Navidad en los Territorios
Ocupados
James Petras
Traducción: CSCAweb, 21 de
diciembre de 2001
El pueblo estaba
ocupado. Las tiendas, cerradas. Las oficinas de la seguridad
social habían sido bombardeadas, y su propio hogar estaba
en ruinas. José no tenía trabajo. Nadie tenía
dinero para contratar a un carpintero. Y, aunque lo hubieran
tenido, la ocupación no les permitía construir
nuevos edificios, ni reparar los que ya había, ni siquiera
comprar materiales de construcción.
María salió al amanecer y el aire helado le
raspó el rostro. Se tapó el cuello y las mejillas
con un pañuelo. Se dirigió al pozo y llenó
el caldero de agua. Le costaba inclinarse porque su enorme barriga
se interponía. Había sentido contracciones durante
toda la noche y sabía que era casi la hora. Habían
intentado encontrar un lugar donde quedarse, pero sus parientes
vivían en la siguiente ciudad, llamada Belén. Las
carreteras principales estaban bloqueadas por tanques, vehículos
armados, y soldados con fusiles automáticos.
José se lavó la cara y ayudó a María
a recostarse sobre la manta que cubría el sucio suelo
de la improvisada tienda. Pasó su mano callosa por su
pelo y le dio una palmadita amable sobre el vientre. María
sonrió pese a no sentirse bien. Era solamente una muchacha,
una adolescente veinte años menor que el barbudo José.
"He hablado con Sami, el pastor. Me ha prometido llevarnos
hasta Belén esta noche por caminos secundarios".
José empaquetó sus escasas pertenencias. A medianoche
María montó sobre el burro mientras José
cargaba con lo que tenían. Sami abría el camino.
Mientras subían por el camino rocoso, cada sacudida hacía
que un dolor agudo recorriera los muslos y el vientre de María.
Cuando ya se aproximaban a Belén vieron una luz brillante
que barría las afueras de la ciudad. Sami señaló
una valla que rodeaba el perímetro de la ciudad. "Hay
un espacio entre la valla y las rocas. Podéis cruzar por
ahí, pero tendréis que abandonar el burro".
José miró suspicazmente a Sami. "¿Dejar
el burro? ¡Nunca!" A Sami le ofendió el tono
de sospecha de José. "Entonces, tendréis que
cruzar a través del control israelí. Ahora tengo
que dejaros. Que Dios os acompañe".
José miró hacia arriba. María dormitaba.
José guió el burro montaña abajo hacia la
carretera principal. La luz brillante les cegaba. Una voz dura
y estentórea resonó a través de un altavoz.
"¡Alto o dispararemos! ¡Ahora!"
"Bajen del burro, arrojen su bolsa al otro lado de la
vía, y levanten las manos. ¡Ahora, o disparo!",
ladró la misma voz oculta.
José colocó su bolsa en el suelo y ayudó
a María a desmontar. María se sentía rara,
tenía sueño y estaba terriblemente atemorizada.
"¡Venid aquí con los brazos en alto, especialmente
tú, la árabe gorda!"
María, con los brazos colgando en el aire, sintió
la urgente necesidad de orinar para aliviar la presión
de su vientre.
Cuando uno de los soldados indicó a José que
se adelantara, gritando "¡Las manos detrás
de la cabeza!", María se sintió muy sola.
Entonces, ordenaron a María que caminara hacia delante,
muy despacio. Los soldados tenían el dedo puesto sobre
el gatillo de sus USIS, apuntando a su cabeza y a su vientre.
"¡Desabróchate el abrigo y levántate
el vestido!", gritó una voz sin rostro. Hubo una
pausa. María estaba avergonzada. Solamente José
la había visto desnuda. Se levantó el vestido.
Un soldado enfocó sus prismáticos sobre el vientre
de María. "No hay bomba o está gorda o es
solamente un vientre con un niño dentro".
El soldado le pasó los prismáticos a un oficial
superior. El oficial miró a través de ellos y gritó,
"¡Quítate la combinación, no te hagas
la virgen con nosotros!"
