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Prólogo a la segunda versión (ampliada) de:

A vencer o morir. Historia del PRT-ERP

Documentos. Tomo 1. Volumen 1. 352 páginas. Editorial Nuestra América.

“Los partidos pueden presentarse bajo los nombres más diversos, aún con el nombre de anti-partido y de “negación de los partidos”. En realidad los llamados “individualistas” son también hombres de partido, sólo que desearían ser “jefes de partido” por la gracia de Dios...”
Antonio Gramsci, Notas sobre Maquiavelo

Cuando en diciembre de 1998 salió publicado el primer tomo de A vencer o morir nuestra principal preocupación fue recuperar, para las nuevas generaciones de militantes revolucionarios, la historia del PRT, sus elaboraciones teóricas, sus enseñanzas y experiencias, como las de una organización marxista-leninista o, lo que es su sinónimo en América Latina, revolucionaria guevarista. Esto era necesario porque varios de sus ex-miembros y otros analistas habían intentado deslizarla hacia el democratismo burgués en algunos casos, o hacia el populismo nacionalista en otros. Transcurridos cinco años, la necesidad de la reedición de este primer tomo es una muestra del interés por esta experiencia, pero creemos necesario que se conozca más ampliamente, ya que, si bien notamos un avance en los debates, las ideas de la revolución socialista y de la necesidad del partido de los trabajadores no han arraigado con fuerza en la vanguardia social como para que se transformen en fuerza política organizada. Particularmente las formas organizativas han sido blanco de las críticas posmodernas. No acordando con estas concepciones, estamos convencidos, por nuestra práctica y análisis de la actualidad, de que el concepto de partido revolucionario no sólo no es una cuestión del pasado sino que tiene tanta o quizás más vigencia que nunca. De allí la importancia de que las ideas del PRT, de Mario R. Santucho, de Luis Pujals, de Antonio Fernández, de Leandro Fote, lleguen sin interferencias a todos aquellos que piensan que la construcción de la Revolución Socialista tiene un carácter actual.

En aquel momento la recesión de la economía argentina, producto de las insistentes recetas impuestas por el FMI, y seguidas con exceso por los dirigentes políticos de los partidos burgueses, en primer lugar por el gobierno peronista de Menem, estaba en sus comienzos. Transcurridos casi cinco años hemos asistido a un proceso de destrucción de las fuerzas productivas del mismo orden de la crisis de 1929-1933, y similar al de una guerra total. Las consecuencias políticas han sido importantes, pero no se ha producido ninguna revolución social como podría haber sido previsible encontrar en un análisis economicista.

El año 2001 fue particularmente intenso en movilizaciones, muchas de ellas acaudilladas por sectores vacilantes, alcanzando picos no registrados antes como en la movilización (récord histórico para la ciudad de La Plata) del 23 de agosto de ese año, en la que más de 60.000 trabajadores de la educación, estatales y médicos, llenaron la plaza San Martín. Algunos indicadores debieran haber advertido a analistas perspicaces que algo profundo estaba en ciernes. Que los docentes de la Provincia de Buenos Aires realizaran más de 20 días de huelga, en la que sólo el 20 % estaba afectado por recortes salariales y que el 80 % restante la hiciera por solidaridad y, fundamentalmente, en defensa de la escuela pública, no era un dato menor de la convulsión social que ya se estaba produciendo. El 11 de setiembre el pueblo argentino demostró un sentimiento, quizás no plenamente antiimperialista, pero sí de profundo resentimiento hacia el amo yanqui, y si no estalló de júbilo fue por la consternación que le produjeron las miles de víctimas del sospechoso atentado a las Torres de Nueva York. Otro elemento a considerar son las elecciones legislativas de octubre, de las que son destacables hechos como el alto grado de abstencionismo que, si bien muy propagandizado por la ultraderecha, logró que en muchos distritos el voto anulado y en blanco superara a la primera minoría. Los partidos de la burguesía perdieron más de cinco millones de votos. El peronismo obtuvo un primer lugar aunque perdió aproximadamente un millón de votos, mientras que la izquierda multiplicó varias veces sus resultados anteriores.

