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Argumentos para un Boicot Académico

Jason Kunin, profesor de la universidad de Toronto, Canadá y escritor

Arendt pensaba que la “culpa colectiva” diluía de tal manera el concepto de culpa, que aquellos que eran realmente responsables de la muertes de millones de personas, y por tanto los verdaderos criminales, podrían quedar exonerados. Jaspers estaba de acuerdo con esta idea. Por esto, sintió la necesidad de distinguir entre cuatro tipos de culpa: culpa criminal, (..) moral, metafísica(..) y política, que está determinada, en el caso de la guerra, por los vencedores, o en tiempo de paz, por el derecho internacional. “Cada uno es responsable de la manera en que es gobernado”, sostiene Jaspers. siguiendo a Jaspers, los ciudadanos israelíes son responsables políticamente de lo que hace su gobierno, y por tanto pueden ser considerados objetivos legítimos por parte de la resistencia política, como el boicot.

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Revista El viejo Topo, nº 260. Septiembre de 2009

Si alguien albergaba alguna esperanza de que el nuevo gobierno israelí, presionado por Obama, iba a variar sustancialmente su política, las recientes decisiones de Netanyahu en torno a los nuevos asentamientos dejan bien a las claras que, sin una decidida presión internacional, no van a producirse grandes cambios. Una de las herramientas disponibles para ello es el boicot. También el boicot académico.

De las diferentes campañas BDS (por el boicot, las desinversiones y las sanciones contra Israel), ninguna ha provocado tanta condena e ira como la amenaza de un boicot académico. Incluso entre personas que no tienen problemas con boicotear bienes producidos en los asentamientos judíos o contra compañías como Carterpillar, que construye los bulldozers que Israel usa para demoler casas palestinas, encontramos cierto desacuerdo con el boicot académico. Por ejemplo, en una charla reciente en Toronto, Susan Nathan –una comprometida activista antisionista cuyo artículo en el libro The other side of Israel (La otra cara de Israel) ofrece una de las mejores visiones de los mecanismos de apartheid dentro de Israel– se manifestó, para mi sorpresa, contra el boicot académico con el argumento de que éste castiga tanto a inocentes como a culpables.

Para muchos, simplemente el mundo académico no es un objetivo correcto o razonable, ya sea porque no se ve a los profesores universitarios como directamente involucrados en la ocupación militar israelí de los palestinos, o por la creencia de que las universidades israelíes son lugares en que se protesta contra la ocupación, o porque exigir que los académicos, sin tener en cuenta sus disciplinas, aprueben un test ideológico de idoneidad evoca al macarthismo. Apuntar a todos los académicos, argumentarán algunos, viene a ser lo mismo que un castigo colectivo y no hace al movimiento de solidaridad mejor que Israel, que considera a todos los palestinos terroristas. Sí, pueden admitir algunos, hay académicos israelíes relacionados con la investigación armamentística o la propaganda sionista, pero ¿qué tienen que ver con los profesores de astronomía o biología que tienen muy poca o ninguna relación o interés en política? ¿Por qué castigarlos?
Todas estas son objeciones razonables, pero, como espero demostrar, infundadas. El boicot académico es enteramente pertinente, legítimo y justo. ¿Es el boicot académico un castigo colectivo?

¿Es el boicot académico un castigo colectivo?

Dejando a un lado el hecho de que Israel utiliza de forma rutinaria el castigo colectivo contra los palestinos, déjenme empezar con el argumento de que el boicot académico es igual que el castigo colectivo –o que, como Susan Nathan sostuvo, significa castigar tanto al inocente como al culpable. Cierto es que existe un puñado de académicos israelíes que han alzado su voz crítica contra el trato que el gobierno israelí dispensa a los palestinos. Baruch Kimmerling, Israel Shahak, Tanya Reinhart, Ilan Pappe y Jeff Halper, por ejemplo, se han
salido del mundo académico israelí y se han convertido en valiosos aliados de la lucha palestina.
Pero ciertamente resulta sumamente difícil nombrar media docena de académicos como éstos que trabajen hoy en día en las universidades israelíes –Kimmerling, Shahak, y Reinhart están muertos, Pappe vive ahora en Inglaterra, y Halper está retirado y ha pasado a ser un activista a tiempo completo–; aun así, un amplio número, quizás incluso la mayoría, de los
académicos israelíes ni son políticamente activos ni están involucrados en un trabajo que pueda parecer conectado directamente con la ocupación israelí. ¿Convertirlos en objetivo
no equivaldría a un castigo colectivo?

