Nostalgia de Bagdad
Santiago Alba Rico*
7 de abril de 2003. CSCAweb (www.nodo50.org/csca)
"Era la declaración
de Bagdad antes de la batalla, en los días previos a la
agresión y en esas últimas horas de tensión
aterciopelada; la misma que siguen transmitiéndonos hoy
desde allí nuestros compañeros brigadistas: seremos
alegres como si no existieseis; fumaremos, comerciaremos, iremos
al café y a la compra, jugaremos a taula y nos peinaremos
los cabellos como si no existieseis; incluso construiremos casas
muy grandes -ladrillo sobre ladrillo- como si no existieseis;
y la noche de vuestro ruidoso, criminal asalto, sencillamente
nos acostaremos un poco más temprano, como si no existieseis.
Exactamente lo contrario del fatalismo es la dignidad. Esa es
su victoria; era y es ya su victoria. Y es también la
fuente al mismo tiempo de nuestro dolor y de nuestra nostalgia".
A la dignidad sobre la tierra (y al pueblo iraquí
y a Carlos Varea, que es más valiente y más feliz
que yo).
Medir: recorrer la existencia entre dos puntos.
Calcular: recorrer la distancia entre dos existencias.
Se puede medir con los ojos, con las manos o con la mente
y en este sentido calcular es un cierto vacío de la mirada,
del tacto y del pensamiento. Ese vacío es útil
para construir casas, fabricar zapatos y reunir comida; pero
si ese vacío se apodera de todo, lo reglamenta todo, lo
decide todo, entonces las casas, los zapatos y la comida misma
se vuelven completamente inútiles. La relación
social entre medir y calcular define la humanidad de una cultura.
La nuestra -capitalista y liberal- ha invertido la jurisdicción
de los términos y ha pasado a medir lo que se debería
calcular y a calcular lo que se debería medir: calculamos,
por ejemplo, los beneficios, que deberían ser medidos,
y medimos los apetitos, que deberían ser cuidadosamente
calculados. Desde el punto de vista socio-económico, esta
inversión es una catástrofe permanente. Desde el
punto de vista psicológico y humano, esta inversión
es un nihilismo.
Los niños, que tratan por igual las existencias y las
distancias, ni miden ni calculan. Los santos sólo miden.
Por su parte los hombres (al menos los hombres blancos, occidentales
y cristianos) sólo calculan. ¿Es esta la "mayoría
de edad"que alboraba Kant en 1780? Se podría dejar
a un niño destruir el mundo y sólo sentiríamos
alegría. Carecer de metron, sacudirse toda medida,
desparramarse al margen de la ley, reproduce el ritmo exacto
de la belleza únicamente en ausencia de todo cálculo:
es eso que -a falta de otro nombre- llamamos la inocencia de
la infancia. Pero la ausencia de todo cálculo no puede
ser el resultado de ningún cálculo y por eso, a
partir de cierta edad, es necesario aprender a medir. Perdido
el "ritmo" de las cosas, es preciso que les tomemos
la "medida" (a las cosas) mediante un lenguaje blanco,
una mirada apoyada en el mundo y una mano izquierda abierta en
el espacio. Cuando se ha perdido el "ritmo" de las
cosas y no se ha aprendido a medirlas, nos limitamos a manejarlas
en los bordes de su existencia, al margen de su resistencia interna:
es ese nihilismo con pinzas, grúas y bombas que llamamos
madurez. Los niños pierden la inocencia jugando; el cálculo
es inseparable del juego y, si no encontramos una medida (para
los dedos y para el pensamiento), seguimos jugando el resto de
nuestra vida. Es decir, calculando. Esta es la peor minoría
de edad imaginable: la de una sociedad que no ha aprendido, o
se ha olvidado, de medir -permaneciendo para siempre en la infancia-
y que no encuentra ningún obstáculo, ningún
límite, a su pasión de calcular. La sociedad capitalista,
una sociedad en pie de guerra contra los hombres y contra las
cosas, es una sociedad de cálculo sin medida, una
sociedad en la que el máximo cálculo y la máxima
desproporción definen su hechura a cada instante. Lo que
salva al niño de su falta de metron es su milagrosa
falta de cálculo, como para probar que lo más bello
está siempre a punto de ser lo más horrible. ¿Hay
algo más horrible, más deprimente, en efecto, que
un niño que ha aprendido a calcular la satisfacción
de su desmesura? Esa es nuestra sociedad, sí: una sociedad
de niños feos, niños corruptos, niños calculadores:
una sociedad en la que Bush, Rumsfeld, Aznar y Blair deciden
nuestras vidas.
Nadie puede medir la luna y a continuación apoderarse
de ella; eso sólo lo hace el cálculo. Nadie puede
medir un ángulo y luego fabricar un misil; eso sólo
lo hace el cálculo. Nadie puede medirle los brazos a un
niño y después arrancárselos; eso -también-
sólo lo hace el cálculo. En el hospital al Kindi
de Bagdad, entre centenares de víctimas civiles de los
bombardeos, se encuentra Ali Ismain, de doce años, único
superviviente de su familia y él mismo -dice el Dr. Osama-
muy cerca de la muerte. ¿Qué le ha pasado? Que
José María Aznar le ha arrancado los dos brazos
por cálculo. Ha calculado bien y Ali se ha quedado
sin brazos. Si se los hubiese medido, si Aznar fuese capaz de
medir, si no fuese un niñato pervertido, ahora su madre
se los estaría besando (que es la forma muy humana que
tienen los cuerpos de medirse mutuamente).
