por las multimillonarias ganancias de los grandes capitales fugados al exterior[12] y por el aumento constante de la exclusión social y la pobreza, el éxito del modelo (medido con sus propios parámetros) fue contundente. A pesar de la impresión mayoritaria en la población durante la década del noventa (aunque el abrumador porcentaje de votos obtenido por Mauricio Macri en 2003 refleja que esta tendencia sigue en la actualidad) en relación a que la política es la causa principal de la crisis argentina (lo que demuestra de alguna manera el éxito neoliberal, esta vez gracias a los grandes medios monopólicos de comunicación sin excepción), los grandes capitales son los que llevaron adelante este proceso, utilizando, efectivamente para esto, al Estado en poder de los partidos políticos tradicionales o a fracciones de éstos. De la utilización de la política tradicional por el capital, y viceversa, surge en consecuencia el gran proceso de corrupción en el sistema de gobierno argentino en sus diversos niveles territoriales. No es necesario volver a decir una vez más que, por ejemplo, las grandes multinacionales que en sus países de origen se comportan de acuerdo a determinados valores éticos y legales, obligados, por cierto, por el contexto de un Estado de derecho relativamente regulador, adoptan en la periferia otras conductas ligadas en muchos casos a mecanismos de corrupción tanto económicos como políticos (el caso IBM - Banco Nación resulta más que claro al respecto). Pues estas conductas, más difíciles de llevar adelante en los países centrales, son altamente funcionales a la persecución de máximas ganancias (objetivo este casi excluyente en una empresa dentro de una lógica de mercado). Esto permite, a su vez, que los grupos políticos tradicionales también se monten en un sistema de corrupción autóctono, con tal que no interfiera (y por el contrario favorezca) este nivel extraordinario de ganancias.

De esta manera, el neoliberalismo ha llevado al capitalismo en la Argentina a su máxima expresión, ha convertido en mercancía a la única categoría que en las sociedades modernas todavía no había sido mercantilizada (o por lo menos no en su gran proporción), es decir que ha terminado por convertir en forma absoluta a la política en una mercancía más, en un bien tanto con valor de uso como con valor de cambio. Hoy el capital no compra votos, sino que compra a los resultados de esos votos. Como se dijo más arriba, la política y su manifestación material, el Estado, han venido cumpliendo en las sociedades modernas un rol hegemónico en tanto herramientas para la construcción del mercado. Una vez que el mercado está consolidado y sin ninguna clase de oposición importante (caída del muro de Berlín mediante), el Estado y la política ya no son tan útiles como tales, y se convierten, por lo tanto, en lo único posible de digerir en un régimen capitalista, es decir en una mercancía más. Y si la política y el Estado se convierten en mercancía, el Estado-Nación, en tanto sostén no mercantil del mercado, deja de tener un sentido relevante, ya que ahora todo es un gran mercado y los diferentes objetos, solo diferentes tipos de la misma especie, las mercancías[13].

En el siglo XIX fue, paradójicamente, el propio liberalismo argentino, de la mano de las fracciones unitarias, quien terminó imponiendo el proyecto de construcción de un Estado-Nación instalando la excluyente disyuntiva entre "civilización y barbarie", donde justamente la construcción de una nación liberal "civilizada" inserta en el contexto mundial en términos de las ventajas comparativas dadas por la dotación de recursos naturales del territorio argentino, ponía fin a décadas de luchas y conflictos entre grupos de poder, de fragmentaciones territoriales y de incapacidad para unificar criterios que permitieran consolidar una nacionalidad. Las Bases de Alberdi, junto a las ideas de Sarmiento y Mitre fueron el fundamento del sistema constitucional argentino y de los principios económicos sobre el cual se asienta. De esta manera, al incorporarse la Argentina al mercado mundial se convertía en un claro ejemplo de aplicación de las teorías librecambistas clásicas. Pero es imposible negar ciertas particularidades en la aplicación del modelo que lo convirtieron en un exponente marcadamente diferente al aplicado en otros países, pues el Estado jugó un rol mucho más importante que el que había sido determinado por los economistas clásicos. Al casi no existir mercados locales o regionales de cierto peso, como en muchas de las naciones ya industrializadas, el desarrollo económico argentino hacia fines del siglo XIX se realizó a partir de la integración del país a la economía mundial, y para esto el Estado jugó un papel fundamental. Buena parte de las obras de infraestructura y de las primeras líneas ferroviarias estuvo a cargo de la iniciativa estatal, a pesar que, una vez rentables, fueran transferidas a capitales privados. Buena parte del capital extranjero invertido en la Argentina entre 1880 y 1930 estuvo formado por préstamos gubernamentales, ya sea a nivel nacional o provincial.

