Días de pavor por las guerras entre narcotraficantes

Plaza Pública

Miguel Ángel Granados Chapa

Leonardo Oceguera Jiménez, abogado tamaulipeco, vivió una breve celebridad: apareció profusamente en los medios el martes 18, como organizador y asesor de una protesta insólita, de mujeres emparentadas con reclusos de La Palma, el penal de alta seguridad tomado por autoridades militares y policíacas el viernes anterior, y fue asesinado el jueves 20 por la noche. Desde antes de esos episodios, sin embargo, estaba ya en la mira de investigadores que en septiembre pasado comprobaron su verdadero papel.

Aunque era licenciado en derecho, Oceguera Jiménez no ejercía la defensa jurídica de presos en aquella cárcel federal en Almoloya de Juárez, a la que, sin embargo, acudía con frecuencia. Tanta, que había mudado su residencia de Nuevo Laredo a Toluca, donde fue ultimado a tiros. Agentes encubiertos de la Policía Federal Preventiva lo vieron cumpliendo su verdadero papel: distribuir mensajes y dádivas en nombre del principal de sus representados, Osiel Cárdenas Guillén, jefe de la banda del Golfo, que durante meses dominó el reclusorio federal. Aquel día septembrino Oceguera conversó a la salida de una tienda de autoservicio con custodios de La Palma, con quienes mantenía una extraña familiaridad.

El narcotraficante tamaulipeco tenía registrados 25 defensores. Le asistía el derecho de recibirlos en los locutorios, presuntamente para determinar el curso de su situación jurídica. La argucia le permitía permanecer en esa zona del penal la mayor parte de las horas de la mayor parte de los días y continuar desde su encierro la gestión de sus cuantiosos negocios. Cuando se le halló un teléfono móvil, con el que se comunicó al noticiario que conduce Carlos Loret de Mola, se dijo que de ese mismo modo, vía telefónica, seguía al frente de sus negocios. Lo hacía, en realidad, a través de esos abogados, como Oceguera, por medio de los cuales distribuía órdenes y recibía informes.

Por eso Oceguera fue asesinado. Por eso fueron muertos otros presuntos defensores de narcotraficantes presos en La Palma y otros penales: Edna Martínez, abogada de Jesús Labra, El chuy; Francisco Flores Iruegas, defensor de Gilberto García Mena, El june; Epigmenio Niño Flores y Eugenio Zafra, de Ismael Higuera Guerrero, El Mayel; Mario Belmonte, de Efraín Pérez, El efra; Rodolfo Carrillo Barragán, de Benjamín Arellano Félix; Omar Ferro, de Albino Quintero Meraz, El beto. La muerte violenta no los alcanzó para alterar la defensa jurídica de sus clientes, sino para estorbar y desarticular operaciones de sus defendidos. Por eso fue asesinado Oceguera y también como represalia de Joaquín El Chapo Guzmán Loera ardido por el asesinato, en La Palma, de su hermano Arturo, El pollo, que el 31 de diciembre desató la crisis de seguridad pública que ha hecho vivir días de pavor a los mexicanos.

La de Oceguera no fue la única sangre derramada por motivos del narcotráfico el jueves pasado. Esa mañana, seis empleados del penal de máxima seguridad en Matamoros fueron asesinados a la salida de su trabajo en esa cárcel, metidos en un vehículo colocado en las afueras del centro federal de readaptación social; se convirtieron en un rotundo y terrible mensaje, un desafío que el gobierno no rehusó admitir.

Al cabo de una reunión de emergencia de su flamante gabinete de seguridad pública, el presidente Fox consideró el crimen como “un intento de desafío al Estado mexicano, como reacción a la contundencia con que el gobierno federal atacó los intereses del crimen organizado, principalmente el narcotráfico”.

El asesinato a balazos de “El pollo” Guzmán Loera desencadenó la crisis, pero no era la primera señal de la pérdida del control carcelario por el gobierno. Si se trata de fijar una fecha que marque el comienzo de la peor etapa del régimen carcelario, hay que escoger el mes de junio pasado, cuando Guillermo Montoya Salazar fue designado director de La Palma, cuando aún Alejandro Gertz Manero era secretario de seguridad pública y Carlos Tornero Díaz encabezaba el organismo descentralizado que maneja los penales federales. Amén de no satisfacer los requisitos formales para su designación, Montoya Salazar estaba por lo menos en entredicho judicialmente. Durante dos años dirigió el penal estatal de Hermosillo, del que salió forzadamente y para eludir el cumplimiento de una orden de aprehensión dictada el 14 de noviembre de 2001 por la fuga de un secuestrador, conseguida mediante sobornos. En rigor, Montoya estaba prófugo a la hora de su designación en La Palma, pues sólo hasta agosto le otorgaron amparo contra el mandamiento judicial que ordenaba su detención.