Destruir todos los valores
Nihilismo. Unos días antes del comienzo del linchamiento
de Iraq, El Mundo se hacía eco de una noticia:
"Mientras el Pentágono ultima los preparativos para
la guerra, la CIA ha alertado de que grupos terroristas presentes
en Iraq planean atacar a las fuerzas de EEUU y sus aliados si
se consuma una invasión del país, según
informa The New York Times". Grupos "terroristas"
iraquíes pretenden atacar a los soldados estadounidenses,
¿dónde? En Iraq. ¿Y qué iban a hacer,
qué están haciendo esos soldados en Iraq? Invadir
el país. Fijémonos en que la CIA (y los periódicos
que la reproducen) transmiten como reservada o secreta una información
de perogrullo: habrá resistencia contra la invasión.
Pero al presentarla de esta manera la resistencia aparece como
moralmente escandalosa, como una prueba más de la monstruosidad
del régimen de Sadam Hussein, y así todo aquél
que ataque al atacante en defensa de su propio país se
convierte en "terrorista", lo que sin duda justifica
retrospectivamente la invasión: te invado porque vas a
atacarme cuando te invada. El poder de la CIA y la legitimidad
de su gobierno resplandece en este tipo de profecías de
cumplimiento inexorable: "La CIA alerta de la posibilidad
de que los iraquíes griten propagandísticamente
cuando los marines los ametrallen en sus casas". Gritan,
luego teníamos razón. Gritan, luego está
permitido ametrallarlos. Así periodistas sin entrañas
y gobiernos criminales van vaciando en los moldes de la percepción
la inversión nihilista de las proporciones: "Heroicos
bombardeos de civiles por parte de los B-52 estadounidenses",
"fanática y brutal resistencia por parte del niño
Ali Ismain, que hace estallar un misil con sus dos manos".
Naturalmente los informes del Pentágono se han cumplido
y los "terroristas" atacan a sus soldados: frente a
la invasión colonial al margen de la ley de un país
soberano por parte del mayor ejército de la tierra, que
busca apoderarse del petróleo de la zona mediante bombardeos
de barrios residenciales y lanzamiento de bombas de racimo, un
iraquí provisto de un cuerpo y un camioncito sacrifica
su vida matando a cuatro marines para defender su casa y su familia.
¡Qué monstruosidad! Nuestra cristianísima
civilización esgrime enseguida sus valores superiores:
el desprecio tecnológico de la vida ajena le produce admiración,
el desprecio heroico de la propia vida le escandaliza. La propaganda
es causa y efecto de una psicopatología generalizada:
no se pueden violar todas las leyes humanas y divinas, devastar
ciudades desde el aire, arrancar los brazos a los niños,
y seguir luego cogiendo normalmente el metro y seguir bebiendo
normalmente nuestro café y seguir comprando normalmente
refrescos a nuestros niños si no se hace enloquecer a
todo el universo. Sería insoportable acabarse plácidamente
el plato de patatas fritas de no estar protegidos por la locura.
Tenemos que destruir todos los valores, todos los patrones, todas
las medidas, y con ellos la posibilidad misma de un mundo compartido,
para poder destruir el mundo sin dejar de ser respetables y hasta
simpáticos. Puro, salvaje nihilismo.
Nihilismo y nihilismo. Pocas semanas antes del comienzo de
la invasión, los diputados del PP aprobaron en el parlamento
el apoyo incondicional del gobierno español a los crímenes
estadounidenses. La cristianísima Celia Villalobos justificó
así su voto: "Esto es un partido. Puede que votes
con el estómago revuelto, pero votas". Entre los
sicarios de la dictadura que en Chile o Argentina lanzaban a
ciudadanos desde helicópteros, secuestraban niños
y torturaban opositores hasta la muerte, los había de
dos clases: los que actuaban complacidos o convencidos y los
que actuaban "con el estómago revuelto", por
obediencia debida, según la siniestra fórmula acuñada
para justificarlos. ¿Esto es un partido? Un partido, ¿es
esto? La cristianísima Celia Villalobos votó a
favor de que se le arrancasen los brazos al niño Ali Ismain
y pide que la admiremos por el "coraje" de su decisión
y la delicadeza de sus buenos sentimientos. E incluso que la
compadezcamos -a ella y no a Ali- por los retortijones de su
moralidad, que ha sucumbido al cálculo, la disciplina
mafiosa y la ambición. ¿Cabe mayor nihilismo? Si
su Dios existe debe estar a punto de vomitar.
