Index
Paremos la guerra contra Iraq


*Santiago Alba, filósofo y ensayista, es autor de Dejar de pensar y Volver a pensar. Finalista del Premio Anagrama de Ensayo 1995 por su obra Las reglas del caos. Ediciones Orates y Virus publicaron en 1992 sus guiones televisivos de "Los electroduendes" (1984-1988) bajo el título ¡Viva el mal!, ¡Viva el capital!

Enlaces relacionados:

Al-Amiriya

Otros textos de Santiago Alba publicados en CSCAweb:

Diez niñitos

La nueva edad de piedra

Imre Kertész, premio Nobel al sionismo

Chatila o la vida extraterrestre

Inseguridad Ciudadana

Wafa Idris: el milagro funesto

Qué importa que no sean nazis si son unos asesinos

"Iraq: un cuento para niños"

Iraq: prohibido sangrar

El atentado suicida: la negación 'sí'

Guerra de palabras

Esquirlas

Capitalismo y civilización
.

Agenda 2003 Iraq


Últimas noticias:
Iraq existe

Santiago Alba Rico *

2 de febrero de 2002. CSCAweb (www.nodo50.org)

"Hay que ir a Iraq porque existe. Hay que ir a Iraq porque existe y no obedece: no es desgraciado. Hay que ir a Iraq porque no es desgraciado y lo van a aniquilar. Podríamos consolarnos pensando que los iraquíes ya no son más que lo que hemos hecho de ellos, que bajan la cabeza y se quejan. No nos dejemos consolar. La televisión nos engaña otra vez. Enfrentémonos a la realidad. Las cosas son así de impresionantes. Son así de tristes: EEUU y sus monaguillos asesinos (con Aznar a la cabeza) van a borrar del mapa a un pueblo que no llora."

El espectáculo de las Torres Gemelas fue sin duda uno de los más caros de la Historia. Hubo que remover 14 manzanas de edificios, drenar el río Hudson, excavar 917.000 m3 de tierra; trabajar durante siete años, noche y día, para levantar esas 100.000 toneladas de acero a 411 metros de altura, con un coste de obra de 750 millones de dólares de 1975. Hubo que llenar sus 4.400 hectáreas verticales de muebles, plantas y fuentes decorativas, teléfonos, máquinas de café; proporcionar a sus grifos, calefacciones y aires acondicionados ocho millones de litros de agua al día y suministrar cotidianamente a sus miles de ordenadores, televisores, frigoríficos y sistemas de iluminación la energía eléctrica que consume la ciudad de Zamora. Hubo que contratar a una legión de limpiacristales que bruñesen sus 43.000 ventanas y pagar a una pléyade infinita de técnicos para que se ocupasen del manejo, la manutención y reparación de sus 244 ascensores. Hubo que instalar en sus 110 pisos a 430 compañías de 28 países que hacían volar por el mundo todos los días, con la fuerza de una sola mano, el producto interior de Costa de Marfil o Paraguay. Hubo que resignarse a la revalorización de los terrenos, alquilar los dos titanes a Silverstein y Westfield en julio del 2000 por 3.250 millones de dólares y asegurarlos en 7.200. Hubo que alimentar, vestir y entretener durante años a 50.000 empleados y elegir de entre ellos a los 2.800 más capacitados para arder y hacerse pedazos y saltar con sincera desesperación desde las ventanas.

Hubo -al mismo tiempo- que movilizar al ejército soviético para que interviniese en 1979 en Afganistán y tentar a Carter y Reagan para que organizasen contra él la más grande operación encubierta de la historia de la CIA. Hubo que armar, entrenar y financiar con miles de millones de dólares a los 35.000 radicales islámicos de 40 países que se sumaron a la lucha anti-comunista de los fundamentalistas afganos, proporcionar los medios más sofisticados y fabulosos a 150.000 agentes estadounidenses y pakistaníes, subvencionar millonariamente a Ben Laden y acordar suculentos negocios con su familia. Hubo que aumentar a 4.500 toneladas la producción anual de opio en Afganistán y a un millón y medio el número de heroinómanos en Pakistán y atizar durante diez años una guerra civil que produjo centenares de miles de víctimas y dos millones de refugiados. Y hubo también que destruir -finalmente-, como pequeño gasto complementario, dos Boeing-767 valorados en 200 millones de dólares. Todo este trabajo reveló el 11 de septiembre su secreta fecundidad y su sentido en dos horas inolvidables de televisión.