María se sentía confusa, y tenía el rostro
enrojecido. Se levantó la combinación y la luz
del foco flector iluminó su vientre, que colgaba sobre
su ropa interior.
"¡Quítatelo todo! ¡Venga, puta árabe,
podría esconder algo entre tus piernas, además
de la polla de tu marido!"
María deseaba morir mientras se agachaba para quitarse
las bragas. El haz de luz iluminó el vello oscuro de su
pubis.
"¡Date la vuelta!"
Se volvió.
"¡Ahora, vístete! Y tú, el de la
barba ¡levántate!"
Dos soldados se acercaron a José y señalaron
hacia María para que caminara hacia delante.
Les interrogaron durante varias horas. De dónde veían,
por qué se habían marchado, por qué su casa
había sido destruida "¡Algo habréis
hecho!", dijo el oficial israelí -, hacia dónde
se dirigían, por qué viajaban de noche y por carreteras
secundarias, con quién se iban a alojar, durante cuánto
tiempo y sobre todo, cuál era su relación con la
Autoridad Palestina, con Hamas, la Jihad, o el FPLP. Cada respuesta,
directa y sencilla, provocaba una mueca de sospecha.
María podía sentir las contracciones cada vez
con mayor frecuencia. No sentía los pies de frío.
José, un carpintero casi sin educación que nunca
había pertenecido a ninguna organización y María,
que nunca había emitido una opinión política,
estaban totalmente confusos.
El oficial plantó su pulgar sobre el vientre de María.
"Otro subversivo. Vosotros, los terroristas, criáis
como conejos".
María hizo rechinar sus dientes. Sintió que
una contracción fuerte recorría todo su cuerpo.
Los oficiales israelíes despachaban entre ellos. "Claramente,
son agentes. Vamos a soltarles y que nos lleven ante quienes
les han dado órdenes".
El oficial encargado les ordenó continuar su camino.
Era todavía de noche cuando entraron en Belén,
y María apenas podía mantenerse sobre la montura
a causa de las contracciones. José estaba desorientado.
No podía encontrar la calle ni la casa. No había
nadie en las calles a causa del toque de queda. El burro olfateó
y les condujo a un establo en el que algunas cabras y ovejas
dormían sobre la paja. José ayudó a María
a descender del burro, y María apoyó la cabeza
sobre un haz de paja. El burro empezó a mordisquear la
paja.
María estaba de parto y un grito se escapó de
entre sus dientes. José ayudó como pudo. Milagrosamente,
el niño nació y empezó a llorar de inmediato.
Se encendió una luz, y los propietarios (un matrimonio
palestino), salieron. La esposa limpió al bebé
y tapó a María con mantas.
La casa estaba llena de familiares que habían huido
de Nablus y Ramallah para evitar los misiles israelíes.
Aquí, entre los cristianos palestinos de Belén,
estarían más seguros.
La noche siguiente, una estrella brilló en el cielo
y los Tres Reyes que venían de allende los mares cruzaron
los controles israelíes sin ser observados, con la protección
del Señor -o eso creían-. Se acercaron al establo
en el que estaba el recién nacido, llamado Jesús,
y depositaron ante él sus regalos, arrodillándose
ante su Salvador, que dormía en una cuna fabricada por
José.
De repente, comenzaron a escucharse gritos y el ruido de los
fusiles mientras rompían las puertas y los cristales de
las ventanas. Un helicóptero se acercó ruidosamente
y de pronto hubo una explosión. El establo voló
por los aires. Brazos, piernas, cabezas de ovejas y piernas de
cabra, torsos humanos y una cabeza de bebé volaron hacia
el oscuro cielo aterciopelado.
La radio israelí anunció que tres supuestos
terroristas árabes que habían huido de Afganistán
habían sido asesinados en un escondite de Belén
tras haber cruzado la frontera. El gobierno israelí pidió
disculpas en caso de que hubiera habido alguna víctima
civil. Los medios de comunicación en EEUU repitieron la
misma historia, al tiempo que Washington felicitaba al gobierno
israelí por su papel en la lucha contra el terrorismo
internacional. Jesús había vivido solamente un
día.
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