Nihilismo. La ministra de Asuntos Exteriores, Ana Palacios,
demostraba hace unos días que el gobierno español
había hecho muy bien sus cálculos antes de arrancarle
los brazos a Ali Ismain: el precio de la gasolina había
bajado unos céntimos y las bolsas habían cerrado
al alza. "Eso son datos", cerraba tajante con su gorgorito
regañón de sargento mal castrado, dando en las
narices a todos esos españoles ignorantes y desagradecidos
que creían que matar niños no servía para
nada. Ahora que sabemos cuánto nos conviene, no podemos
dejar de sentir un poco de rencor hacia los chavales iraquíes,
que sólo tienen dos brazos, como todos: si pudiésemos
arrancarles tres, quizás bajaría otro céntimo
el litro de eurosuper...
'Esto no es una pipa'
Nihilismo, nihilismo, nihilismo. Salí de Iraq la madrugada
del 20 de marzo, una hora antes de los primeros bombardeos, y
llegué a Amán justo a tiempo para verlos por televisión.
Si la idea de haberme puesto a salvo en el último minuto,
abandonando a su suerte Bagdad con todos sus habitantes -incluidos
nuestros valientes compañeros- no me dejaba descansar,
el hecho de ser recibido por las imágenes de la destrucción
de la ciudad confería retrospectivamente a mi salida un
aire de crueldad enfermiza, como si me hubiese dado tanta prisa
para no llegar tarde al espectáculo. "Van empezar
los bombardeos: me voy corriendo para poder disfrutarlos por
la tele". Allí en la pantalla estaban los lentos
luceros de los trazadores, por encima de un rescoldo de farolas,
precediendo a los invisibles tomahawk que levantaban de
pronto, con ruido de fallas valencianas, una columna de humo
y una hojarasca de llamas; y por detrás se dibujaba una
perspectiva infinita de edificios obscuros, como los cartones
de un decorado de teatro. "Fascinante", se le escapó
el otro día a un periodista de la CNN. El más caro
espectáculo de la historia había comenzado y yo,
que acababa de salir de Bagdad, que había dejado amigos
allí, que me había dejado un trozo de piel allí
-y buena parte de mis defectos- me enfurruñé contra
la belleza nihilista de esas imágenes con una fórmula
que sólo en apariencia es paradójica: "aunque
la televisión emita imágenes de Bagdad bombardeada,
Bagdad está siendo bombardeada". Y como estaba muy
cansado, el dolor me creció hasta el borde de los ojos.
Tan radicalmente se ha instalado en nuestra percepción
el carácter fantasmático de la televisión,
la cenestesia barroca de que lo que aparece es siempre un producto
y no un acontecimiento (o la de que el verdadero acontecimiento
es el producto) que negar una imagen es sólo afirmar su
poder para vaciar a cucharadas el mundo de existencias. ¿Contradicción
obscena, cinismo, goebbelsiana perfidia? No, obediencia, más
bien, a la lógica del espectáculo: nada tenía
de raro que al día siguiente, sobre las imágenes
del nuevo, durísimo bombardeo de Bagdad, el busto de Rumsfeld
desde Nueva York -en uno de esos montajes sincronotópicos
que permiten una cierta ubicuidad al espectador- declarase con
firmeza: "No estamos bombardeando Bagdad. Bagdad no está
en llamas. Está en llamas el régimen de Sadam".
Todos veíamos arder Bagdad y todos oíamos a Rumsfeld
negarlo; pero, lejos de percibir esta contradicción como
un choque brutal, como una bomba en el sentido común,
nos parecía más bien que las imágenes le
daban la razón: que todos viésemos Bagdad bombardeada
probaba sin lugar a dudas que Bagdad no estaba siendo bombardeada.
Como en el famoso cuadro de Magritte "Esto no es una pipa",
Toni Blair tituló, por su parte, las imágenes
de ayer de la invasión de Iraq con un natural y descriptivo:
"Esto no es una invasión". Negar lo que nos
enseña la televisión es sencillamente volver a
afirmar lo que la televisión presupone: que nada existe;
y por lo tanto toda propaganda es siempre y sólo descriptiva,
en el sentido de que describe objetivamente la inexistencia del
objeto. Ese día, el 21 de marzo, me juré en Amán
no volver a encender la televisión, no volver a contemplar
ningún bombardeo por televisión, disciplinar para
siempre todas mis tentaciones nihilistas. Decidí aprehender
los horrores de la guerra a través tan sólo de
los teletextos en árabe, terribles en su sobriedad, que
suman existencia al restar recursos; o a través, en cualquier
caso, de artículos de la prensa digital, a sabiendas de
que ninguna guerra nos parece completamente injustificada si
nos sigue produciendo placer contemplarla desde la trinchera
mullida de nuestro sillón. Pero lo cierto es que las palabras
pueden también producir grandes malabares de nihilismo.
Es así: admiramos la fuerza superior porque es superior,
y la admiramos también porque nos parece más hermosa;
admiramos, pues, la superioridad estética de los estadounidenses,
su capacidad para matar más gente iluminando mejor el
cielo, frente a la impotencia de los iraquíes, que tienen
que conformarse con matar menos gente y, en consecuencia, con
un espectáculo mucho menos brillante, un poco decadente,
un poco "socialista". El corresponsal de El Mundo
en las filas del ejército yanqui describía ayer
de esta manera la batalla de Karbala: "Las fuerzas iraquíes
respondieron usando las baterías antiaéreas, pero
sus débiles proyectiles apenas brillaban ante el resplandor
del fuego americano". Nihilismo, nihilismo, nihilismo.