LAS JORNADAS DEL 19 Y 20 DE DICIEMBRE: UNA NUEVA SITUACIÓN POLÍTICA

Decíamos el 22 de diciembre de 2001(1): la aceleración de la crisis en los últimos días, la dificultad en el pago de los sueldos y jubilaciones, el aumento de la desocupación y el hambre hicieron insostenible la situación para amplios sectores de nuestro pueblo. Trabajadores desocupados, ocupados, trabajadores estatales, obreros, maestros, pequeños y medianos comerciantes, productores agrarios arruinados y acorralados por las inundaciones, fueron los protagonistas de los hechos que configuraron la antesala de las jornadas del 19 y 20 de diciembre.

En los días previos se venían produciendo ocupaciones de entidades bancarias, cortes de ruta, cortes de las calles, movilizaciones en las cuales era cada vez más evidente la defección de las direcciones sindicales, aún de la CTA, y la decisión de pequeños sectores de movilizarse por su cuenta sin esperar a ser convocados por nadie. Luego comenzaron a producirse saqueos en distintos puntos del país, muchos espontáneos, otros dirigidos por organizaciones de trabajadores desocupados, y también jugó su papel diversionista parte de la estructura del PJ, que dirigió saqueos sobre comercios minoristas.

Durante el día 19, mientras en todo el país arreciaban los saqueos a supermercados y otros comercios y se producían violentas represiones contra manifestaciones de trabajadores docentes y estatales en La Plata y contra municipales en Córdoba, el todavía presidente De la Rua, haciendo gala de una impericia descomunal ante el reclamo popular, en lugar de rectificar el rumbo de su política, por medio de un breve discurso decretó el estado de sitio en todo el país. Como si este acto fuera una voz de mando llamando a la protesta, instantáneamente comenzaron a movilizarse, desde los barrios y hacia el centro de la Capital, miles de porteños y bonaerenses. Si bien jugó un papel importante la difusión desde los canales de televisión, los primeros grupos salieron en forma totalmente espontánea y marcharon hacia Plaza de Mayo. En las primeras horas de la madrugada, el gobierno, demostrando una vez más su ineptitud, ordenó la represión a gente que manifestaba en forma pacífica pero con un alto contenido político, pidiendo que se fuera Cavallo, el gobierno, y exigiendo el fin de la corrupción.

Esta represión fue resistida por los manifestantes, y dio origen a enfrentamientos que duraron cerca de 20 horas. Los choques y las manifestaciones se extendieron a distintos puntos del centro de la ciudad y a los barrios, y tuvieron su foco principal en la Plaza de Mayo, foco que progresivamente se fue desplazando por Diagonal Norte hacia el Obelisco, y por Avenida de Mayo hacia la 9 de Julio. La fuerza y persistencia de esta lucha nos permite hablar de verdaderos combates y combatientes.

Finalizados los enfrentamientos, recorriendo las calles céntricas y observando los locales destruidos, surgía con evidencia la direccionalidad política de los manifestantes, que se habían dirigido contra los bancos, más que nada extranjeros, y contra las empresas multinacionales. Prácticamente ningún local de pequeños comercios había sido tocado. En los enfrentamientos hubo siete muertos en la Capital y treinta en todo el país. A pesar del dolor por los muertos, después de meses, los argentinos transitaban las calles del país con una sonrisa en sus rostros: era la alegría por poder luchar, por poder expresarse. Uno de nuestros compañeros, para ser gráfico, intentó una comparación: dijo que había sido como el Devotazo, pero multiplicado por veinte. O, dándole una interpretación política, como un febrero de 1917.

Una primera conclusión, o mejor dicho un acercamiento intuitivo, indica que los hechos de esta última semana van a significar una mutación en la conciencia de nuestro pueblo. En esos días quedó en claro que, pese al retroceso en la conciencia verificado en los últimos veinticinco años, en el pueblo ha comenzado a renacer la dignidad.

A pesar de la euforia de aquel momento fuimos muy cuidadosos en la valoración de la repercusión en la conciencia. Nosotros sólo decíamos que en el pueblo renacía la dignidad. Concepto que puede parecer mezquino; pero si recordamos el estado de la conciencia de las masas en la década que siguió a la desintegración del “Campo socialista” y la URSS, que en nuestro país coincidió con el gobierno de Menem, cobra su verdadera dimensión. Muchas veces el afán revolucionarista lleva a exagerar los análisis, pero esto tiene un efecto contraproducente. Al no diseñar políticas que partan del verdadero estado de conciencia, en lugar de impulsar en ésta un avance y plasmarlo en organización, provocan su retroceso, dejándole, así, el terreno libre a los partidos de la burguesía los que, pese a su tremendo desprestigio, logran reorganizarse.