La participación estatal fue clave para financiar la mayor parte de las importaciones en las dos últimas décadas del siglo XIX, así como las importaciones de origen norteamericano en la década de 1920, todas importantes para complementar el mercado interno de productos que acompañó al modelo agroexportador (Rapoport, 1988). Si hasta aquí los capitales privados se hicieron cargo solo de las actividades rentables una vez que el Estado generaba las estructuras económicas para su desarrollo, es a partir de la crisis de 1930 cuando definitivamente se pone en evidencia el rol del Estado en la definición y la construcción de la economía argentina (como en toda economía capitalista), ante la evidente debilidad del mercado para asegurar una salida al modelo agroexportador en extinción. Pero esto no implicó un cambio de los sujetos sociales que llevarían adelante el proceso de acomodamiento a la nueva situación internacional. Por el contrario, son los propios sectores conservadores de la más pura raigambre liberal en lo económico quienes, entronados en el gobierno, llevaron adelante desde el Estado la puesta en marcha de políticas intervencionistas con el exclusivo objetivo de salvaguardar sus propios intereses amenazados por la crisis mundial. Dejando a un lado la discursiva ortodoxia liberal, llevaron adelante una política proteccionista en el frente externo e interviniendo desde el Estado en casi todas las esferas de la actividad económica en el frente interno. Así, no fue ni el radicalismo ni el peronismo posterior quienes impulsaron las políticas donde el Estado comenzaba a asumir una participación sumamente destacada en el desarrollo económico del país, sino que por el contrario fueron las clases dominantes conservadoras en lo político y liberales en lo económico quienes tomaron la iniciativa. Es que por detrás de todo apego a una ideología, estuvo siempre el instinto pragmático de supervivencia como clase hegemónica (pragmatismo inherente, por cierto, a toda lógica de mercado). Pero estas idas y venidas al son del contexto internacional nunca terminaron de consolidar un proyecto estable, pero sí fueron marcando un camino de construcción inconcluso de un Estado-Nación moderno y unificado, pero en el cual, a diferencia de los países centrales, las contradicciones de clase nunca se resolvieron a partir de la atenuación y la regulación del régimen de explotación (salvo en contados períodos, como por ejemplo bajo el primer peronismo), sino que se dejaron fluir libremente ante clases dominantes que nunca estuvieron dispuestas a ceder ni un solo ápice de su poder. Todo este proceso de lucha entre clases y disputa de hegemonía se dio en forma articulada con el proceso de creciente expansión de las instituciones democráticas representativas, partiendo de formas restrictivas del voto y fraude electoral para llegar recién a mediados de siglo XX al voto universal. La crisis actual de máxima desigualdad, explotación y exclusión social se da en un contexto de amplio desarrollo de las formas democráticas representativas, por lo cual cualquier correlación simplista que intente explicar la desigualdad social a partir de la ausencia de democracia cae indudablemente en un grave error.

A fines del siglo XX (y en pleno proceso de renovación democrática posdictadura de los años setenta), el nuevo (neo-) liberalismo volverá a sus fuentes, y conducirá al proyecto nunca concluido de Estado-Nación por un camino de "reconstrucción" de lo actuado desde los años treinta, licuando todo vestigio de unificación bajo las banderas modernas de la nacionalidad e imponiendo la fragmentación social, la supremacía individualista basada en la competencia (con un fuerte paralelismo con el darwinismo social en el sentido de lucha extrema por la existencia) y la identificación cultural bajo los auspicios del ya célebre dictamen de Mandeville "vicios privados, virtudes públicas"; en tanto es el egoísmo personal expresado a través de la intervención individual en el mercado el que llevará al conjunto de la sociedad por un camino de felicidad, paz y armonía. La actual situación económica, social, política y cultural de la Argentina es una clara muestra de la falacia de este tipo de argumentos, llevados adelante por la clase social beneficiada por este modelo. Así, mientras el Estado-Nación fue funcional para la constitución del mercado capitalista, logró el primero un rápido camino de consolidación, mientras que en los años noventa, cuando el mercado ha llegado a su etapa de "madurez" -según la miope interpretación de la ortodoxia neoliberal-, se desprende del lastre estatal para intentar continuar su camino sin limitaciones de ningún tipo. El Estado y la política ya no eran consideradas útiles, por lo cual se convirtieron en los enemigos del mercado. El actual gobierno del peronista Néstor Kirchner parecería querer introducir algunas modificaciones en esta tendencia, a partir de reintroducir tibiamente ciertas regulaciones desde el Estado, pero ciertamente sin llegar a generar un cambio sustancial del modelo político-económico neoliberal. Podríamos decir que hay un intento de reconstrucción "simbólico-discursiva" del Estado-Nación pero dentro de la matriz estructural del neoliberalismo.