La proyección del miedo propio
Nihilismo. La mayor parte de los periódicos no son
más que juguetes, aparatitos luminosos de calcular, mesas
de casino de una madurez sin medida. ¿Es esto la información?
Todo junto, todo mezclado, todo batido en una cremosa, suavísima,
ligerísima nada: "Las imágenes más
impactantes de los bombardeos", "científicos
británicos establecen la fórmula de la felicidad:
P+5E+3ª", "el perfil del terrorista suicida",
"el perfil de la mujer infiel", "éxito
de desert combat: la guerra en Iraq inspira la creación
de video-juegos caseros", "B-52, una joya de la tecnología",
"hallada la fórmula matemática para dar la
vuelta a la tortilla en la sartén", "última
pasión en internet: apostar a cuánto tiempo resistirá
Sadam Hussein"; y como colofón, el triunfo de la
democracia en formato de referéndum cotidiano propuesto
al (e)lector: "¿Cree que Sergio García tiene
opciones de ganar el Master de Augusta?". Mientras tanto,
entre el Tigris y el Eufrates, un grupo de iraquíes que
huyen con cuatro viandas de las bombas estadounidenses, tropiezan
en el desierto con los que se las lanzan: un puñado de
marines hambrientos aislados del grueso de las tropas y que recorren
extraviados el desierto al borde del desfallecimiento. Los marines
han violado el mandamiento "no matarás"; pero
los iraquíes son tan refinados, llevan tanta civilización
entre las costillas, que no necesitan ningún catecismo
que les recuerde el imperativo: "dad de comer al hambriento".
Los soldados, pues, reciben huevos de sus víctimas y los
devoran sin acabar de creerse lo que están viendo. El
médico de la unidad desconfía: "¡No
comáis! ¡Pueden estar envenenados!". Ellos
lo hubiesen hecho. O quizás no. Pero lo cierto es que
este temor al huevo de unos campesinos normalmente generosos
prueba hasta qué punto desconcierta a un estadounidense
la normalidad; demuestra que los soldados yanquis han trasladado
hasta Iraq el miedo estructural de su cultura y lo proyectan
sobre los iraquíes, de los que no saben nada y a los que
no pueden imaginar diferentes de los criminales psicópatas
de sus ciudades: la desconfianza, el terror de los cuerpos, la
angustia de la contaminación, el horror a los alimentos
no industriales, las alergias, la imagen del homeless
del que no aceptarían jamás un caramelo. Nihilismo.
Los temores intrínsecos de una cultura claramente inferior,
ignorante y autista se revelan paladinamente en la angustia del
pobre soldado prisionero que responde en televisión a
la pregunta de por qué ha venido desde EEUU a matar iraquíes:
"Si ellos no me molestan a mí, yo no los molesto
a ellos". ¿Cabe imaginar una respuesta más
absurda, más insensata, más enternecedoramente
nihilista? En cualquier caso, ya lo vemos: el hambre civiliza
y los marines se comieron los huevos; esperemos que, al igual
que ocurrió con los bárbaros de Alarico y Atila
entre los romanos, en contacto con los habitantes de Iraq sus
verdugos adquieran al menos algunos de los valores elementales
de la civilización.
Ahora que llevamos ya quince días de bombardeos, ahora
que hemos visto a una niñita muerta y sin tobillos y a
Ali Ismain sin brazos, ahora que las bombas de racimo inseminan
pepitas de metralla en los cuerpos de las valientes mamás
que van al mercado, me vuelve a la cabeza, como el dolor de una
brecha, la última imagen de Bagdad: recostada bajo un
cielo altísimo, ya de noche, con algunas colillas de alumbrado
apenas encendidas, sin coches y sin gente, mientras nuestro autobús
abandonaba sus calles vacías pocas horas antes del primer
ataque estadounidense. Había algo triplemente absurdo,
e infinitamente doloroso, en la imagen de esta ciudad que ese
19 de marzo del 2003 se acostaba un poco más temprano
que de costumbre. Era difícil representarse el peligro
que se cernía sobre ella, hacerse a la idea de que había
algún motivo para huir, aceptar que la serenidad, la alegría,
la normalidad de los días anteriores mereciese una lluvia
de misiles: todo en nosotros se revelaba contra la posibilidad
de que una cosa así sucediera bajo la misma luna que brillaba
en las aguas del Hudson o del Sena y a gente provista todavía
de dos pies y de dos manos y que usaba unos y otras para las
mismas cosas que nosotros. Pero había algo aún
más absurdo que esta imposibilidad de enlazar los términos
"iraquí" y "destrucción" y
era la certeza de que eso que no podíamos ni siquiera
concebir iba a ocurrir e iba a ocurrir, aún más,
esa misma noche. El carácter inevitable, inexorable, del
golpe le confería una especie de dimensión metafísica
-un castigo del Dios celoso de la Biblia- y, al mismo tiempo,
el carácter de una catástrofe natural predicha
matemáticamente por una ciencia exacta e inútil.