La escena de Bagdad

Pero más cara aún será la escena de Bagdad. Habrá habido que crear lentamente el Tigris y mandar al califa al-Mansur, en el año 758, a construir una ciudad nueva en sus orillas. Habrá hecho falta levantar palacios, tender puentes, trazar jardines, erigir escuelas, abrir mercados, alzar mezquitas, afirmar murallas durante trece siglos. Habrá habido que dejarla sobrevivir a las luchas entre Amín y Ma'mun, al asedio del mongol Hulagu y de Tamerlán, a la conquista otomana y a la invasión inglesa de 1917. Habrá habido que financiar los harenes de Harum-a-Rachid, los ejércitos de 'Adud-a-Dawla, las madrasas de al-Nasir. Habrá habido que transportar un número incalculable de frutas, especias y carnes por el río; coser un número incalculable de vestidos; pescar un número incalculable de carpas y ordeñar un número incalculable de vacas. Habrá habido que arrancar millones de toneladas de piedras a las canteras para construir las cúpulas doradas de al-Kadimain, los arcos de al-Mustansiriya y la nave de Jan Marjan. Habrá habido que fundir millones de lingotes de oro para acuñar millones de monedas que hiciesen circular millones y millones de hogazas de pan y millones de apetitos. Habrá habido que alimentar y casar, durante generaciones, a los antepasados de Ashraf y Munira (entre otros cientos de miles de Iraqíes) para que ahora éstos revienten con naturalidad bajo las bombas.

Habrá habido que llevar al partido ba'ath al poder en 1975 después de haber asesinado y encarcelado a miles de comunistas; habrá habido que convencer a Reagan de que apoyase a Sadam contra los iraníes y los kurdos y le vendiese toda clase de armas hasta 1990, incluidas las de "destrucción masiva"; habrá habido que manipular la OPEP y provocar la invasión de Kuwait. Habrá habido que dejar al régimen iraquí, al mismo tiempo, nacionalizar el petróleo, construir escuelas y hospitales, eliminar el analfabetismo y mejorar la sanidad. Habrá habido que pedir luego a Bush I, en 1991, que volase los puentes, las depuradoras de agua y las centrales eléctricas de Bagdad y matase a 150.000 iraquíes; y habrá hecho falta también -para aumentar el suspense- parir a millones de niños y hacer morir a 800.000 de tifus, cáncer, desnutrición y hepatitis, durante una década de bloqueo. Habrá habido que alargar luego la trama, en beneficio de la tensión dramática, gastando algunos millones de dólares en fintas y forcejeos en Naciones Unidas (NNUU) y algunos más en inspecciones un poco obscenas exigidas por el guión. Pero tan larga espera y tantas fatigas se descubrirá que han valido la pena cuando los bombarderos estadounidenses, con un solo dedo y también a través de una pantalla, derramen sus luces de Navidad sobre las tristes azoteas de Bagdad ante seis mil millones de telespectadores.

Así es el mundo; así es la televisión. Voladura de torres en directo, bombardeos en directo, sangrientos tiroteos y explosiones en directo, hambre, azotes y estertores en directo, uno empieza a sospechar que todos participamos sin saberlo, como mirones o como comparsas, en una vastísima, complejísima operación calderoniana de distracción recíproca. Se nos distrae, nos distraemos. Las torres en llamas, las bombas, el dolor, el hambre, son sólo maniobras de distracción. Para distraernos, ¿de qué? Para distraernos, precisamente, de las torres en llamas, las bombas, el dolor y el hambre.

El ardid es perfecto: mientras nosotros nos distraemos viendo por la televisión cómo EEUU bombardea Iraq, mata a sus niños y se apodera de su petróleo, EEUU aprovecha para bombardear Iraq, matar a sus niños y apoderarse de su petróleo. ¿O es quizás al revés? Mientras EEUU bombardea Iraq, mata a sus niños y se apodera de su petróleo, nosotros nos distraemos viendo por la televisión cómo EEUU bombardea Iraq, mata a sus niños y se apodera de su petróleo.

Mirar y ser mirados

La televisión puede mostrar la realidad, exponer las entrañas del mundo y hasta decir ocasionalmente la verdad porque, cada vez que atrae nuestra atención hacia un acontecimiento, nuestra atención queda completamente satisfecha. Nos distrae siempre. ¿De qué nos distrae? Nos distrae de lo que está verdaderamente ocurriendo. ¿Y qué es lo que está verdaderamente ocurriendo? Lo que está verdaderamente ocurriendo es que las cosas están ocurriendo verdaderamente.