No fue ni un febrero de 1917, ni un nuevo Cordobazo. Las conciencias de los sectores más avanzados de las masas no estaban pensando en el socialismo como en aquellas gestas. La vanguardia social comenzaba a sacudirse el tremendo peso del individualismo burgués, el temor por el telegrama de despido, la apatía por la sucesión de frustraciones producto de seguir a dirigentes burgueses como Alfonsín y Menem, y pequeñoburgueses como Álvarez y su cohorte. La persistencia de la crisis económica y estas frustraciones, más la incipiente organización y experiencia, llevó a amplios sectores de nuestro pueblo a renegar de la democracia burguesa, pero no a suplantarla en su conciencia por la necesidad de una revolución social; sino que continuó moviéndose dentro de los marcos de las reivindicaciones democráticas. Pero su democratismo era un democratismo consecuente expresado en la consigna “que se vayan todos y que no quede ni uno solo”. De allí su importancia y su potencialidad. Para poder sintetizar el contenido de estas jornadas tuvimos la necesidad de crear una nueva categoría. Dijimos: fue un movimiento democrático en contra de la democracia burguesa. La izquierda, principalmente trotskysta, no comprendió esto y creyó estar a las puertas de una revolución socialista. Otros, como el PCR, inicialmente no le dieron toda la importancia que merecía. Estos errores contribuyeron a que el movimiento no desplegara toda su potencialidad.

Pero que no todo está perdido queda demostrado por lo siguiente: se mantienen varias decenas de asambleas populares, inimaginables antes del 19 de diciembre; se han consolidado varias organizaciones de trabajadores desocupados; se mantiene viva la conciencia antidictatorial, como se reafirmó el último 24 de marzo. Y quizás la expresión más elocuente: la inmediata, masiva y contundente respuesta a la contraofensiva derechista del 26 de junio de 2002, conocida como la masacre del Puente Pueyrredón, que frenó en seco el intento de desalojar al pueblo de las calles del país(2). También ese avance está reflejado en el nuevo nivel alcanzado por los debates que se dan en el seno de la militancia organizada.

DEMOCRACIA DIRECTA, PARTIDO DE LOS TRABAJADORES Y PODER REVOLUCIONARIO. Aspectos contradictorios de un mismo proceso de lucha antiimperialista y por el socialismo.

En una interesante nota aparecida el 22 de diciembre en el diario Página 12, la periodista Susana Viau describe la realidad de las asambleas populares. Sobre el final de la misma nos informa de una serie de debates que en ellas se realizan.

Informa Viau:

“Un tema que recorre estas formaciones barriales y ha llevado con frecuencia al estallido y a la división surge de los métodos de trabajo; bajo la común reivindicación de la democracia directa se agazapa una antigua discusión, replanteada ahora a la luz de nuevos teóricos y el rebrote de concepciones que vuelven con fuerza a caballo de los movimientos antiglobalización. La asimilación de democracia directa y horizontalidad es apenas uno de los aspectos de la polémica”.

Hace ya casi veinte años se introdujeron dentro del movimiento popular consignas como “las nuevas formas de hacer política”, que podemos sintetizar recordando que alfombró el camino del oportunismo que entronizó a Chacho Álvarez; “la democracia participativa”, que fue caballito de batalla de Alfonsín; “la construcción horizontal”, que fue levantada por aquellos que siempre estuvieron en los paneles de las conferencias y en los “armados” de propuestas “alternativas”; “la unidad en la diversidad”, que contenía la diversidad de los que querían sepultar al marxismo.

En la actualidad estas consignas, algo modificadas, vuelven a figurar en los debates y en las líneas de acción. Advertimos, sí, dos diferencias de importancia: la primera es que aparecen no sólo en la intelectualidad posmoderna o en ex-revolucionarios, sino que arraigan en muchos jóvenes o nuevos militantes. Con respecto a aquélla no tenemos dudas de que campea el oportunismo; con éstos estamos dispuestos a invertir todas las horas que sean necesarias para debatir con detenimiento y, en la medida de nuestras posibilidades, hacer un aporte para intentar separar la paja del trigo. La segunda diferencia, y no menor, es que, en su forma actual, estas consignas reflejan un cambio en el contenido de clase; la nueva formulación las ubica como expresión de las clases llamadas, por Gramsci, subalternas.