Pero las bombas, ¿no las arrojan los hombres? Y los hombres,
¿no son sujetos de razón? Es decir, ¿no
están sujetos a la contingencia, a la desviación,
al sesgo impredecible? Se venía anunciando desde hacía
semanas, meses, sin que los grandes poderes de la tierra pudiesen
hacer nada contra ello; sin que la ONU, Francia, Rusia, China,
millones y millones de personas en todo el mundo pudiera detener
la rambla; se venía anunciando como si se tratase de un
fenómeno meteorológico, un eclipse de sol, un cometa,
un ciclón ominoso, pues en el empecinamiento estadounidense
contra leyes, mandamientos morales y protestas había algo,
en efecto, inhumano; es decir, avasalladoramente natural, mortalmente
biológico. En ese momento, mientras salíamos de
Bagdad con el corazón oprimido, nos parecía ya
oír sobre el muro del horizonte batir la gigantesca ola,
se aproximaba el murmullo aún remoto del huracán
o la lengua de lava que avanzaba inexorable: eran, sí,
los bárbaros. Estaban, están a las puertas de Bagdad,
como el mongol Hulagu o el brutal Tamerlán en otro tiempo.
Naturaleza desencadenada, meteorología en furia, el cielo
descargando ciego sus estrellas sobre la tierra. Decía
Simone Weil que, por primera vez en la historia, el capitalismo
reúne en la técnica fuerza y civilización;
o, lo que es lo mismo, barbarie y nihilismo. ¿No es esto
lo que expresan las palabras del sargento Sprague, de Virginia,
que leí con espanto varios días después,
una vez desatada la invasión en las tierras de Ur y Babilonia,
donde nacieron la escritura y la ley? "Me he tragado todo
el desierto de camino hasta aquí desde Basora y no he
visto todavía ni un centro comercial ni un restaurante
donde comerme una hamburguesa. Esta gente carece de lo más
elemental. Hasta en un pueblecito como el mío, de 2500
habitantes, tenemos nuestro McDonald's a un extremo del pueblo
y nuestro Hardee's en el otro". También a los godos
los romanos les parecían un pueblo atrasado, "carente
de los más elemental", porque no se hacían
copas con los cráneos de sus enemigos.
Bajorrelieve de una civilización
superior
Pero lo más absurdo de todo, mientras salíamos
de Bagdad y cruzábamos el puente sobre el Tigris, era
que, predicho y anunciado, seguro, inevitable, nadie huía
del ataque. No obstante habérnoslo repetido una y otra
vez cada uno de los bagdadíes con los que habíamos
hablado en los días anteriores (Ishraq, Yosraa, Hadi,
Asem) nos sorprendía no ver carreras, señales de
pánico, un reguero de automóviles cargados y fugitivos
en la carretera. La gente de Bagdad parecía sencillamente
querer acostarse ese día un poco más temprano.
¿Fatalismo y resignación, como decía el
fugado embajador de España desde Amán? Una de las
últimas imágenes diurnas que conservo de Bagdad,
doce horas antes del primer bombardeo, bajorrelieve en efecto
de una civilización superior, es la de una grúa
y unos trabajadores de la construcción levantando un edificio
que quizás iba a venirse abajo pocos días más
tarde, que quizás hayan derribado ya los bravos nihilistas
de la mirada de cieno. ¿Fatalismo? ¿Resignación?
Exactamente -exactamente- todo lo contrario: el desdén
supremo de una cultura de hombres hacia los siniestros, incultos,
salvajes, primitivos invasores que venían a destruirla.
Era la declaración de Bagdad antes de la batalla, en los
días previos a la agresión y en esas últimas
horas de tensión aterciopelada; la misma que siguen transmitiéndonos
hoy desde allí nuestros compañeros brigadistas:
seremos alegres como si no existieseis; fumaremos, comerciaremos,
iremos al café y a la compra, jugaremos a taula y nos
peinaremos los cabellos como si no existieseis; incluso construiremos
casas muy grandes -ladrillo sobre ladrillo- como si no existieseis;
y la noche de vuestro ruidoso, criminal asalto, sencillamente
nos acostaremos un poco más temprano, como si no existieseis.
Exactamente lo contrario del fatalismo es la dignidad. Esa es
su victoria; era y es ya su victoria. Y es también la
fuente al mismo tiempo de nuestro dolor y de nuestra nostalgia.
Porque mucho más absurdo que todo lo demás, insuperablemente
absurdo, tan inconmensurablemente absurdo que tiene por fuerza
que abrigar algún milagro, es el hecho de que, a punto
de ser devastada por las bombas de los godos del átomo
y el uranio, en esos tres días de marzo, fuimos -diablos-
muy libres y muy felices en Bagdad.