Los niños enfermos de leucemia en el Hospital Pediátrico de Basora, ¿se distraen viendo reportajes que exponen los efectos del uranio empobrecido sobre los niños de Basora? Los jóvenes heridos en Palestina por los misiles israelíes, ¿se distraen viendo documentales sobre la eficacia del ejército de Israel? Y los hambrientos de Etiopía, ¿se distraerán viendo las imágenes de la hambruna en África?

He insistido una y otra vez en que la división entre ricos y pobres, entre verdugos y víctimas, solapa también una jerarquía de poder puro, en formato tecnológico, que divide a los hombres en dos mitades: los que miran y los que son mirados. Pero esto no es del todo cierto. Porque esa tecnología, y la ilusión de invulnerabilidad que la acompaña, están mucho más generalizadas que la riqueza y el poder. He visto en la Ciudad de los Muertos de El Cairo a paupérrima gente, cuya única posesión era una gallina y un hornillo de gas, prepararse un té desnudo con la televisión encendida. He visto en Chiapas a indígenas morir de cólera en una choza delante de la televisión. He visto antenas parabólicas en los terribles campamentos de refugiados palestinos de Líbano. También los que son mirados -y por lo tanto despreciados como perros- miran dos o tres veces al día.

En cualquier caso, el poder nihilizador de la imagen televisiva acomete estas dos obras de silenciosa zapa. Rompe, por un lado, el hilo del tiempo. Ninguna generación antes de la de nuestros padres y ninguna en la misma medida que la nuestra -al menos de este lado del mundo- tuvo jamás la sensación de que su vida estuviese constituida de una sucesión de momentos históricos. Los hombres que hicieron la revolución francesa, y los que se defendieron de ella, lucharon en medio de una terrible normalidad; los judíos exterminados por los nazis no se consolaban con el privilegio de una maldad sin precedentes. Pero que cada momento sea nuevo, que cada momento sea histórico en la televisión ("una victoria histórica del Madrid", "un discurso histórico de Bush", "un concierto histórico", "una jornada histórica"), al igual que ocurre con la permanente renovación de las mercancías, quiere decir que cada momento es considerado excepcional, redondo y aislado de los otros, como una joya o un monumento, y por lo tanto, paradójicamente, fuera de la Historia. Las cosas que ocurren en la televisión no ocurren en el tiempo y no mantienen entre sí, pues, ninguna relación, tal y como las mercancías en el escaparate se ignoran recíprocamente e ignoran el proceso que las ha introducido en el mundo. No permanecen, pues, en la memoria.

Pero el poder nihilizador de la imagen televisiva, que rompe la cadena del tiempo, disuelve también el espacio. La televisión, que proporciona apenas astillas de conocimiento, bloquea todo proceso de reconocimiento: el horror propio, contemplado en la pantalla (o leído en el periódico), ocurre siempre en otro sitio. En una excelente y durísima película sobre la guerra en los Balcanes, No land, un soldado bosnio rodeado de cadáveres deja un instante su arma a un lado y se sienta a leer en un diario las noticias de Ruanda: "¡Qué barbaridad", dice, "¡qué cosas pasan en el mundo". La imagen televisiva sirve, sobre todo, para trasladar a otro lugar el dolor, la miseria y la maldad; para transferir el cieno a una especie de a-topía, de recinto a-tópico, de lugar sin hueso donde nuestro escándalo o nuestro estremecimiento no pueden entrar.

Frente al televisor, los mondos cairotas de la Ciudad de los Muertos se conmueven viendo lo que pasa en Iraq; los iraquíes viendo lo que pasa en Bosnia y los bosnios lo que pasa en Ruanda. Y los ruandeses suspiran aliviados de no estar en Gaza.

Y si los niños del hospital de Basora se distrajesen (¡qué perversa y monstruosa hipótesis!) viendo reportajes en televisión sobre los niños de Basora, se sentirían muy contentos de no estar en Basora y manifestarían al mismo tiempo su piedad: "¡Pobres niños basoríes".

A-crónicos y a-topicos somos sobre todo nosotros en nuestras ciudades europeas, a donde todavía no han llegado los tanques ni las bombas de racimo. Todo se andará. De momento nos emocionamos en ningún tiempo y en ninguna parte, allí donde, por tanto, estamos completamente eximidos de intervenir.

¿Para qué viajar a Iraq?

Pero es todo más complicado. Hace un año, en enero de 2002, visité durante diez días Iraq, y a mi regreso no podía dejar de preguntarme acerca de la utilidad de este tipo de viajes, un poco desazonado por esta libertad casi insultante para ir a mirar y volver indemne.