El proceso de liquidación del Estado-Nación y la consecuente crisis capitalista

La limitación-destrucción del inconcluso proyecto de Estado-Nación capitalista en la Argentina comenzó sin dudas con la última dictadura militar (1976-1983), la más sangrienta de la historia con 30.000 personas desaparecidas y con la gestión de Martínez de Hoz como ministro de economía. Pero no podemos negar que esta dictadura contó con un importante consenso en los distintos sectores de la población y que su final solo llegó con la fallida aventura militar en las Islas Malvinas. Los gobiernos democráticos que vinieron luego de esta dictadura profundizaron la reducción-destrucción de este Estado-Nación y terminaron consolidando la construcción de la Argentina como predominantemente un "mercado".

La estrategia utilizada desde el poder (económico, político y mass-mediático) se inscribe en lo que algunos llaman la ideología "posibilista" (Pucciarelli, 2002), en donde la democracia altera el significado tradicional de la política como expresión y forma de resolución del conflicto social y lo transforma en una nueva fuente generadora de frenos y obstáculos a la política vista como canalizadora del conflicto social. Así, el posibilismo se asume a partir de un mensaje apocalíptico que utiliza la amenaza y la extorsión, logrando de esta manera reducir los horizontes de cambios posibles y produciendo impotencia ante la amenaza constante de la ingobernabilidad y el caos social con sus secuelas de miseria y violencia incontrolables. Paradójicamente, la miseria y muchos signos de violencia incontrolables se han ampliamente desarrollado como consecuencia de la aplicación de políticas neoliberales, pero ante esto, los ideólogos del mensaje posibilista solo tienen como respuesta más neoliberalismo y más posibilismo, ignorando intencionadamente las causas del actual caos social. De más está decir que las grandes mayorías que votaron al peronismo con Menem como candidato creyeron amplia e ingenuamente en este discurso posibilista, legitimando de esta manera las políticas impuestas a partir de los mecanismos formales de la democracia representativa. Este proceso demuestra a las claras las profundas limitaciones que posee este modelo de democracia que solo funciona como complemento legitimador de las reglas del mercado capitalista.

Pero la "fiesta" neoliberal basada exclusivamente en la rapiña económica fue llegando a su fin[14]. El pago de los intereses de la deuda fue creciendo en forma exponencial de modo que buena parte de los recursos públicos estaban destinados a ello (cfr. Gigliani, 2002), las inversiones del exterior se fueron agotando (crisis del Tequila y del Sudeste Asiático mediante), la fuga de capitales y ganancias de los grandes grupos económicos locales y extranjeros crecía día a día, la pobreza y la exclusión de amplios sectores de la población aumentaba rápidamente y la corrupción en los gobiernos nacionales y locales era una noticia cotidiana. Esto habla claramente de la contradicción existente en el capitalismo entre la maximización inmediata de las ganancias y el mantenimiento en el tiempo del sistema de explotación, como una de las facetas o variantes de la clásica contradicción entre capital y trabajo que lleva a las crisis de sobreproducción. Es que dejando al mercado que actué solo, sin regulaciones, se permite, como evidentemente ocurrió en la Argentina, que el capitalismo en su desenfrenado proceso de incrementar utilidades termine socavando los recursos (económicos, humanos, etcétera) que permiten continuar a lo largo del tiempo el proceso de explotación. Y es precisamente el Estado-Nación, a través de sus mecanismos de regulación y control, quien posibilita mantener a largo plazo un sistema de obtención de plusvalor. La crisis devenida hacia el final de la convertibilidad puede ser explicada precisamente a partir de estos conceptos.