Qahtan, si estás vivo estarás
contento
Qahtan tenía -tiene, tendrá- diez años,
aunque aparentaba siete, y lustraba zapatos a la puerta del Hotel
Al-Ars, donde nos alojábamos y donde aún se alojan
nuestros compañeros brigadistas en Bagdad. Todos los días
(en esa semana corta de cinco años) aprovechaba alguna
tregua para hablar con él. Qahtan insistía en que
pusiese mi pie sobre el cajón, pero yo -como me gustaba
hacer también en El Cairo- me quitaba las botas y me sentaba
en un poyete a su lado, porque las palabras -al contrario que
las piedras o las bombas- circulan mejor en horizontal. Entonces
él me ofrecía, y yo aceptaba, sus chancletas azules
de plástico en las que apenas si podía meter los
dedos. A un estadounidense e incluso a un europeo les resultará
difícil comprender la necesidad, la belleza de este intercambio
de delicadezas con el que se miden los hombres en Iraq y en general
en el mundo árabe: una verdadera regla de medir, de medirse,
de reconocerse y cuidarse mutuamente, que podríamos llamar
"cortesía" sino fuese porque, al contrario que
la nuestra, no es el privilegio de una clase o de una formación
sino que las cubre y las integra a todas, por encima de religiones
o ideologías, en una especie de ilustración práctica
y de universalidad inconsciente del gesto social. Hay que tener
mucho cuidado con un camarero de El Cairo o con un limpiabotas
de Bagdad porque su forma de cuidarte establece siempre entre
los dos, con la espontaneidad de una gracia, ese igualitarismo
que entre nosotros ha sido siempre exclusiva del amaneramiento
de las aristocracias... En fin, que uno de esos días Qahtan,
que me contaba su vida, se levantó el pantalón
y me enseñó la pierna izquierda: una enorme cicatriz
mal cosida y llena de repulgos le recorría toda la extremidad,
desde la rodilla hasta el pie. Enseguida acudieron a mi memoria
imágenes de otras visitas, escenas de hospitales o de
barrios bombardeados, y naturalmente también la inminencia
un poco obsesiva del ataque futuro. Pero no. Qahtan, con toda
sencillez, me contó que había sido un accidente
de tráfico. Ya sé, es absurdo, pero confesaré
que también esto, en esos momentos, me pareció
una victoria. ¡Me alegré, sí, de que hubiese
accidentes de tráfico en Bagdad! ¡Me sentí
muy feliz de que a Qahtan le hubiese roto la tibia y el peroné
un coche iraquí y no un misil estadounidense! Era otro
signo de independencia frente al imperialismo de Washington...
Qahtan, si estás vivo estarás contento, como
lo estabas hace quince días, porque está ya demostrado
que lo que destruye la alegría es el cálculo,
pero no las bombas. Espero que estés vivo. Porque si te
pasa algo, si te tocan siquiera un pelo, si una de las uvas de
hierro de Hulagu te roza la pierna derecha, lloraré tanto,
gritaré tanto, viviré tan lejos, tan alto y tan
cargado de razón que la onda expansiva de mi dolor volcará
la Casa Blanca y les vaciará a Bush y a Rumsfeld las entrañas
que no tienen.
He aquí un gesto de suprema elegancia. Dos horas antes
de coger el autobús y abandonar Bagdad paseamos por las
calles vacías del barrio de Al-Karrada. Nos paramos a
hablar con un niño que juega junto a un coche y que enseguida
llama a su padre, un modesto y distinguido pintor, el cual nos
hace entrar en su casa. Después de dos tés, Adel
nos dice lo mismo que Ishraq y que Yosraa y que Hadi y que Asem:
que no se van a marchar, que ni siquiera van a acudir a los refugios
-de los que no se fían tras la destrucción del
de Al-Amiriya en febrero del 91- y que, si tienen que morir,
prefieren hacerlo entre sus muebles, rodeados de su familia,
con el fuego de la cocina encendido y quizás una baraja,
un libro y un pincel sobre la mesa. Al marcharnos, muy tímidamente,
le explicamos que los dinares iraquíes ya no nos sirven
para nada y le ofrecemos un fajo de cientos de billetes (una
cantidad obscenamente irrisoria para nosotros). No deberíamos
haberlo hecho, pero Adel sabe juzgar muy bien a los hombres y
las situaciones. Lo rechaza, naturalmente, pues aceptarlo habría
significado falsificar su invitación y degradar su posición
de anfitrión, y nosotros insistimos. Cuando se lo ofrecemos
por tercera vez, es tan delicado, tan sensible, tan cuidadoso,
que teme ofendernos y que nos marchemos desairados. Así
que coge la resma, extrae un solo billete y, después
de dárselo a su hijo, nos devuelve el resto. El genio
de su delicadeza ha salvado una relación entre iguales
-y ahora podemos besarnos y conmovernos pecho contra pecho.