¿Para qué viajar a Iraq? ¿Qué aprendí en Iraq? ¿Cómo me ha transformado la experiencia de Iraq? Digámoslo enseguida: lo que cuenta, lo que verdaderamente cuenta, lo sabíamos -o habríamos debido saberlo- antes de salir. Los 110.000 bombardeos de 1991; las 88.500 toneladas de bombas; los 150.000 muertos; la destrucción sistemática de centrales eléctricas, potabilizadoras, sistemas de alcantarillado e irrigación; las 300 toneladas de residuos radioactivos en Basora y sus consecuencias sobre la población; el embargo y sus refinadísimos instrumentos de suplicio; la transformación de Iraq en el campo de concentración más grande de la historia, vigilado desde el aire a todas horas por los aviones anglo-americanos; el millón y medio de iraquíes muertos en los últimos diez años y los cinco mil niños que siguen muriendo cada mes; la aparición de enfermedades erradicadas hacía décadas; las malformaciones congénitas; la malnutrición infantil generalizada; la falta de papel, de medicinas, de cloro; los empujones brutales, despiadados, premeditados -en fin- para hacer retroceder al país con las segundas reservas petrolíferas del planeta, el más desarrollado, moderno y laico de Medio Oriente antes de 1990, a las "tinieblas de la Edad de Piedra". Nada hay aquí que no supiéramos o que no pudiéramos averiguar de otra manera; nada, por ejemplo, que no pudiera contarnos Carlos Varea, responsable del CSCA, en el ateneo de Madrid o en una convención en Sidney. Los datos, que están al alcance de cualquier uña con voluntad de rascar la superficie; los datos, que no exigen ya otros desplazamientos que los puramente virtuales del cabotaje informático; los datos, y no los viajes, son los que afilan la conciencia, penetran las relaciones y comprometen, en un sentido o en otro, para bien o para mal, nuestras posiciones políticas y morales.

Pero -se dirá- es mejor conocer personalmente la situación. El escollo es este "personalmente". Hay situaciones en las que la participación de "la propia persona" es inexcusable; puede hacer falta saludar "personalmente" o recoger "personalmente" una carta o acariciar "personalmente" a la amada; y hay, desde luego, operaciones muy básicas, centradas en el cuerpo, que no pueden dejarse en otras manos: hay que comer, dormir, bañarse, tomar el sol en persona. Pero si se trata de conocer, es mejor conocer impersonalmente la situación. No son los frioleros los que determinan la temperatura; ni los aquejados de vértigo los que miden la velocidad; ni los turistas los que hacen las estadísticas; ni los lectores del New York Times los que establecen las dimensiones de nuestro mundo. ¿Qué pasa en Iraq?

Diez días son pocos para conocer impersonalmente el país, para retirar "la propia persona" de nuestro camino, con su colmena de reminiscencias y sus falsos déjá vu; para apartar también las personas de los iraquíes, que nos estorbaban con su dignidad y su alegría y nos tapaban con sus cuerpos el sufrimiento que habíamos venido a buscar en ellos. Esa es la regla tiránica y acariciadora de la percepción: todo lo que no sabíamos ya, todo aquello que deberíamos haber sabido y no sabíamos o habíamos olvidado, mientras peinábamos Bagdad o fotografiábamos Basora, se volvía interesante, que es lo peor que puede ocurrirle al objeto de una investigación (o de una compasión). Hiriente o hermoso, halagüeño o terrible, pero interesante. Todos nuestros vacíos de información se completaban del otro lado, en espontáneo birlibirloque, en figuras de una consistencia sin sombras. Todo lo que ignorábamos de antemano se hacía redondamente claro delante de nosotros. Cada dato que nos faltaba materializaba ante nuestros ojos la certidumbre de un recuerdo privado o de una historia personal.