La respuesta es que no. Y para entender por qué, es útil volver a uno de los más importantes investigadores sobre el tema de la culpa colectiva, Karl Jaspers, autor de El Problema de la
Culpa (Ed. Paidós, The Question of German Guilt).
Como cualquier alemán corriente durante la Segunda Guerra Mundial –quizás incluso habría que señalar que se trataba de un alemán excepcional, ya que Jaspers fue portavoz de la corriente crítica al gobierno nazi durante esos años oscuros y peligrosos– Jaspers se esforzó después de la guerra por entender el grado en el que los ciudadanos normales alemanes tenían responsabilidades en las atrocidades cometidas por los nazis. La amiga de Jaspers, Hanna Arendt, ya había rechazado el concepto de culpa colectiva, diciendo, en su famosa frase, que “si todo el mundo es culpable, entonces nadie es culpable”. Arendt pensaba que la “culpa colectiva” diluía de tal manera el concepto de culpa, que aquellos que eran realmente responsables de la muertes de millones de personas, y por tanto los verdaderos criminales, podrían quedar exonerados.
Jaspers estaba de acuerdo con esta idea. Por esto, sintió la necesidad de distinguir entre cuatro tipos de culpa: culpa criminal, que está definida por las leyes humanas y sus instrumentos; culpa moral, que está determinada por la conciencia de cada uno; culpa metafísica, determinada por Dios, y culpa política, que está determinada, en el caso de la guerra, por los vencedores, o en tiempo de paz, por el derecho internacional.
“Cada uno es responsable de la manera en que es gobernado”, sostiene Jaspers. Pero la “responsabilidad” política no es lo mismo que la responsabilidad criminal o metafísica. Como
explica Jaspers, “hay una responsabilidad en relación con la culpa política”, y por lo tanto uno puede exigir las consecuencias correspondientes, como el pago de reparaciones o “la pérdida o restricción del poder político y los derechos políticos (a la parte culpable)”.

A los ciudadanos israelíes normales no cabría imputarles responsabilidad criminal por los crímenes cometidos por sus soldados o por su gobierno, y por tanto no deberían ser considerados como objetivos legítimos por la resistencia militar, como los cohetes Qassam o los atentados suicidas. En esta cuestión difiero de Hamás. Sin embargo, siguiendo a Jaspers, los ciudadanos israelíes son responsables políticamente de lo que hace su gobierno, y por tanto pueden ser considerados objetivos legítimos por parte de la resistencia política, como el boicot.

El boicot es la revocación de un privilegio, no la violación de un derecho.

Forma parte del lote que aquellos que han nacido con privilegios los confundan con derechos. La posibilidad de viajar a cualquier parte del mundo con un pasaporte válido es algo que la mayoría de los ciudadanos de Europa o Canadá dan por hecho, pero la mayoría de los habitantes del Sur saben que es un privilegio del que nunca disfrutarán. De la misma manera, la probabilidad de tener una opinión propia y de que ésta sea escuchada y publicada y tomada en serio –ser visto como un “experto”– es un privilegio del que disfruta muy poca gente en cualquier lugar. Es importante hacer notar que incluso dentro del movimiento de solidaridad con Palestina, a las voces judías se les concede frecuentemente más autoridad que a las de los palestinos. Susan Nathan, en The Other Side of Israel, presta un gran servicio al enseñar a la gente cómo funciona el sistema de apartheid que existe en Israel, pero no deberíamos necesitar que Susan Nathan escribiera ese libro cuando hay un millón de palestinos viviendo en Israel que podrían habernos contado lo mismo o incluso más. Pero si un judío habla de esto, es que debe ser así. El hecho de que realmente necesitemos a Susan Nathan –y la necesitamos– ilustra el privilegio que el ser judíos nos confiere a los que lo somos, incluso para aquellos de nosotros, como los judíos queer, los judíos negros o pobres, que tienen diversas experiencias de marginación.

Realmente hay muchos judíos y comunidades judías marginadas en Israel, pero deberíamos tener en cuenta que el boicot académico no está dirigido a ellos. Su objetivo es, más bien, el liderazgo intelectual israelí, la elite culta cuya ejecutoria consiste principalmente en desinformar a los israelíes sobre su historia, distorsionando su comprensión de los conflictos actuales, normalizando el racismo dentro de su sociedad, y proporcionando al ejército y al gobierno israelí las herramientas legales, tecnológicas y políticas que necesita para facilitar el robo continuo de tierras palestinas y el control de su descontenta población. Hay excepciones, por supuesto, unos pocos valientes que se arriesgan o se implican en pequeñas acciones de rebelión tranquila –y luego, por supuesto, están aquellos que, como las pobres almas de Dante en el círculo del infierno, se retiran al margen y no hacen nada– pero, por lo general, esta es la foto de conjunto.