El posterior gobierno provisorio de Eduardo Duhalde puso fin, de manera abrupta, a la convertibilidad, de tal manera que solo profundizó el proceso de explotación del capital sobre el trabajo, pero con la variante de iniciar un proceso de reacomodación de los sectores dominantes de la economía dentro del nuevo esquema productivo posdevaluación. El actual gobierno de Kirchner, a pesar de algunos tibios cambios iniciados a nivel político-institucional y en materia de derechos humanos, ha variado en poco o nada los lineamientos generales que rigen la ya larga crisis que el capitalismo argentino viene padeciendo, piloteando solamente las "bondades" temporarias de la posdevaluación, por lo que sigue sin resolverse el agotamiento del modelo neoliberal de rapiña económica[15], y sin resolverse, en consecuencia, la contradicción planteada entre un capitalismo (con Estado mínimo) que maximiza ganancias socavando sus propias fuentes de recursos y un capitalismo (con Estado fuerte) que prioriza la sustentabilidad en el tiempo de su propio sistema de explotación.

Democracia y mercado

Es importante entonces aquí, detenerse en las contradicciones profundas y originarias existentes entre "democracia" y "mercado". Para empezar, vale señalar la incompatibilidad intrínseca existente entre la lógica de funcionamiento de la democracia, aún aquella tan imperfecta implantada en el capitalismo, y la lógica de funcionamiento del mercado. El concepto y la práctica de la democracia, por elemental que sea y más allá de sus múltiples variantes, remite siempre a un modelo ascendente de organización del poder social. Sobre la base del reconocimiento de la absoluta igualdad jurídica y la plena autonomía de los sujetos constitutivos del "demos", el poder social democrático se construye de abajo hacia arriba (Bobbio, 1976). Las variantes históricas respecto a las formas de construcción y exclusión e inclusión en el demos son múltiples, pero sin embargo en todas ellas existe un proceso de participación pública que parte de la base y que (ya sea en forma directa o mediada por diferentes sistemas de representación y delegación) culmina en la constitución de la autoridad política. Los criterios de construcción del mercado son, por el contrario, diametralmente opuestos, obedeciendo a una lógica descendente, es decir de arriba hacia abajo. Los grupos beneficiados por el funcionamiento del mercado (principalmente distintas variantes oligopólicas) son quienes tienen la capacidad de "construirlo", organizarlo y modificarlo de acuerdo a sus intereses particulares con total independencia de los intereses del conjunto. Los actores que concentran en la cúspide del mercado no solo tienen el poder, sino que éste proviene exclusivamente de su posición de hegemonía y de su posición en la parte superior de la pirámide. Y la base solo representa su campo de acción a partir del cual acumular y así legitimar su predominio. De esta manera, las pretensiones de igualdad e inclusividad propias del orden democrático son por completo ajenas a la práctica del mercado. Este requiere de compradores y vendedores, los que en ningún caso son iguales.