Montoya fue mantenido en su cargo tras el relevo de Gertz Manero por Ramón Martín Huerta. Estaba a cargo del penal, cuando en octubre fue asesinado Miguel Ángel Beltrán Lugo, El ceja güera, baleado en el comedor de la cárcel, y seguía allí al final del año, cuando El pollo Guzmán Loera fue ultimado. Sólo se le destituyó el cuatro de enero y contó con cuatro días para huir, pues sólo el ocho siguiente fue arraigado. En esa condición jurídica permanece pese a indicios contundentes de una gestión por lo menos condescendiente con jefes de mafias que lo usaron como parapeto para dirigir ellos en realidad La Palma.

Como parte de una indagación de agentes federales infiltrados en el penal, fue videograbada una insólita reunión encabezada por Montoya: El siete de diciembre recibió en el Centro de observación y calificación a la flor y nata de esa cárcel: Cárdenas Guillén, Benjamín y Francisco Rafael Arellano Félix, Quintero Meraz y Miguel Ángel Caro Quintero. Sólo faltaba Daniel Arizmendi, “El mochaorejas”, el feroz secuestrador que con Cárdenas Guillén y Benjamín Arellano formaba el trío que gobernaba La Palma. El papel del primero como verdadero poder en el penal sería reconocido el cinco de enero por el procurador Rafael Macedo de la Concha.

Se ignora, pero puede presumirse el contenido de la conversación de esos capitanes y el director Montoya. Poco después de ese extraño cónclave, en especial raro en un reclusorio cuya premisa rigurosa es el aislamiento de los reos, su imposibilidad de reunirse, decenas de reclusos protagonizaron una huelga de hambre, como las que repetirían el 12 y 13 de enero. Eran parte de una estrategia, evidenciada por el omnipresente Cárdenas Guillén, afanoso por llegar a la opinión pública, en desplegados y entrevistas forzadas, en defensa de sus derechos humanos y en protesta por la persecusión contra su familia y abogados. Fuera ya de la dirección Montoya, los ayunos de enero resultaron contraproducentes. Esas movilizaciones y el presunto riesgo, esbozado en agosto anterior por el subprocurador federal José Luis Santiago Vasconcelos, promovieron la toma militar y policiaca de La Palma la madrugada del viernes 14.

Dieciséis tanquetas de asalto del Ejército y más de 700 efectivos militares de la Policía Federal Preventiva y de la Agencia Federal de Investigación cercaron el establecimiento y practicaron una minuciosa revisión de su interior. No hallaron armas de fuego ni droga en cantidades importantes, pero el golpe produjo un efecto tranquilizador en la opinión pública, aliviada porque ahora sí se tomaban medidas para recuperar el control del penal.

Protagonista del espectáculo fue el ex diputado Miguel Ángel Yunes, cuatro días antes designado subsecretario de prevención y participación ciudadana, cargo nuevo en la Secretaría de Seguridad Pública a cuyo frágil titular el presidente Fox se esmeraba en fortalecer. El mismo día que se creó el gabinete de seguridad se emitió el reglamento que añadió dos subsecretarías a la SSP, la encargada a Yunes y la de Política criminal, donde fue nombrado Rafael Gerardo Ríos, procedente del Cisen.

A la hora de nombrarlo se subrayó la experiencia de Yunes en materia de seguridad pública y administración carcelaria. La tiene, en efecto, pero la adquirió en breve tiempo y no con las mejores calificaciones. Como secretario de gobierno en Veracruz, durante cinco años, sus tareas fueron objeto de más de 15 recomendaciones de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, que juzgó insatisfactorio el cumplimiento de varias de ellas. Puede argumentarse que un funcionario no es responsable de la actuación de sus subalternos, pero sí lo es cuando no corrige o sanciona los excesos de una política que tenía de suyo un talante ilegalmente represivo. Y como director general de los reclusorios, en la etapa en que la gestión carcelaria correspondía a Gobernación, sus colaboradores fueron señalados por corrupción, no obstante lo cual fueron promovidos. Uno de ellos, José Luis Lagunes, que dirigió las cárceles veracruzanas, acompaña de nuevo a Yunes, pues sustituyó el 13 de enero a Tornero Díaz en el organismo descentralizado que administra los penales federales.