¿Horizontalidad o democracia directa?

Son dos formulaciones muy diferentes. La horizontalidad es una manifestación que expresa una buena intención, muy primaria, de masiva participación popular en las luchas sociales. A poco de andar les queda demostrado a sus sostenedores que es, desde el punto de vista de su aplicación práctica, como la cuadratura del círculo: una utopía que, a lo sumo, puede ser concebida como una tendencia que manifiesta la intención de una participación cada vez más abarcadora. En la medida en que se trate de una buena intención, podemos considerarla un paso previo en la visión más comprensiva de la democracia directa.

La democracia directa expresa una concepción más madura de participación porque ya incluye los conceptos de organización, compromiso, responsabilidad y poder. Enseñaba un viejo maestro del proletariado: “bajo el socialismo revive inevitablemente mucho de la democracia ‘primitiva’, pues por primera vez en la historia de las sociedades civilizadas la masa de la población se pone en pie para intervenir por cuenta propia no sólo en votaciones y en elecciones, sino también en la labor diaria de administrar. Bajo el socialismo todos intervendrán por turno en la dirección y se habituarán a que ninguno dirija”. En la época de Marx y Engels un crítico de esta democracia, a la que llamaba “democratismo doctrinario”, la combatía porque presuponía “mandatos imperativos, funcionarios sin sueldo, una representación central impotente”, y estos elementos eran la prueba de que este democratismo “primitivo” es insostenible. El marxismo siempre fue un impulsor de la democracia directa. Sabemos que en la práctica tuvo enormes desviaciones, como lo prueba la experiencia de la URSS, pero a nosotros, revolucionarios(3) guevaristas, nos gusta más recordar el ejemplo de Cuba, en cuyos organismos de poder popular, en medio de enormes dificultades, se puede reconocer la intención de llevar a la práctica este objetivo “doctrinario”.

Sigue el artículo de Viau:

“En estos organismos vivos, igual que en los grupos piqueteros pero con mayor intensidad, se discute el poder: si el poder se toma o se construye, si es una suma de haceres que abona el crecimiento y modifica las relaciones sociales y personales o si es el primer peldaño del cambio; si socialismo o algo distinto y desconocido aún llamado “cambio social”, si redes o partido, si John Holloway y Toni Negri, Malatesta o Lenin.
La proximidad a uno u otro pensamiento deriva en la proximidad con uno y otro grupo piquetero: la Aníbal Verón o el Polo, o el Movimiento Teresa Rodríguez o Barrios de Pie. La vida será la encargada de dar la razón. Por lo pronto, lo que había quedado confinado al reino de las ideas ha comenzado a materializarse en la calle”.

El poder, ¿se toma o se construye?

En primer lugar cabe preguntarse: ¿con quiénes o con qué concepción discuten los que afirman que el poder sólo se construye y no se toma? Para el marxismo, que ha sido la corriente hegemónica en el movimiento obrero y popular durante más de un siglo, es un tema muy complejo y al que se le dedicó mucha elaboración y mucha práctica: teoría marxista de la sociedad civil, Primera Internacional, constitución del proletariado como clase nacional en los marcos del Estado, partido de la clase obrera, El Capital, Comuna de París, barricadas, huelga, dictadura del proletariado, Segunda Internacional, parlamentarismo, partido de nuevo tipo, sindicatos, consejos de diputados obreros, campesinos y soldados, doble poder, insurrección, Tercera Internacional, “El Consejo de fábrica”, El problema indígena en América Latina, La Larga Marcha, La Columna Prestes, la insurrección salvadoreña de 1932, la Guerra Civil Española, dialéctica entre lucha nacional y lucha de clases en los países del tercer mundo, Dien Bien Phu, ofensiva del Tet Lunar, papel del campesinado y de los indígenas, la Huelga General de enero de 1936, piquete de huelga, Sierra Maestra, guerra de guerrillas, IV Congreso del PRT, el Viborazo, Poder burgués y poder revolucionario, la Revolución Sandinista, propaganda, agitación, educación en las ideas socialistas, construcción de fuerzas militares de la revolución, combinación de varios de estos elementos, son algunos de los temas que nos vienen a la memoria cuando se habla del poder. Todo esto no pudo haberse hecho sin construcción de poder y sin haber luchado en el terreno de las ideas contra la ideología dominante.