De la conjunción de democracia representativa con reglas de mercado en las actuales sociedades capitalistas se ha llegado a procesos de articulación realmente deformantes de la lógica democrática originaria. Pues el funcionamiento democrático en las sociedades de mercado implica el manejo de todo un abanico de técnicas manipulatorias y propagandísticas, de manejo de la opinión pública, de construcción de imágenes ficticias, metodologías que son particulares de la lógica de mercado, pero que en última instancia demuestran la necesidad de cualquier tipo de democracia de apelar a la opinión del pueblo para construir su poder, lo cual ni remotamente existe en el mercado, salvo en tanto consumidores. Por supuesto que estas prácticas degradan a tal punto la lógica democrática que la instalan en la antesala de su propia negación. Es precisamente esto último lo que ha ocurrido a partir de la "victoria" neoliberal, con su lógica de mercantilizar hasta el último resquicio de transacción social. Es decir que, además de la creciente y mass-mediática globalización de los mercados, se registra en la actualidad, y a partir de la radical reestructuración económica y social precipitada por la crisis del keynesianismo, un proceso de inédita mercantilización de la vida social, por la cual casi la totalidad de ésta ha sido redefinida en términos de mercado[16], lo cual alteró fuertemente el relativo equilibrio existente entre mercado, Estado y sociedad en el mundo capitalista del siglo XX, generando un crecimiento desorbitado del primero en desmedro de los otros dos (Therborn, 1997). Como resultado de este apabullante avance del mercado, las sociedades latinoamericanas, pero en particular la Argentina, han visto producirse un ostensible achicamiento de los espacios públicos en general, gracias al gradual corrimiento de las fronteras entre lo público y lo privado en beneficio de este último, amparado bajo el discurso de la modernización y la reconversión, por cuanto lo público era visto como sinónimo de atraso e ineficiencia y lo privado como sinónimo de todo lo contrario. Todo esto precisamente bajo una lógica puramente mercantil (que poco entendía del necesario equilibrio entre Estado y mercado en el proceso de construcción de una nación capitalista), donde los antiguos derechos "democráticos" tales como la educación, la salud, la justicia, la seguridad ciudadana, la previsión social, la recreación y la preservación del medio ambiente son reconvertidos en remozados "bienes" o "servicios". Así, la reconversión de derechos en mercancías significa, sin más vueltas, pasar de su cualidad basada en una relativa igualdad ciudadana (que permite matizar las contradicciones del capitalismo) a una forma excluyente y restrictiva en la que el disfrute pasa a estar mediado por la capacidad económica de los sujetos para poder adquirirlos en el mercado (lo cual termina destruyendo las propias bases de sustentación del mercado capitalista). Es decir, el mercado en forma excluyente (que genera y se sustenta en la desigualdad) será quien predominantemente e incrementalmente asignará ahora los recursos solo en mérito a la ley del más fuerte: cuanto más poder económico se posea, más bienes y servicios se podrán adquirir. El crecimiento de la pobreza, la exclusión social y la creciente insatisfacción de las necesidades básicas en porcentajes crecientes de la población son el resultado inmediato, lógico y único posible de esta reconversión mercantilista. La crisis de este sistema hiper-mercantilizado es la consecuencia mediata, dado el fuerte carácter de insostenibilidad del esquema neoliberal en términos de los propios parámetros del capitalismo.

Dominación social y cultural bajo el Consenso de Washington

El desarrollo del proceso político y económico (bajo el auspicio del llamado "Consenso de Washington") de construcción de la Argentina como "predominantemente un mercado" no hubiera sido posible sin un proceso paralelo de construcción cultural que legitimara la emergencia del modelo y transformara a las reglas democráticas solo en una formalidad. Primero se produce en la Argentina un vaciamiento ideológico donde todo pensamiento crítico con base en los supuestos de comunidad y solidaridad es aniquilado. La dictadura del 76-83 no solo rompe, por empezar, con el sistema productivo y económico vigente, instalando el nuevo modelo aperturista con desindustrialización, sino que además "limpia" el campo popular con su colosal proceso de exterminio de cuanto líder, activista o militante existiera y que pudiera ofrecer resistencia a las renovadas formas de dominación. Así, la dictadura aniquila las formas de representación basadas en la solidaridad y la vida comunitaria (claramente contrapuestos con una situación de mercado), e instala renovados valores culturales e ideológicos de individualismo y egoísmo extremo ("no te metás", "por algo habrá sido", etcétera), pilares del utilitarismo liberal. Este proceso se articula fuertemente con las nuevas tendencias surgidas en el centro del sistema basadas en las ideas posmodernas de desencanto e incertidumbre, donde las tesis del hoy ya olvidado Francis Fukuyama de "fin de la historia" y "muerte de las ideologías" cuadran de manera perfecta, cual pieza faltante de un rompecabezas, en el proceso argentino de transformación neoliberal. Buena parte de los intelectuales de prestigio[17] que sobrevivieron a la dictadura adoptan en los años 80 estas tesis, justificando y hasta poniéndose del lado del nuevo gobierno radical primero y emitiendo solo fugaces y casi imperceptibles críticas al peronismo de Menem después, adhiriendo a la Alianza luego y llegando incluso a legitimar al gobierno de Duhalde a partir de reconocer la imposibilidad de actuar de otra manera dado el contexto nacional e internacional existentes (el grupo de intelectuales del así llamado Club de Cultura Socialista y la revista Punto de vista es un claro ejemplo de este proceso)[18].