Debe esperarse que la eficacia de la toma de La Palma corresponda a su espectacularidad. Por lo pronto, produjo efectos secundarios, pues se alteraron los plazos y citas judiciales, ya que el acceso a los juzgados federales se suspendió lo mismo que a la cárcel misma. A la ocupación del penal siguió una nueva muestra de la estrategia de Cárdenas Guillén, la movilización de centenares de parientes o presuntos familiares de los reos, que protestaron porque no se les permitía visitarlos. El traslado de decenas de personas, procedentes sobre todo de Tamaulipas, fue una operación onerosa, pues supuso la contratación de 18 autobuses y el pago de habitaciones en hoteles de Metepec y Toluca para los reclutados, pero de ese costo se esperaban ganancias de opinión pública. Para lograrlas, algunas mujeres relacionadas con los jefes de la movilización llegaron altaneras a la Cámara de Diputados y consiguieron allí una cita con la Comisión Nacional de Derechos Humanos, pero el saldo final fue negativo por el asesinato de Oceguera Martínez, quien organizó esa expedición.

Ya no fue posible atribuir esa protesta a los hermanos Cerezo. Dos de ellos, Héctor y Antonio, fueron trasladados el 16 de enero a Matamoros y Puente Grande, los otros penales de alta seguridad, pues se les imputó ser, con su hermano Alejandro, que permaneció en Almoloya, los diseñadores de las protestas a cuya cabeza aparecía Cárdenas Guillén: ¡He allí a muchachos veinteañeros, acusados de colocar petardos y recluidos junto a reos de alta peligrosidad, convertidos en estrategas de las bandas de narcotraficantes, a cuyos jefes lograron manipular! Los hermanos Cerezo fueron acusados de terrorismo y por ello llevados a La Palma.

Lograron ya sacudirse de ese cargo, como antes se les exoneró del único acto material del que derivaría aquel delito, la colocación de bombas de fabricación casera en sucursales bancarias, en agosto de 2001. Hoy se les mantiene en prisión como partícipes en actos de delincuencia organizada, lo que tendría sentido si se les hubiera hallado responsables de daño en propiedad ajena, pero están presos por un efecto sin causa. Las imputaciones que se les hacen sobre la protesta carcelaria y su traslado a otros penales es parte de un intento del gobierno federal de impregnar de motivaciones políticas acciones atribuibles al narcotráfico. Así, se difunde la tesis de que el linchamiento de Tláhuac fue instigado por guerrilleros, miembros del Ejército Popular Revolucionario, a los que presumiblemente investigaban los agentes policíacos asesinados el 23 de noviembre.

Se dice en esa especie que un antiguo domicilio de la familia Cerezo era objeto de la indagación. Con esa versión distractora y con el traslado de Héctor y Antonio se desplaza la atención hacia los riesgos que pueden derivar de su presunta opción política y, convenientemente, se deja fuera de foco a las bandas de narcotraficantes, cuya actividad en Tláhuac era el objeto de la investigación de los policías sacrificados, según su propio y postrero testimonio.

Esas mismas bandas, que trasladaron sus disputas a las cárceles federales, están trenzadas en fieras batallas, ante el pasmo del Ejército y las policías federales y estatales. Innumerables asesinatos en Sinaloa, Chihuahua, Baja California y Tamaulipas son posibles por la impunidad y por la lenidad de las autoridades.

Apenas es imaginable que un comando armado, semejante al que ultimó a los empleados del Cefereso de Matamoros, haya secuestrado, hace poco más de una semana, a 25 personas en un poblado pesquero del municipio de Soto la Marina, asesinado a por lo menos tres y hecho desaparecer a seis, tras liberar al resto. Uno de los muertos fue alcalde priísta de ese municipio, como lo fue el de Díaz Ordaz, en Tamaulipas, víctima de la oleada criminal.

Que caigan víctimas de ajustes de cuentas muestra su participación en la delincuencia organizada y es quizá señal, no la primera ni la única, de la infiltración del narcotráfico en la estructura política de algunas entidades y acaso del país.

México, D.F.

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