De Iraq lo sabemos todo, podemos saberlo todo. "Una cosa es saberlo", se dirá, "y otra vivirlo". Saber y vivir, en efecto, son cosas bien diferentes. Digamos que saber asusta y vivir no. En general preferimos vivir las cosas a saberlas; las vivimos para no tener que llegar a saberlas. Las vivimos para no ver cómo se forman. Ni la mano de una madre ni la religión ni el opio: el anestésico más poderoso son las cosas mismas, la inmediatez de la experiencia que nos retiene bajo su manto tranquilizador, la cercanía familiar de nuestras costumbres en la que se extinguen por igual los actos más banales y los más atroces. El máximo apocamiento y la máxima temeridad obedecen al mismo principio: allí donde estoy yo no me puede pasar nada; allí donde estoy yo no corro ningún peligro (y ese "yo" es un repertorio monótono de objetos: papá, mamá, la casa, la firmeza de los cuerpos, el sabor del pan, por escaso o correoso que sea). Recuerdo en 1990, refugiado durante la primera Intifada en la casa de un panadero de Nablus, a los niños junto a los cuales había corrido delante de los tanques, que habían oído silbar horas antes las balas en sus sienes, que habían lanzado descaradamente sus piedras y sus bombitas recicladas a los soldados de ocupación; los recuerdo asustándose después, frente al televisor, viendo las noticias de la Intifada; y los recuerdo luego, desmigajados en el suelo, soñando entre gemidos sordos y onomatopeyas de explosión para reemprender al día siguiente, alegres, desvergonzados, juguetones, con la seriedad humillante de la infancia, la lucha contra el invasor. Los acontecimientos no nos harían mella, no nos dejarían la menor huella, no tendrían ninguna consecuencia, si no los pensásemos o los soñásemos después. Los esclavos, que se rebelan poco, jamás lo harían si no fuese porque de noche sueñan que siguen trabajando en la rueda. Los pueblos sometidos de la tierra, que aguantan siempre demasiado, nunca se sublevarían si no pensasen, además de vivirlas, las condiciones de su sumisión. Los viajeros, que casi nunca aprenden nada, sólo vuelven transformados al punto de partida gracias a esas experiencias que paradójicamente suspenden la experiencia o a los datos que ramonean pacientemente cuando se niegan, cuaderno o brújula en mano, a seguir tomando té o comprando alfombras.

Por eso el turista regresa siempre a casa con alivio y un poco decepcionado; y necesita desplegar su monótona egotería de fotos ante los amigos para medir retrospectivamente su asombro o su valor o su placer (anteponiendo su propia importancia a la de los lugares visitados). Lo contrario del saber -y por tanto de la intensidad, del compromiso, del miedo agilizador- es el turismo, que se limita a engarzar en una ristra una secuencia de "vivencias" inútiles y aisladas. Podemos navegar diez días por el Nilo, enhebrando estampas, sin enterarnos de los planes de redistribución urbanística del FMI. Podemos pasear entre los pórticos coloniales de Cartagena de Indias sin oír hablar del Plan Colombia. Hay españoles que viven setenta años en España y se mueren votando al PSOE o al PP. Hay estadounidenses que viven toda su vida en EEUU y apoyaron los bombardeos en Afganistán y ahora el linchamiento de Iraq. ¿Qué se aprende con esto de "vivir"? La "vivencia" tiene la textura de un edredón, que nos cubre cálidamente las espaldas; la húmeda viscosidad de un lametón. Eso es bueno, es bonito, es necesario, a condición de que no veamos también con nuestras patas de vivir y distingamos, por tanto, como Aristóteles, entre una "buena" y una "mala" vida, sin justificar -en nombre de la calidez de la "vivencia"- la riqueza y la miseria, la sumisión y la resistencia por igual. Hay que dejarse lamer después de soñar, antes de soñar de nuevo, o entre dos pensamientos, como hacen los que sufren o los que estudian; y no de sensación a sensación, como en nuestro juego de la oca occidental de anteojeras y cachivaches.

Y sin embargo había que ir, hay que ir, hay que seguir yendo a Iraq. Todos los motivos que habitualmente se aducen siguen siendo válidos -con sus modestos efectos políticos-, pero el más pequeño es en realidad el más importante y la condición de todos los otros; una especie de lección de antropología general y de desintoxicación de la percepción, a partir de la cual descubrimos hasta qué punto no es casi nunca seria nuestra mirada sobre el mundo. Sabemos lo que ocurre en Iraq porque, contra la televisión, hemos leído informes y espigado documentos, pero lo que no sabemos, por culpa de la televisión, es que lo que verdaderamente ocurre en Iraq es que todo ocurre verdaderamente. Y que todo ocurre verdaderamente, al mismo tiempo, de un modo completamente inesperado. Desde Madrid o París, Iraq es un país en el que no creemos demasiado, como no creemos demasiado en la homeopatía o en los ángeles; un país que no existe en el que, sin embargo, pasan cosas terribles e inimaginables (porque el telediario hace posible conciliar inexistencia y dolor ajeno). Pues bien, es exactamente al revés y éste es el descubrimiento al que me refiero y que -este sí- sólo puede hacerse personalmente. Iraq existe y allí pasan cosas muy bonitas. Mucho más impresionante que el sufrimiento de los niños moribundos de los hospitales es el placer de cinco niños centelleantes que en la calle ar-Rachid consiguen de pronto una pelota; mucho más impresionante que el relato estremecedor de los padecimientos de al-Amiriya [1] es la banalidad de las conversaciones en un café de al-Mutanabi; mucho más impresionante que el silencio de las madres dignamente rotas sobre sus hijos es el bullicio de las madres chismosas y gordas rotas de risa en el patio de la mezquita de al-Kadimain.