Esta muerte de las ideologías que se materializa a través del individualismo y el egoísmo extremo perdura en todos los años ’80 y ’90. Así, si los sujetos de los partidos tradicionales alguna vez respondieron y actuaron políticamente en base a algún sustento ideológico, en este nuevo contexto de mercado neoliberal y fin de la historia es el pragmatismo, en cambio, lo que prima y lo que mueve a los sujetos del sistema político. De esta manera, los cotidianos actos de corrupción en todos los niveles son solo la expresión material y concreta de este pragmatismo. En una sociedad donde todo o casi todo es un mercado, todo debe comprarse y venderse, por lo tanto los sujetos políticos del sistema también tienen precio y se convierten en bienes transables[19]. Como consecuencia, los sectores dominantes de la economía que durante las tres cuartas partes del siglo XX debieron recurrir al golpe de estado militar para hacerse del poder sin interferencia e imponer así el rumbo (es decir un acto político de dominación social), cambian su modalidad y operan durante los decenios del ’80 y del ’90 directamente sobre los partidos políticos con opción de poder y "compran", cual simple mercancía, a sus sujetos individuales. Es decir, un claro acto económico, de mercado, para imponer ahora el rumbo pero sin el terrible costo que implicaba sostener una dictadura, sino, por el contrario, en las bambalinas de un sistema "democrático". Y con la ventaja, además, de la permanencia entre las sombras del verdadero poder, de tal manera que las caras visibles sigan siendo las de la política. Como corolario, cuando la población comienza, luego de varias décadas de acompañar de alguna manera este proceso, a percibir los signos concretos del deterioro material y hasta cultural, solo ve como mayoritariamente culpable al sistema político. Esto se fue corporizando primero en el voto bronca para seguir al poco tiempo en el primitivo "que se vayan todos"[20] (Galafassi, 2002). Por lo tanto, las grandes mayorías de la población encarnaron, aunque más no sea solo en forma simbólica y momentánea, la tarea de terminar de demoler al sistema político, sin cuestionar al mercado[21]. Esto coronó el largo proceso encarado por las clases dominantes para construir una hegemonía total, destruyendo todo vestigio de cualquier proyecto de sociedad solidaria e imponiendo al mercado como única y última regla para toda relación social, subestimando incluso la existencia necesaria del Estado como institución reguladora de las contradicciones.

La crisis argentina representa, entonces, la crisis del modelo neoliberal aplicado en la periferia que intentó -en contra de los principios básicos del capitalismo- incrementar abusivamente el protagonismo de las relaciones de mercado, reduciendo a su vez el rol de los mecanismos estatales de control y planificación. La contradicción básica del capitalismo hace referencia al proceso de explotación del capital por sobre el trabajo, lo que implica la destrucción misma de la propia base de sustentación. El Estado capitalista regula esta explotación de tal manera de hacerla perdurable en el tiempo y construyó para esto una serie de normas y marcos de convivencia territoriales corporizadas en la noción de Estado-Nación. Así, la tendencia inherente del capitalismo de crecimiento al infinito de los niveles de explotación es morigerada por la presencia del Estado que evita que este incremento termine en un suicidio. El neoliberalismo periférico intentó ir más allá de esta regulación, de ahí su crisis y su decadencia. El gobierno de Duhalde-Kirchner representa un tibio intento de reconstrucción de estos mecanismos de regulación, de tal manera de recuperar algún nivel de sustentabilidad de capitalismo subdesarrollado de la Argentina, a partir del rescate de algunas funciones (más simbólicas que materiales) del Estado y la más que moderada reconstitución de algunos roles de la política como instancia reguladora del mercado, pero siempre dentro del esquema neoliberal, de manera que ninguna de las dos modificaciones comprometan la continuidad del modelo. Es un intento por continuar la tendencia pero tratando de salvar sus errores más groseros (aquellos referidos a la no regulación de las contradicciones).