Marx y Engels decían en La ideología alemana que las ideas dominantes en la sociedad son las ideas de la clase dominante. Muchas veces, al renegar del socialismo científico, se piensa con los elementos teóricos o culturales de la clase que pretendemos destruir (al menos los socialistas pretendemos expropiar a la burguesía como clase). A esto lo vemos en esa formulación que critica a un supuesto pensamiento que afirmaría que el poder “se toma”.

Con esta expresión los nuevos críticos “de izquierda” quieren reducir la concepción marxista a la de las hermandades insurreccionales secretas surgidas después de la Revolución Francesa, a los grupos Carbonarios, Decembristas, a Luis Blanqui con su visión conspirativa de la revolución(4), y pasar por alto toda la historia del marxismo. No, compañeros: el poder no se toma. No es un acto de creación. No debemos pensar con la cultura heredada de la síntesis catequística de la Biblia y de los vastos tomos de Tomás de Aquino. La síntesis catequística y la escolástica de la Edad Media nos han formado con ideas que nos hacen ver la historia y la sociedad como objetos inanimados, creados a lo sumo en seis días, sujetos a una finalidad predeterminada en el plan de Dios. Debemos ver a la sociedad como fenómeno, como un proceso en permanente desarrollo que se asienta en la sociedad civil y, más concretamente, en la dialéctica entre las relaciones de producción y las fuerzas productivas materiales. De esa manera comprenderemos que no puede haber otra posibilidad que la construcción paciente, cotidiana, esforzada, prolongada, gris y hasta aburrida, también heroica, pero siempre dolorosa, del poder.

También sabemos que en la sociedad capitalista la burguesía ejerce su poder, no sólo a través de la dominación ideológica, sino que crea sus organismos de poder político y sus instrumentos de poder militar, todos ellos estructurados en el Estado como órgano de dominación de una clase, la burguesía, sobre el proletariado y el resto de la población trabajadora.

Desde nuestro punto de vista el poder debe ser construido en los diversos ámbitos de la realidad social, económica y política, en el territorio, en las fábricas, en las escuelas, en los hospitales, en las ciudades, en el campo. Pero esta históricamente necesaria, insustituible e impostergable construcción no puede estar al margen de la lucha política, ya que el movimiento de la sociedad no sigue una línea recta ascendente, más empinada, menos empinada, de ininterrumpida acumulación de fuerzas transformadoras (uno de los objetivos de la política burguesa es que esto no se cumpla de este modo), de manera que en un determinado momento se diluya el poder de la burguesía y del imperialismo y pase a ser hegemónico el otro poder, que había ido evolucionando de lo pequeño a lo grande, de lo disperso a lo integral. Por el contrario, ese recorrido se da en círculos, en espirales, con ascensos, descensos, éxitos, fracasos, derrotas, antes del triunfo. La sabiduría del pueblo y de sus organizaciones está en poder apreciar, en medio de encarnizados combates de clase, cuándo ha madurado ese poder alternativo. Y, además, cuándo las contradicciones de la clase dominante abren grietas en el poder hegemónico y permiten la llegada del momento (momento histórico, no físico, ya que éste puede durar algunos días, meses o incluso años) de sustituir un poder por el otro. Ése es el momento de la llamada toma del poder. O sea: es el momento de la Revolución. Muchas veces se piensa que la revolución culmina con la toma del poder. Esto también es pensar con el catecismo. Luego de destruidos los poderes materiales de la burguesía comienza una dura tarea de transformación de las estructuras materiales y, también, e impostergable, de construcción de una nueva conciencia social. Antes de la revolución hay que trabajar arduamente en la formación de una nueva conciencia solidaria y revolucionaria partiendo de la espontánea tendencia al apoyo mutuo existente entre las masas explotadas. Pero esta transformación de la conciencia sólo puede hacerse en forma parcial, ya que los medios de producción y de cambio están en manos de la burguesía, por lo que el fenómeno de la alienación se mantiene dominante.