Frente a la infinita cortesía y su regla de medir existencias,
nihilismo y nihilismo. Si le hicieran a un hombre lo que le han
hecho al lenguaje, no quedaría de él ni una sombra
de carne. Pero lo que le han hecho al lenguaje -tiene razón
Kant- es mucho peor porque se lo han hecho a todos los
hombres y, por lo tanto, a la supervivencia misma de la humanidad
como espacio habitable. A la sangrienta invasión de un
país soberano la han llamado "Libertad para Irak"
y, a sabiendas de que no puede haber contradicción allí
donde se ha ausentado la razón, han bautizado los bombardeos
de mercados en Bagdad -el genio del antiguo piloto Harlan Ullman-
"Impacto y pavor" o "Conmoción y espanto",
según el capricho de los traductores. El capitalismo es
un nihilismo. Incluso el más fanático de los integristas
musulmanes cree que las piedras son de piedra y que la sangre
es de sangre. Los ingleses no. Al asedio medieval de Basora,
ciudad sin agua, sin luz, sin comida ni medicinas, el ejército
de su Majestad le ha dado el nombre de "James"... en
homenaje a James Bond. ¿Qué nombre habrá
dado Sadam Hussein a sus operaciones de defensa? No lo sabemos,
porque nosotros, merced a los reporteros rasos enrolados en las
filas del Pentágono, avanzamos con los estadounidenses
hacia Bagdad, en una identificación cinematográfica
con los marines que deja fuera a la mitad de los combatientes:
precisamente a las víctimas. Nihilismo de bárbaros
con juguetes de matar.
Por eso les arrancan los brazos a
sus niños
Lo han calculado todo, no han medido nada. Sobre mapas erizados
de banderitas, con aviones espías que sobrevuelan las
chaquetas, mediante fotos satélite que cuentan los grumos
en la sopa, lo han calculado todo, pero no han medido nada. El
dolor, el amor, la dignidad no se calculan: se miden. Y para
eso hay que tener una regla. Si se tiene esa regla, a veces basta
con pasear por la calle sobre dos piernas y sin gafas de visión
nocturna. Los infantes de marina estadounidenses se muestran
contrariados y sorprendidos porque, después de tomar dos
puentes sobre el Eufrates, los iraquíes no airean las
banderitas con barras y estrellas que llevan escondidas bajo
la galabiya: ¡les disparan! Les faltaba la regla. A nosotros,
que estábamos en Bagdad el día 19 de marzo, que
entramos en cafés, hablamos con artistas y visitamos familias,
no nos sorprende nada la resistencia. Sadam Hussein, claro, hace
propaganda -y muy jodida- cuando habla de la inminente victoria
de sus fuerzas, pero el pueblo iraquí ha vencido ya a
espaldas de su caudillo. Mientras en Washington y Nueva York
se activaba la alerta amarilla y luego la naranja y sus habitantes
caminaban encogidos por la calle, asustados y recelosos, en las
calles de Bagdad, la víspera del ataque, los niños
corrían, las madres alborotaban, los padres fumaban. Mientras
en Washington y Nueva York se confundían Túnez
con Turquía y se anulaban vacaciones en Marruecos y se
fundían contra un fondo siniestro pueblos y gobernantes
y se denunciaban y encarcelaban pieles cetrinas sospechosas de
amenaza racial, en las calles de Bagdad, la víspera de
la primera bomba, los niños, las mujeres y los hombres
nos saludaban con cariño, cabalmente informados de la
diferencia entre el pueblo español que abarrotaba las
plazas y el gobierno de Aznar que mandaba al Golfo sus soldaditos
humanitarios. Mientras en Washington y Nueva York se apaleaba
a un mendigo, se negaba socorro a un viandante, se desconfiaba
de un hombre que acariciaba a un niño y se expulsaba a
un chicano de un restaurante, los habitantes de Bagdad, la víspera
de los primeros muertos, nos dieron una lección inolvidable
de buenos modales. Mientras en Washington y Nueva York se lustraban
los misiles tomahawk, se ajustaban las turbinas de los
B-52 y se vestía a la madre de todas las bombas, los habitantes
de Bagdad, la víspera de la invasión, amontonaban
enternecedores saquitos terreros en las esquinas y luego se iban
a tomar el té: el tempo vertiginoso, desbocado, de la
guerra contra el tempo lento, vivificador, de la cultura. El
pueblo iraquí ha vencido ya. Por eso les arrancan los
brazos a sus niños: si han vencido ya, que al menos no
puedan hacer el signo de la victoria con los dedos. Esta es la
lucha de civilizaciones. La propaganda, lo sabemos, es reversible
y lo contrario de la propaganda no es la verdad sino la propaganda
contraria. Pero dejadme, por una vez, que haga propaganda de
la verdad (¿acaso no hay que hacer también propaganda
de los buenos libros y de los remedios milagrosos?). Y la verdad
es que sus niños son más alegres y más guapos
que los nuestros, sus mujeres más libres, sus viejos más
sabios y sus hombres más civilizados. Claro que EEUU quiere
su petróleo y apuntalar el clavo de Israel en la región
y debilitar a los rivales europeos, pero si ha lanzado diez mil
bombas sobre Basora, Mosul y Bagdad es sobre todo por esto: envidia
de valores más altos, de modales más humanos, de
una alegría más pura. Que nadie me reproche que
exagero: exageran las bombas en los mercados y los misiles contra
las casas de Al-Karrada, de Al-Qadisiya y Yisridial. Lo cierto
es que han vencido y lo cierto es que su resistencia es un motivo,
al mismo tiempo, de dolor y de esperanza. Cada día que
resisten se multiplican sus sufrimientos y la crueldad nihilista
del invasor; pero cada día que resisten aumenta también
la dignidad sobre la tierra y con ella las condiciones y los
motivos de supervivencia de la humanidad. ¿No hablaba
antes de mi nostalgia de Bagdad, de mi felicidad en Bagdad? En
el límite de la abyección, no se puede rozar, respirar,
tocar la raíz del hombre sin volverse loco de alegría.