El drama objetivo de los iraquíes estrecha los límites de la organización subjetiva de la vida, pero no impone el caos; el surco trazado desde Washington para apriscarlos allí, como a ganado, es al mismo tiempo la forma que ellos tienen de ser tan hombres o más que nosotros; es la posibilidad que se les ha concedido -la gracia bestial del Dios de Florida- de sorber de vez en cuando una naranja, acicalarse para la boda del hermano, hacer ruido en un café, fumar hablando de naderías, bañarse en el Tigris y echar el ojo al hijo(a) descarado(a) de los vecinos. Y la aprovechan. En las situaciones de crisis, cuando el mundo parece a punto de derrumbarse, nos sorprende la antigüedad del hombre (por citar el título de Anders): la felicidad disparatada y minuciosa de las cosas tangibles, el escollo firme de la costumbre contra el que rompe inútil el oleaje, el carácter siempre suficiente de lo poco y lo pequeño; el presente poderoso de los cuerpos y sus relaciones que amortigua -y subvierte dignamente- el torrente de dolor que querría derribarlos. Esto es lo que hay que ver y nadie puede contarnos. Es así: sería menos terrible el crimen de los EEUU si los iraquíes bajasen la cabeza.

Recuerdo que en Basora visitamos el barrio de Yumhuriya, destruido en enero de 1999 por los misiles del imperio. Todos sus habitantes -niños, mujeres y ancianos incluidos- se habían reunido para recibir al autobús. Quizás estaban allí por mandato del Caudillo, pero nadie podía mandarles estar alegres y ellos lo estaban de un modo descomunal. Un hombre bigotudo tocaba la trompeta mientras todos bailaban a nuestro alrededor, burbujeaban y se apiñaban contra nosotros, disputándose el honor de una visita a sus casas reconstruidas por Sadam. Aventaban comentarios jocosos que eran celebrados con carcajadas y acompañados de aplausos. Los niños saltaban como chispas por todas partes; y un viejo de mejillas hundidas y ojos pillastres hacía girar su bastón y cantaba el ritmo irresistible de un viejo éxito del pop local al que había acomodado las estrofas de un ingenuo, machacón, bellísimo poema anti-imperialista cuyo estribillo acabamos todos repitiendo como si la voz bastase a veces para derribar un avión. Chadli estaba tan contento de enseñarnos el salón que habían destruido las bombas... Hachim Darwish, de cinco años, estaba tan contento de mostrarnos su pierna, operada varias veces y zurcida de arriba abajo como un calcetín... Estaban todos tan contentos de recordar a los muertos y de comunicarnos atropellada, formulariamente, sus sufrimientos... Poned a manifestarse por obligación a un puñado de personas y la alegría de estar juntos les hará olvidar la constricción que les ha llevado hasta allí. Poned a manifestarse a un puñado de personas por la salvación del mundo y la alegría de estar juntos les hará olvidar el motivo que los ha reunido y hasta las amenazas que se ciernen sobre ellos.

Pero es que la alegría es, desde hace un millón de años, la salvación del mundo o, al menos, de nuestros pequeños mundos. Sin ella habríamos sucumbido todos en la primera guerra o en el primer terremoto; sin ella no habría nada que contar; sin ella jamás se juntarían diez personas a hacer una revolución condenada quizás a fracasar. Esta alegría es una de las cosas más serias que conozco y, si a veces también distrae o resigna a lo peor -porque es más fácil de obtener que un gobierno justo-, constituye la garantía de que vale la pena combatir -y sobrevivir- a un gobierno injusto. En Bombay o El Cairo la pobreza es soportable porque (al contrario de lo que ocurre con los solitarios homeless de nuestras ciudades, despedidos de la humanidad y despojados de toda dignidad) en Bombay o en El Cairo la pobreza reúne a los hombres en el espacio público, como versión antropológica de la revolución permanente, y los suma, los aglutina, los ata y los moviliza sin interrupción. En Turquía, por otro lado, más de cien presos políticos han muerto ya en una huelga de hambre que comenzó hace dos años en protesta por la reforma carcelaria que pretende eliminar las celdas comunes -decenas y decenas de personas- para conceder a los reclusos el privilegio de modernas y confortables celdas individuales. Precisamente cuando uno no tiene otra cosa, es a los otros a lo que no podemos renunciar; la alegría es lo que ya no podemos quitarnos sin morirnos de frío - y sin que luego nos quiten, despojados de este último escudo, el cuerpo mismo.