En síntesis, afirmamos que el poder se construye y, cuando las condiciones sociales y políticas lo hacen posible, debe ser tomado por medio de una revolución, para seguir su construcción en un nivel superior. Pero en este momento, el poder, no será ya disputado a la burguesía, sino que un hombre nuevo que comenzó a forjarse en las relaciones de producción socialista irá desalojando -ahora sí, evolutivamente- al hombre primitivo, alienado y embrutecido que nos legó el capitalismo. Sobre este tema sería muy instructivo leer, o releer, según los casos, El socialismo y el hombre en Cuba, escrito por el Che Guevara, tanto por lo que dice en ese texto como por la forma en que lo expresa, ya que este trabajo parecería haber sido escrito para responder a la pregunta tal como hoy aparece formulada: “si es una suma de haceres que abona el crecimiento y modifica las relaciones sociales y personales o si es el primer peldaño del cambio”.

Otro de los temas es si redes o partido. Esta discusión puede ser abordada desde dos ángulos distintos: el de definir el instrumento necesario para la lucha -organización política de masas u organización político-ideológica revolucionaria- y el histórico desde el cual es hecho el planteo: la reforma y la humanización del capitalismo, o la sociedad sin clases, sin propietarios capitalistas de los medios de producción y de cambio.

Considerando la primera perspectiva somos partidarios de que toda organización de masas debe construirse en forma de red, tratando de que en los nudos de las mismas confluyan los distintos actores sociales, de un barrio, de una comunidad, de una escuela, de un hospital o de una fábrica, interesados en el cambio de la sociedad y, además, y muy importante, de que los vínculos entre los nudos estén sujetos a un verdadero control popular desde la base. Esta aclaración es pertinente, ya que aún la organización más “horizontal” no es posible, y por esa razón es necesario estar prevenido de esta imposibilidad. No estarlo, prestar oídos a las consignas inmaduras u oportunistas de la horizontalidad, de la no-organización, del no-poder, les alfombra el camino a los oportunistas de todo pelaje, a los verdaderos elitistas que lo que buscan es tomar desprevenidos a los trabajadores menos experimentados para intentar utilizarlos en sus experiencias sociológicas. Ahora bien: cuando la organización trasciende el marco de un barrio o de una ciudad, se hace necesaria la creación de organismos representativos. En ellos deben aplicarse los viejos principios, que antes expusimos, del socialismo.

Estas organizaciones de masas pueden y, mejor aún, deben tener un carácter político, es decir, interesarse en el conjunto de situaciones y conflictos que afectan al país, y no ser meramente reivindicativas. Por supuesto, sin desentenderse de las reivindicaciones, deben contenerlas, impulsarlas e intentar conquistarlas. En las organizaciones sociales, como por ejemplo los sindicatos, también debemos luchar por formas organizativas de este tipo.

Pero al pueblo no se lo puede llamar a engaño. No se le puede prometer (como hacen los reformistas, populistas o posmodernos) que la burguesía va a entregarle, complacida y dócil, el poder. La experiencia milenaria de las sociedades humanas nos demuestra que la clase dominante va a defender su poder con uñas, dientes, fusiles y misiles. Por eso es que las masas deben dotarse de organizaciones de militantes férreamente unidos y disciplinados, lo que se logra con una gran cohesión ideológica -la que, además, es base de sustentación de una organización ágil, lo menos burocrática posible- y alta disposición combativa, condiciones todas que favorecen el ejercicio de una amplia democracia interna. Este tema, la necesidad de la organización revolucionaria y la imprescindible democracia interna, es un desafío a resolver en el proceso de lucha. Un primer y pequeño paso es reconocer que existe una fuerte tendencia a la burocratización de toda forma organizativa, incluso de la más revolucionaria. Al problema no se lo soluciona tirando el agua con el niño adentro. Por el contrario, debemos buscar una síntesis organizativa superior basándonos en la rica experiencia anterior y en la práctica actual. La construcción del partido y el funcionamiento de su democracia interna son sólo algunos de nuestros presentes desafíos. Pero la democracia interna de una organización de revolucionarios no se garantiza por medio de un estatuto, aunque éste deba existir y contemplarla. Ni tampoco se la garantiza con una declaración voluntarista, ni en un acto fundacional, ni mucho menos pensando que los revolucionarios estamos vacunados contra el verticalismo, el autoritarismo, el sectarismo y la burocratización, ya que todas estas desviaciones tienen origen en concepciones burguesas -ideología dominante en el capitalismo-, o incluso cristianas que, como decíamos, exacerban la importancia del momento creacional. Los que sustentan la no-necesidad del partido revolucionario creen resolver los problemas con una declaración de principios.