Mi felicidad era tan solo esa victoria erguida, visible, de lo
más básico, de la civilización primera de
cada hombre en medio de la barbarie, de la dignidad en medio
del fatalismo de la inexorable naturaleza. Eso no puede olvidarse
fácilmente.
Y nihilismo. La Cruz Roja denuncia la ayuda humanitaria distribuida
por los militares como "injusta" y "denigrante".
¿Volar las potabilizadoras y repartir después botellas
de agua? ¿Arrancarle los brazos a un niño y regalarle
después unos guantes? ETA tiene al menos la decencia,
frente a nuestro gobierno, de no dejar jamás junto al
cadáver caramelos para los hijos de sus víctimas
ni piezas de recambio junto al coche que acaba de hacer estallar.
Aznar es un nihilista. "Si me hubiesen preguntado a mí",
dice, "yo también habría dicho no a la guerra".
Si nosotros estuviésemos en su lugar -reconozcámoslo-
también habríamos hecho lo mismo que él.
Es decir: si hubiésemos nacido en una familia franquista
y hubiésemos explotado todas sus ventajas, si no nos hubiésemos
atrevido a pensar contra la educación recibida, si no
hubiésemos aprendido a medir, si fuésemos calculadores,
interesados, deshonestos y asesinos, también habríamos
decidido -y nos habría alegrado- arrancarle los brazos
a Ali Ismain. Puede Aznar, en todo caso, decir tranquilamente
"no a la guerra" con el resto de los españoles,
sin arriesgarse a salvar su alma, porque no se va a hacer ni
caso.
Acabo lejos del nihilismo. No es verdad, como pretendía
Louis de Bonald, que sólo se contagien las enfermedades
y los vicios. Mientras el virus de la neumonía atípica
se contagia y extiende por China y Tailandia, el virus de la
dignidad se contagia y extiende por el mundo entero. Saludo desde
aquí, con lacerante nostalgia de Bagdad, a Ishraq y a
su hermana Yosraa, extraordinaria pintora de ojos más
antiguos que todo el petróleo de la tierra, y a sus hijos
perfectos, que me regalaron una hoja del árbol del Paraíso,
y a Qahtan y a Saief, que con nueve años y pocas horas
antes del asalto de la Bestia se preocupaba por los palestinos;
y al dueño del café de la calle A-Rachid, que me
hizo el honor de morder antes que yo un limón seco; y
a Badia, que volvió a Bagdad para estar al lado de su
marido y sus hijos durante los bombardeos; y a Hadi y a Asem
y a Adel y a todos los que en las calles de Bagdad se pararon
a mirarme y siguieron dignamente su camino. Y saludo, claro,
a mis admirados y envidiados compañeros brigadistas, más
valientes pero también más felices que yo, que
confirman todos los días desde Bagdad lo que yo desde
aquí cuento: Mª Teresa Tuñón Alvarez,
Mª Rosa Pañarroya Miranda, Ana Mª Rodríguez
Alonso, Belarmino Marino García Villar, José Bielsa
Fernández, Javier Barandiaran, Carlos Varea (y Manu Fernández
e Imanol Telleria, dos vascos extraordinarios, que acaban de
volver -en todos los sentidos- para contarlo).
A los que volvimos antes, a los que nunca han ido, a los grupos
de riesgo de la dignidad humana, les contaré, para consolarles,
un cuento que es de veras. El día 18 de marzo, un taxista
de Bagdad, un hombre soltero de unos treinta años, me
refería serenamente que a los pocos días tenía
que incorporarse al ejército para combatir. Me preguntó
luego por mi nacionalidad y por el motivo de mi viaje y acabé
confesándole, con malestar y una sombra de vergüenza,
que volvía a mi país el viernes de esa misma semana.
Se llamaba también Ali y Ali tuvo un gesto que me resulta
difícil imaginar en un taxista madrileño en una
situación parecida. Me consoló. Adivinó
mi malestar, detuvo un momento el coche y me cogió la
mano: "li kul muqatil mauqa'", "cada combatiente
tiene su posición en el frente", me dijo. Y al despedirse
me dio dos besos muy viriles, como acostumbran hacer los árabes,
en las mejillas.
El frente es tan pequeño como el mundo. La guerra es
una sola. Contra la ilegalización de Batasuna, contra
el cierre de Egunkaria, contra el desalojo del Laboratorio de
Madrid, contra la tortura, todos estamos en la misma lucha. Y
a cada uno de nosotros corresponde ocupar una posición
y admirar la de los demás. Bagdad no tiene cinco millones:
tienes seis mil millones de habitantes. Y una ciudad tan grande
no puede caer.
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