Hay que ir a Iraq porque existe. Hay que ir a Iraq porque existe y no obedece: no es desgraciado. Hay que ir a Iraq porque no es desgraciado y lo van a aniquilar. Podríamos consolarnos pensando que los iraquíes ya no son más que lo que hemos hecho de ellos, que bajan la cabeza y se quejan. No nos dejemos consolar. La televisión nos engaña otra vez. Enfrentémonos a la realidad. Las cosas son así de impresionantes. Son así de tristes: EEUU y sus monaguillos asesinos (con Aznar a la cabeza) van a borrar del mapa a un pueblo que no llora.

En uno de los excursos didácticos de sus Historias Polibio escribió hace dos mil años para justificar la redacción de su obra:

"Todos los hombres disponen de dos métodos para perfeccionarse: o bien mediante lo que les ocurre a ellos mismos, o mediante lo que ocurre a los demás. El método más eficaz es el de las peripecias personales, pero el más inofensivo el de las ajenas. Por eso, el primero no debe ser elegido voluntariamente jamás, puesto que logra la corrección a base de grandes sufrimientos y peligros; hay que perseguir siempre el otro, porque en él es siempre ver lo mejor sin sufrir daño. Quien considere este asunto desde esta perspectiva deberá juzgar que la mejor educación para las realidades de la vida es la experiencia que resulta de la historia política".

Pero "mediante lo que les ocurre a los otros", en lugar de aprender, también podemos envilecernos, entumecernos, apartar nuestra conciencia de todo destino común. Hay que ir a Iraq, aunque no lo recomiende Polibio; y hay que estudiar historia -y todo lo que haga falta- sin descanso.

Apagar la televisión

Pero apaguemos, por favor, la televisión.

Como el de la lavadora o el de la olla express, pero infinitamente menos útil, el ruido del televisor subraya la sensación de intimidad y seguridad doméstica: tranquiliza oírlo encendido desde la cama cuando no se puede dormir. Desplazado el horno a la cocina -en la periferia de la casa-, el calor frío y la falsa luz de la televisión sacia en el salón nuestra nostalgia del fuego. Pero no hay que darle más vueltas: no sirve para nada más. "Aprender sin daño" no es posible. Es posible, en cambio, no sufrir ningún daño, a condición de no aprender nada, a condición de despuntarles los dedos a las cosas, a condición de que no haya ninguna vida, ninguna criatura, ningún hombre ahí fuera. Nuestra televisión está hueca como un sonajero. De este lado de la pantalla estamos siempre en casa, a cubierto de cualquier asechanza y de cualquier solicitud, dispensados incluso de la magnanimidad. Inmunes, invulnerables, poderosos, mandarines del universo. ¿Habrá habido alguna vez en la historia de Europa un nihilismo tan extendido, tan radical, tan bien agarrado a nuestros huesos? Tan cerca de los ojos, nunca.

Durante cincuenta años los occidentales hemos vivido de este lado de la pantalla. Un aviso: la barrera comienza a volverse porosa, a cuartearse en pequeñas grietas a través de las cuales se filtra el cieno del otro lado. El linchamiento de Iraq es sólo la ola de un océano que en irresistible avenida amenaza con barrer esta frontera.

¿Qué estaremos haciendo cuando la policía irrumpa en nuestra casa a detenernos por haber soñado la silueta de una torre? ¿Qué estaremos haciendo cuando un huracán de uranio nos abra de golpe la ventana y nos devuelva sin más trámites al mundo? Estaremos viendo en televisión cómo la policía entra en nuestra casa y nos detiene por haber soñado la silueta de una torre y cómo un huracán de uranio nos devuelve sin más trámites al mundo.

La humanidad puede dividirse, como un queso, en dos partes más o menos arbitrarias: ricos y pobres, mirones y mirados, occidentales y los otros (o, como el sin par Ortega, en jóvenes y viejos, mujeres y hombres, listos y tontos). También podemos dividirla en extremistas y moderados.

Mientras los extremistas arrasan con napalm una aldea, los moderados degüellan.

Mientras los extremistas matan de hambre a la cuarta parte de un país, los moderados le cortan al rey la cabeza.

Mientras los extremistas prohíben dar medicinas a 600 millones de personas, los moderados vuelan una embajada.