Es a través del individualismo, la convicción de la propia superioridad en relación con el resto de la sociedad, propios de las clases explotadoras, arraigados en la conciencia de los hombres, y no por una natural perversión de la condición humana, que se producen los errores y desviaciones. Por el contrario, la construcción de las nuevas organizaciones revolucionarias es una tarea permanente, es un proceso ininterrumpido de construcción, reflexión, rectificación y síntesis en el largo camino de la transformación revolucionaria de la sociedad.

La otra cuestión a resolver es la relación entre la, o las, organizaciones de masas y la, o las (el plural obedece a que en ningún lugar está escrito que deba ser una sola, tampoco que tenga que haber muchas), organizaciones de revolucionarios. Hace varios años habíamos planteado que entre estos dos tipos de organizaciones (de masas y de revolucionarios) debe haber una estrecha relación, vasos comunicantes a lo largo del camino como los durmientes que unen y a la vez separan las vías del ferrocarril, pero cuidando mucho el principio de que cada organización debe resolver su política en sus propios organismos y no debe llegarle nunca resuelta desde afuera.

Resolver estas contradicciones es fundamental. En cambio, muchos intelectuales que están al margen de las dificultades de la lucha real, se desentienden del problema llamando a la no-organización. El más eufórico ante este tipo de respuestas es el imperialismo.

Veámoslo ahora desde la segunda perspectiva: si socialismo o algo distinto, y desconocido aún, llamado “cambio social”.

Si la lucha es en contra de la propiedad privada capitalista de los medios de producción y de cambio, si es en contra del individualismo, si es por la destrucción de las burguesías nacionales y fundamentalmente del imperialismo y a favor de su sustitución por relaciones de producción basadas en la cooperación de productores libres, si la lucha es por reemplazar el individualismo burgués por una conciencia solidaria que demanda de cada cual según su capacidad y entrega a cada cual según su necesidad, el problema es qué nombre le damos. Hasta ahora se llamó socialismo (la consigna anterior, en realidad, es el objetivo del comunismo) y no parece que otorgarle otro nombre aporte claridad. Ya han sido inventados muchos eufemismos: “justicia social”, “equidad”, “nacionalismo popular”, y todos ayudaron a fortalecer el capitalismo.

Es posible que el nombre nos resulte incómodo por la experiencia de construcción socialista que pasó la URSS. Estamos de acuerdo. Pero no olvidemos que el mismo Che Guevara criticaba a la URSS en 1964 y había dicho que allí estaba intentándose construir el socialismo “con las armas melladas del capitalismo”. Por el contrario, si pensamos el socialismo desde la perspectiva del Comandante, recobra valor como utopía(5) revolucionaria. Porque también se corre el riesgo de que, en el esfuerzo por no repetir la errada trayectoria de la URSS, se regrese a formas burguesas de pensamiento, de conducta y de organización.

En esta perspectiva, la de la lucha por la sociedad sin clases, se nos aparecen nuevamente las formas de organización y de combate contra el imperialismo y las burguesías nacionales, socias menores en el marco de las naciones dependientes. Debemos preguntarnos si creemos posible que el imperialismo entregue sin lucha sus privilegios. Basta pensar en Irak, Colombia, Afganistán, Yugoslavia, las Islas Malvinas, Nicaragua, para no mencionar a Cuba, Vietnam y toda la historia de agresiones de los siglos XIX y XX, para tener bien en claro que debemos prepararnos para una lucha larga y muy cruenta. Quien no esté dispuesto a enfrentarla, que contribuya absteniéndose de pintar de rosa al Imperio y a los imperialistas. La experiencia histórica no ha creado organizaciones más adecuadas que los partidos revolucionarios pero, al igual que en el caso de la URSS, no debemos tomar el modelo de los PC stalinistas ni de los grupos trotkystas. Pensemos la organización de la vanguardia a través de la experiencia renovadora y enriquecedora surgida por influencia de la Revolución Cubana. No para hacer calco y copia, sino para asentar las raíces de su construcción en lo más puro del pensamiento revolucionario latinoamericano.