La enorme diversidad de movimientos de protesta que han emergido en los últimos años (cfr. Gómez, 2002), se ha entrelazado de maneras diferentes con este proceso, representando algunos de ellos un intento de superación del capitalismo mientras otros llevaron adelante una lógica de reconstrucción del Estado-Nación sobre bases más igualitarias de redistribución de la riqueza. La rebelión urbana de diciembre de 2001 fue la expresión clara de la crisis neoliberal por cuanto la profundización de la contradicción básica llegó a niveles insostenibles. Más allá de los numerosos movimientos sociales contestatarios gestados durante la década del noventa, la mayoritaria rebelión de la clase media perpetrada en la noche del 19 de diciembre expresó solo la necesidad de recomponer un sistema capitalista de explotación sustentado sobre premisas sostenibles que el modelo neoliberal ya no podía ofrecer -no olvidar que las clases medias fueran el principal sustento del peronismo menemista-.

En la actualidad, los principios básicos del neoliberalismo siguen vigentes, pero en un contexto de moneda devaluada que favorece la exportación -y una tibia recuperación del proceso productivo- y en un sistema que parece recuperar cierta presencia del Estado-Nación como entidad socio-política y cultural reguladora de las contradicciones (es decir que ha quedado atrás el extremismo neoliberal de la dupla Menem-Cavallo). De esta manera, la protesta ha quedado reducida solo a aquellos sectores que proponen una superación del capitalismo, pero la alta fragmentación de estas organizaciones políticas y movimientos sociales dificulta una acción coordinada que permita luchar contra la supervivencia del sistema de explotación. Los sucesos acaecidos durante 2001 y 2002 están indicando una posibilidad de transformación social, pero solo un nivel de protesta que supere el grado incipiente de organización política y la alta división existente logrando vislumbrar una salida clara a la crisis capitalista vigente podrá provocar un cambio drástico de rumbo que permita la construcción de una sociedad verdaderamente democrática, igualitaria, justa y solidaria.


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Guido Galafassi es Dr. en Antropología (Universidad de Buenos Aires); especialista en Cooperación y Desarrollo (Universidad de Barcelona); investigador del Conicet; docente-investigador en la Universidad Nacional de Quilmes; docente en la Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires; director de la Revista Theomai, Estudios sobre Sociedad, Naturaleza y Desarrollo. E-mail: ggalafassi@unq.edu.ar


Notas

[1] Este proceso de acopla perfectamente al carácter rentístico y largamente especulativo de la burguesía argentina, sobre el que existe una abundante bibliografía, como por ejemplo: Azpiazu y Basualdo, 1989; Asborno, 1993; Azpiazu y Nochteff, 1994; Schvarzer, 1996; Basualdo, 2000.

[2] Al respecto de la renovadas estrategias hegemónicas de los Estados Unidos en América Latina, ver los trabajos de Ana Esther Ceceña, 2002; Carlos Antonio Aguirre Rojas, 2002; Habel, 2002; y Eduardo Lucita, 2002.

[3] Uno de los tantos ejemplos de este proceso lo constituyó la intromisión absoluta del FMI (es decir de la administración republicana estadounidense comandada por G.W. Bush y P. O´Neill) en la política interna de la Argentina durante 2002, al imponer, además de las típicas recetas de ajuste económico, la derogación de leyes nacionales (subversión económica y ley de quiebras) para permitir tanto un incremento de los beneficios de los grupos económicos concentrados así como para generar un manto de impunidad hacia las estafas perpetradas por éstos.

[4] Interesantes aportes al imperialismo actual se encuentran en Chesnais (2003), Bidet (2003), McLaren y Jaramillo (2004).

[5] Esto se refleja a través de la comparación de la estructura social argentina entre los años 70 y 2000. Los sectores de ingresos medios retrocedieron del 65 al 45% de la población total, mientras que los pobres estructurales también se redujeron del 30 al 20%, y surgió el fenómeno de los nuevos pobres, que alcanza a uno de cada tres argentinos. Los datos para el año 1974 son: pobres estructurales, 30%; medios bajos, 20%; medios plenos, 35%; medios altos, 10% y altos, 5%. Para el año 2000: pobres estructurales, 20%; nuevos pobres, 30%; medios bajos, 15%; medios plenos, 20%; medios altos, 10% y altos 5%. (fuente: H. Verbitsky, 2002).

[6] De aquí el ferviente apoyo de muchos comunicadores sociales del establishment al voto nulo o voto en blanco, visto como primer paso del abstencionismo, en las últimas elecciones de 2001.