Mientras los extremistas conducen a la desesperación, el suicidio y la miseria a todo un continente, los moderados se hacen estallar en un mercado.

Mientras los extremistas se gastan 950.000 millones de dólares en armas, los moderados asesinan a cuchillo a diez mujeres.

Mientras los extremistas envenenan el mar, matan la cuarta parte de las especies animales del planeta, disuelven la Antártida y cortan la luz, el agua y el arroz a la mitad de la humanidad, los moderados disparan a un policía.

Por regla general, los extremistas son ricos, forman parte del gobierno, están completamente cuerdos y han leídos los mejores libros y aprendido los mejores preceptos. Los moderados, por su parte, suelen ser pobres o actuar en su nombre, no han estudiado mucho ni confían en la ley, algunos están desesperados y otros están locos.

Pero, ¿por qué los extremistas parecen moderados y los moderados parecen extremistas? ¿Por qué cuanto más extremistas son los extremistas parecen más moderados y cuanto más moderados son los moderados parecen más extremistas?

En efecto, mientras los moderados asesinan a 800.000 niños en Iraq, los extremistas lanzan huevos.

Mientras los moderados amenazan a todo el mundo con bombas atómicas, uranio y bombas de racimo, los extremistas protestan.

Mientras los moderados allanan ciudades, dinamitan casas, apalean niños, lanzan misiles, torturan y hacen desaparecer prisioneros, violan las leyes internacionales y anuncian que ya no habrá ni una sombra de paz, de seguridad ni libertad en el planeta, los extremistas se manifiestan.

Pero, ¿por qué los extremistas parecen moderados?

Esto se explica muy sencillamente en virtud de ese principio que Pascal llamaba "imaginación" y que puede resumirse en esta paradoja: parecen moderados porque tienen más armas. Más riqueza, más torres, más soldados, más medios de producción... el aumento exponencial de los medios, la magnificencia del aparato del poder impone siempre, junto a la sumisión, la convicción de un mérito y la seguridad de un uso razonable. La máxima fuerza se justifica siempre sola ante nuestros ojos. Está siempre menos justificado usar una navaja que un obús, un obús que un misil, un misil que una bomba atómica; uno puede matar con una navaja a un hombre bueno, pero sólo contra los hombres más malos se podría usar un arma nuclear. Cuanto más terrible es un arma, cuanto más apabullante es su poder, cuanto más atroces sus consecuencias, más se autolegitima su uso. El gobierno de EEUU conoce la fuerza de este principio, anterior a toda propaganda porque se asienta en las condiciones materiales mismas de la propaganda. El linchamiento de Iraq no necesita justificación. Basta con hacer sonar los tambores de guerra muy alto y hacer desfilar el ejército por las calles, con toda la gravedad y majestuosidad de sus máquinas de muerte. Tantos soldados, tantos barcos, tantos aviones, tantos misiles, se justifican por sí mismos, sin necesidad -o apenas- de una coartada. Los vemos pasar y nuestra convicción es espontánea e inobjetable. No es que se movilice toda esa fuerza colosal porque haya un motivo; no hace falta esperar un motivo para movilizarla; si se moviliza una fuerza tan colosal es que hay un motivo. La propia enormidad de esta potencia para matar excluye la arbitrariedad, la injusticia o el interés y, frente a esta certeza, los discursos sobre el petróleo, Israel o el imperialismo estadounidense no harán ninguna mella en nuestra "imaginación", completamente absorbida por la grandeza terrible y necesariamente justiciera de este ejército descomunal. Así son las cosas: cuanta más fuerza acumulamos, cuantos más medios de destrucción hemos reunido, más fácil y moderadamente los usaremos hasta el límite.

Pero lo cierto, lo exacto, lo verdaderamente peligroso es que los extremistas están en el gobierno. Recordémoslo una vez más: los EEUU y sus monaguillos asesinos (con Aznar a la cabeza) están a punto de matar en Iraq, según cálculos de algunas ONG, a cuatro millones de personas.

En medio de tanto nihilismo, de tanto desenfrenado extremismo, ¿puede parecer extraño que haya también un poco de moderación?

Mundo terrible éste, sin duda, en el que hasta los moderados producen espanto.


Nota de CSCAweb:

1. El barrio de al-Amiriya, en Bagdad, da nombre al refugio atacado con dos misiles en la madrugada del 13 de febrero de 1991, durante la Guerra del Golfo. En el ataque, 403 personas resultaron muertas, de ellas 142 menores de diez años. Véase en CSCAweb: Al-Amiriya



.