Con respecto a si John Holloway y Toni Negri, Malatesta o Lenin, todo lo anterior nos posiciona claramente en este punto: marxismo revolucionario a través de la mirada fresca del Che, pero no para erigir un nuevo dogma sino con la misma actitud de Guevara, sosteniendo los principios y los puntos de vista proletarios, siendo implacables en el análisis de la realidad actual, sin comprometernos más que con la libre reflexión, siempre inmersos en la práctica social.

En este tipo de debates aparece un viejo truco sobre el que queremos advertir. Los reformistas se autodefinen “reflexivos” amparándose en el espacio que ocupan las creencias dominantes en la conciencia, y a los que intentamos introducir nuevas ideas nos dejan el lugar de los dogmáticos. No dejarse confundir: las ideas deben ser cotejadas con la realidad. Toni Negri ha hecho esfuerzos por demostrar que ya no existe el imperialismo. Holloway trata de convencernos de que no debemos luchar por el poder. Mientras tanto el Imperio se prepara para someter al mundo, proclama que quien no está con él, está contra él. Afila sus instrumentos de batalla, entona cánticos de guerra, y el 19 de marzo lanzó una nueva y feroz agresión sobre el pueblo de Irak.

En suma: creemos que muchos de estos debates son falsas oposiciones que advierten correctamente sobre aspectos de la realidad, pero a las que se les escapa la idea de totalidad. Es necesario articular esos aspectos contradictorios hacia una sola dirección. La unidad política de los trabajadores y de los pueblos de Argentina y de América Latina requiere que llevemos a cabo la construcción de múltiples organizaciones de masas y de vanguardias, sociales y políticas, vertebradas por el consenso y por el protagonismo de las masas conscientes y en pie de lucha contra el imperialismo. La herramienta indispensable capaz de resolver con creatividad la construcción del poder revolucionario será la clase trabajadora constituida en intelectual colectivo, en príncipe moderno, en partido revolucionario.

Daniel De Santis
La Plata, 5 de abril de 2003


Notas

1. El texto que sigue a continuación fue escrito el 22 de diciembre de 2001. No está encomillado porque han sido suprimidas frases enteras; otras han sido acortadas, algunas han sido insertadas en las líneas anteriores, y también han sido cambiadas por afirmaciones algunas suposiciones no totalmente confirmadas en aquel momento. Los contenidos no han sido cambiados en absoluto.

2. Salvando la diferencia en las dimensiones, encontramos una similitud de este hecho con la masacre de Ezeiza de 1973, en el intento de retomar la iniciativa política por parte de la reacción burguesa. La gran diferencia fue, precisamente, la contundente respuesta de masas que se dio en julio pasado y la ausencia de ella en aquel momento.

3. Algunos compañeros de los años 70 nos llamaron la atención por autodefinirnos como revolucionarios. Les respondimos que, efectivamente, en aquella década resultaba presuntuoso hacerlo. Transcurridos treinta años debería ser entendido como un acto de reivindicación de una concepción política y de un tipo de militante muy estigmatizados por la reacción capitalista y el posmodernismo.

4. Lo dicho anteriormente no significa que reneguemos de estos antecedentes del marxismo. La Liga de los Justicieros fundada en 1836, integrada casi exclusivamente por obreros y ligada a las tradiciones del babuvismo, era una de estas organizaciones conspirativas, sección alemana de la Sociedad de las Estaciones del Año liderada por Blanqui. Marx y Engels se incorporaron a ella a principios de 1847, cuando estuvieron maduras las condiciones para cambiar la táctica de la conspiración por una visión científica, que condujo a la idea de partido de la clase obrera. El primer Congreso cambió su nombre por Liga de los Comunistas y suprimió los viejos nombres místicos de la época conspirativa. El segundo Congreso les encargó que escribieran las conclusiones, escrito que se llamó Manifiesto del Partido Comunista.

5. Utilizamos el término utopía en el sentido de ideal de futuro que guíe nuestra marcha, lo cual no debe ser contrapuesto a la necesaria formulación científica de la sociedad sin clases; pero su forma es más tema de debate que de certeza y, por otro lado, no renunciamos a la política en aras de la ciencia.

     
   
   
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