[7] La importancia de la desigualdad deviene al presuponer la existencia de diferencias irreconciliables entre los hombres que hacen que cada uno busque su propio e individual interés, es por esto que para el liberalismo, la igualdad ni es deseable ni es posible.

[8] Un muy interesante análisis de las complejas relaciones entre mercado y capital puede verse en el texto de Jacques Bidet (1993).

[9] Sobre este punto, tratado en extenso, vale remitirse a los ya clásicos trabajos de Eric Hobsbawn (1991) y de Michael Mann (1997).

[10] Uno de los ejemplos más paradigmáticos y mass-mediáticos de intelectuales abrazados a las tesis posmodernas lo constituye sin dudas Beatriz Sarlo y su círculo de seguidores periféricos del autodenominado Club de Cultura Socialista, quienes apoyaron claramente al gobierno de Raúl Alfonsín primero y de Fernando de la Rua después y solo objetaron tibiamente la política de Carlos Menem, adhirieron a la Alianza y justificaron luego la política del gobierno provisorio de Eduardo Duhalde.

[11] Si bien ya posee algunos años, es muy clarificador sobre el tema de los populismos en América Latina el clásico trabajo de Octavio Ianni (1980).

[12] Por cada dólar de deuda externa argentina existe un equivalente en dólar fugado al exterior.

[13] Este proceso de mercantilización absoluta de la realidad ya fue adelantado en parte por Horhkeimer (1969) y Adorno (1969) a través del concepto de "racionalidad instrumental".

[14] Resultan muy esclarecedoras las afirmaciones de Claudio Katz (2001) en relación a los verdaderos objetivos de la convertibilidad que se chocaron al final con sus propias limitaciones: "Pero la convertibilidad más que una política inadecuada es un instrumento de disciplinamiento monetario destinado a garantizar el pago de la deuda externa. Es un mecanismo limitativo de la emisión para brindar seguridades de cobro a los acreedores, Este propósito fue socavado por los propios desequilibrios que generó la paridad uno a uno al acentuar la pérdida de competitividad exportadora, agravar el bache fiscal y sustituir la vieja emisión por el endeudamiento descontrolado".

[15] La política agrícola sustentada en el cultivo de soja que agota los ecosistemas rápidamente, la política petrolera y energética y el fuerte impulso que se le está dando a la política minera, marcan claramente el modelo de rapiña frente a los recursos naturales que podría convertir a la Argentina en pocas décadas en un tremendo "campo arrasado".

[16] Este proceso se puede considerar como desarrollándose en clara consonancia con las tesis principales de la Escuela de Frankfurt, como son la de la razón subjetivista de Max Horkheimer y Theodor Adorno (1969) y la de la sociedad unidimensional de la administración total de Herbert Marcuse (1968).

[17] Muchos otros intelectuales y técnicos junto a empresarios fundan los diferentes centros de adoctrinamiento neoliberal como FIEL, CEMA, Universidad de San Andrés, Universidad Di Tella, etcétera.

[18] En relación al rol jugado por los intelectuales durante todo este período neoliberal es interesante el aporte realizado por José Nun (2000).

[19] Aunque no llegue a ver la conversión de la política en una mercancía, Basualdo (2001) hace algunas referencias interesantes al papel estructural de la corrupción dentro del modelo de acumulación neoliberal argentino.

[20] Es importante puntualizar que el amplio apoyo por parte de las grandes mayorías de la población al plan de privatización de todas las empresas de servicios públicos encarado por el peronismo fue otra expresión de la desconfianza hacia la política. Así, se apartaba al Estado de la gestión y administración de la cobertura de necesidades esenciales entregándosela al mercado, considerado eficiente y hasta justo.

[21] Estos hechos se podrían leer en términos de lo argumentado por Georg Lukács (1984) respecto a la apariencia de autonomía de los "sistemas cerrados en sí mismos" (economía, derecho y Estado) como tendencia natural de la ideología liberal, es decir como una expresión intelectual de la estructura objetiva de la sociedad capitalista. Por lo tanto, muy lejos se está de interpretar como manifestación emancipadora o liberadora al primitivo (en el doble sentido del concepto) "que se vayan todos".


Publicado en la revista Herramienta nro. 26

     
   
   
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