Aun así, la escasa presencia de unas pocas voces disidentes no es un argumento válido contra el boicot académico. Cierto, Dios dijo que salvaría Sodoma y Gomorra si encontrase allí sólo diez personas justas (desgraciadamente, sólo encontró cuatro, seguramente el mismo número de antisionistas que existen actualmente en las universidades de Israel), pero el boicot académico difícilmente se puede comparar con la cólera de Dios, y ni siquiera se acerca a la brutalidad del daño infligido por el ejército israelí a la población de la Palestina ocupada. El boicot simplemente es un intento de revocar los privilegios a una clase intelectual que no ha conseguido ponerse a la altura de las responsabilidades morales inherentes a sus privilegios.

No se dirige a los israelíes que se encuentran en la ignorancia y no saben qué es lo que está haciendo su gobierno, sino a aquellos que deberían saberlo mejor que nadie y que son parte del aparato de desinformación que desinforma a la población israelí. Y si en esta campaña se penaliza a los pocos académicos que apoyan los derechos palestinos –y veámoslo con perspectiva, no estamos hablando de la muerte ante un batallón de ejecución, sino de la cancelación de unas pocas conferencias– el hecho es que aquellos de nosotros, los judíos que somos aliados de la lucha palestina, necesitamos entender que forma parte de esta alianza estar dispuestos a renunciar a algunos de los inmerecidos privilegios de que disfrutamos, especialmente aquellos que son correlativos al silenciamiento de los propios palestinos.

¿Qué pasa con la libertad académica?

Uno de los mitos liberales de las sociedades construidas sobre los ideales de la Ilustración, como es la libertad intelectual, consiste en mantener que las universidades son lugares especiales y protegidos donde disentir está permitido y la libertad absoluta de opinión e investigación existen y deben ser protegidas. El hecho es que, sin embargo, esa libertad académica absoluta no ha existido nunca –ni en Canadá, ni en Estados Unidos, ni en Europa, y ciertamente tampoco en Israel. Cualquiera que haya solicitado alguna vez fondos para la investigación puede decirles que ciertos tipos de proyectos simplemente no recibirán dinero, especialmente porque las fuentes de financiación están, cada vez más, sujetas al control de corporaciones empresariales o del gobierno. En Canadá, las universidades dependen cada vez más de donantes privados y de socios empresariales, que nunca llegan sin imponer condiciones y que dejan algunos tipos de investigación sin opciones. (Sólo hay que preguntarle a la Dra. Nancy Olivieri, médica del Hospital para Niños Enfermos que fue despedida de su puesto después de publicar una investigación crítica sobre la thalassaemia, un fármaco producido por la compañía farmacéutica Apotext que financiaba su investigación). Las condiciones para las plazas de titular o de renovaciones de los contratos están sujetas a controles ideológicos. Intente hacer carrera en el mundo académico como especialista en políticas genocidas de su propio gobierno, o como antisionista crítico de Israel y la industria del holocausto, luego pregunte al ex-profesor titular Ward Churchill o al hoy desempleado Norman Finkelstein qué posibilidades de carrera existen.

En Israel, las cosas no son mejores. Para un país al que le gusta enorgullecerse de su sólida democracia y su amplio espacio para el debate, la atmósfera ideológica en las universidades es incluso más asfixiante que en los Estados Unidos y Canadá. Disentir más allá de un punto, especialmente si se cuestionan los fundamentos sionistas del Estado o se llama demasiado la atención sobre la limpieza étnica de los habitantes autóctonos, simplemente no se admite.
Tanya Reinhart e Ilan Pappe, dos de los críticos más convincentes y lúcidos procedentes del mundo universitario, sufrieron tal tipo de acoso mientras estaban dentro que tuvieron que abandonar su país natal para ir a enseñar a los Estados Unidos y a Inglaterra respectivamente. Pappe en concreto, ha sido objeto de amenazas de muerte, denuncias en la Knesset, y una tentativa infructuosa para destituirle de su puesto en la universidad, que finalmente no tuvo éxito pero que luego le impidió participar en seminarios y conferencias. Cuando un estudiante de la universidad de Pappe, Teddy Katz, publicó su tesis sobre una masacre de campesinos palestinos a manos de una unidad militar israelí durante la guerra de 1948, fue demandado por libelo por veteranos de aquella guerra. El proceso legal acabó con los ahorros de Katz y destrozó su salud.Finalmente fue presionado para firmar una “disculpa” pública por su trabajo, de la que luego rápidamente se retractó.

El argumento de que un boicot a los profesores israelíes constituye una violación de algún tipo de mítica libertad académica sencillamente no tiene en cuenta las diferentes maneras en que la libertad de enseñar, publicar e investigar se encuentran ya restringidas. Todas las uni-
versidades están sujetas a controles ideológicos.
En realidad, el boicot académico es un mecanismo para reducir estos controles creando una presión externa en las universidades para permitir que se expresen opiniones que actualmente no están toleradas. Más aún, se puede argumentar que boicotear a los académicos israelíes que no tienen una postura pública contra la ocupación israelí es, de hecho, una manera de darles más libertad para decir lo que hasta el momento no se han sentido libres para decir. Ahora tienen un pretexto para denunciar.

“Las Universidades más libres de todo Oriente Próximo”

Cuando la división de Ontario del Sindicato de Funcionarios de Canadá lanzó una moción en plena ofensiva israelí en Gaza, llamando al boicot a los profesores israelíes que no la habían condenado, los periódicos se llenaron con las típicas denuncias. Un comentario que salió varias veces fue que las universidades israelíes son las “más libres de todo Oriente Próximo”. Una carta escrita en The Globe andMail incluso sugería que el Sindicato llamase, por el contrario, al boicot a las universidades árabes.
Aparte de ser una táctica ya gastada por los defensores de Israel –llamar la atención sobre cualquier otro país menos Israel– este tipo de denuncias se equivocan de blanco: ¿por qué
boicotear a los profesores que no tienen la libertad de criticar a sus gobiernos? Si se sostiene que las universidades israelíes son las “más libres de Oriente Próximo” entonces se asume
que son los individuos mismos, no las instituciones, quienes son responsables por el silencio sobre lo que está haciendo su gobierno con los ciudadanos palestinos, por lo tanto se sostie-
ne que se les pueda pedir cuentas. De hecho, aquellos que dicen preocuparse por la libertad académica en Israel tienden a mostrar una absoluta indiferencia hacia la difícil situación por las malas condiciones de las universidades palestinas, que han sido bombardeadas, cortadas por la mitad por la “valla de seguridad” israelí, y recurrentemente cerradas por orden militar israelí. Los checkpoints impiden cotidianamente a los estudiantes y docentes ir a clase. Los funcionarios de inmigración y seguridad niegan a los especialistas visitantes sus visados. Los estudiantes que logran becas para estudiar fuera no consiguen los permisos para salir. Y éstas no son universidades bajo control de los gobiernos árabes sino que están bajo control de Israel, el país cuyas universidades son supuestamente las “más libres de todo Oriente Próximo”.

El movimiento por el boicot es, en realidad, más generoso con los académicos israelíes que los grupos que apoyan a Israel: a diferencia de éstos, la campaña de boicot reconoce a aquéllos las presiones bajo las que actúan y no da por hecho que sean totalmente libres. Esta es la razón por la que son las instituciones y no las personas quienes son el objetivo del boicot. Supongo que se me replicará que las instituciones están formadas por individualidades y que por tanto las individualidades se verán afectadas, pero el boicot académico apunta a los individuos sólo en su ámbito de acción como académicos que trabajan en instituciones israe-líes. No los señala por ser padres, abuelos, hermanas o vecinos. Ni busca impedirles escribir, hablar o publicar, a menos que lo hagan como representantes de universidades israelíes o actuando como órganos del Estado.

Todas las universidades están sujetas a controles ideológicos

Los que apoyan a Israel siempre se quejan del “desequilibrio” en cualquier acto o contexto en los que sus puntos de vista sobre el mundo no se ven confirmados. Admitámoslo, el boicot al mundo académico israelí no creará “equilibrio”, pero sólo porque el actual desequilibrio de poder entre israelíes y palestinos es tan grande e Israel es tan pode-roso. El boicot académico es sólo un pequeño paso para restaurar cierto equilibrio en este conflicto tan sumamente desigual.

Jason Kunin es profesor en Toronto y escritor. Puede ser contactado enjkunin@rogers.com
Traducción del inglés: María Palomares Arenas Cabral y Yolanda Rouiller, Red de Mujeres de Negro