RETERRITORIALIZACION
por Franco Berardi, Bifo
Abril 2007


La experiencia metropolitana

La explosión de las identidades desencadenada por la desregulación productiva y social suscita una fortísima necesidad de reidentificación. La vertiginosa desterritorialización del capitalismo telematizado se corresponde con un proceso de territorialización agresiva. La globalización productiva depende de la creación de lenguajes formalizados que prescinden de la territorialidad de las lenguas naturales y de las formas de vida inmediatas. Todo lo que es reducible a algoritmo, y por tanto traducible a lenguaje digital (gestos, palabras, procesos productivos de valor susceptibles de ser repetidos y reducibles analíticamente), entra en el circuito global de la digitalización telemática. Pero aquello que no puede ser formalizado, aquello que pertenece al mundo de las pulsiones o a lo irrepetible de la vida inmediata, trata de marcar sus propios confines identitarios, reaccionando agresivamente contra lo que invade esta esfera de localidad residual. De esta manera, los lenguajes informales se transforman en un territorio de particularismo agresivo.

En la polis, lugar de una comunicación premediática, las personas se comunicaban directamente con el cuerpo, con la mirada, con el silencio y con la voz. La fuente de enunciación era reconocible, identificable, y los actores del juego social de la comunicación disponían de la misma potencia de transmisión. La mediatización de la comunicación disuelve la representación política para dar vida a aquel espacio comunicativo de geometría variable que llamamos metrópoli. El espacio urbano, el lugar propio de la democracia y de la decisión política, desaparece a medida que se vuelven más complejos la red de trabajos mentalizados, la red de telecomunicación y la acumulación territorial de lenguajes diferentes e incompatibles. La metrópoli deja de ser el lugar de oposición dialéctica entre frentes compactos y políticamente representables para emerger como un espacio deslocalizado y lugar de cruce de recorridos.

El ciberespacio es la forma más pura de existencia de la metrópoli. En esa nueva condición babélica las reglas de la democracia se convierten en puro formalismo. En la metrópoli ya no hay un lenguaje universalmente comprensible y, por tanto, ya no hay ley alguna que tenga valor efectivo en la conciencia de todos los habitantes. Llegados a este punto, el único lenguaje comprensible para todos es el de la violencia o del dinero: la barbarización. ¿Qué quiere decir barbarización? Quiere decir que los habitantes de la metrópoli, por mucho que vivan en el mismo territorio físico, son bárbaros los unos para los otros. Es decir, socializan según códigos diferentes, entran en retículos de socialización (telecomunicación) que son asimétricos respecto a los retículos de socialización en el mundo físico. Los esquemas de interpretación de los mensajes sociales se superponen creando efectos imprevisibles. Después de suprimir la experiencia urbana, la metrópoli hipermoderna cortocircuita dos procesos muy diferentes: el nomadismo tecnometropolitano y la reaparición de lo arcaico en el imaginario metropolitano. La experiencia del otro como ser cognoscible desaparece: el otro se ha hecho inaccesible, pues circula en territorios imaginarios y lingüísticos a los cuales no podemos tener acceso, por mucho que se mueva en territorios físicos en los que nos topamos todos los días.

El espacio metropolitano conlleva un enriquecimiento de la experiencia de colectividad, una ampliación de las posibilidades de intercambio, gozo y conocimiento. Pero todo esto no se puede separar del vértigo de la pérdida de identidad, de la intensa sensación de soledad, del sentimiento de una imposibilidad fundamental de traducir los lenguajes. La condición del exiliado que vaga por el mundo en busca de la lengua perdida, y la del nómada, que reconoce por todas partes rastros de recorridos pasados, se aúnan en la condición del proletario apátrida, condición que alcanza su madurez en las figuras del internauta, del operador semiótico desterritorializado, del cultural commuter. La metrópoli es al mismo tiempo el lugar solitario y alienado de la tardomodernidad y el lugar proliferante y excitado de la hipermodernidad.

En la experiencia de la comunidad obrera autónoma, extrañamiento significaba máxima riqueza comunicativa en la máxima miseria de la percepción laboral de uno mismo. Cuanto más mísero sea el trabajo, cuanto menos identidad se pueda obtener a partir de él, tanto más rica será la experiencia de la comunidad que se sustrae al trabajo y que se opone a sus leyes. Hoy, sin embargo, cuando por el efecto de la mediatización se hace imposible la comunicación con el otro y cuando en el paroxismo de la diferencia cada uno se encierra en su identidad, el extrañamiento asume un carácter espectral y peligroso. Cada uno se vuelve extraño a su propia experiencia, que ya no es la propia de uno sino que pasa a ser experiencia homologada, y cada uno busca confirmación de su identidad para poder defenderse de esa apertura.

La cuestión de la diferencia cultural entró al debate de los movimientos ya en los años sesenta. Fue el movimiento afroamericano el que impuso la reflexión sobre la relación entre composición de clase del proletariado y diferencia cultural. El movimiento negro se dividió sobre esta cuestión y aparecieron posiciones diversas. El Black Panther Party, la organización fundada por Huey Newton, Eldridge Cleaver y Bobby Seale, fluctuó entre posiciones de clase e internacionalistas (para las que la lucha de los negros americanos era parte de un proceso de liberación antiimperialista) y posiciones de nacionalismo afro.

Somos un pueblo africano, con una ideología africana, vagamos por los Estados Unidos, pero construiremos nuestra unidad de pueblo en este país.

Esto decía Stokely Carmichael, dirigente e intelectual de vanguardia del movimiento negro. Y continuaba:

Las ideologías del comunismo y del socialismo se refieren a una estructura de clase. Se refieren a un estado de cosas en el que los hombres oprimen a los hombres desde arriba hacia abajo. Pero nosotros nos encontramos frente a algo mucho más importante, ya que nosotros somos víctimas del racismo. El comunismo y el socialismo no hablan del problema del racismo. Y el racismo, para los negros de este país, es mucho más importante que la explotación (..). A pesar de todos los esfuerzos de los blancos, nuestro pueblo resiste en este cautiverio desde hace 413 años. Ha resistido tanto para que esta generación pueda cumplir con su deber. No podemos traicionar a nuestros antepasados. Hemos resistido en todas las formas posibles. Mitrad la lengua inglesa. Hay tipos que llegaron aquí desde Italia, desde Alemania, desde Polonia. En dos generaciones ya saben hablar inglés a la perfección. Nosotros no; nosotros nunca hemos hablado el inglés a la perfección, nunca. Y ello porque nuestro pueblo se ha resistido conscientemente a una lengua que no nos pertenece. Siempre se ha resistido y siempre resistirá, y aunque traten de hacérnoslo engullir a la fuerza, ese idioma no nos lo tragaremos .

En estas formulaciones encontramos una combinación de diferencialismo e identitarismo. Esta mezcla tuvo efectos de autonomía cultural y de movimiento libertario en el contexto de una ola internacionalista cuyo punto de apoyo estaba representado por la lucha obrera contra el capitalismo. Pero en los decenios siguientes sus consecuencias han sido contradictorias, con ribetes integristas y hasta abiertamente fascistas (como las posiciones representadas por Louis Farrakhan, dirigente del movimiento negro islámico americano en el último período). El movimiento de los Black Muslims funda el nacionalismo negro en una diferencia de tipo religioso e ideológico, poniendo en marcha un proceso de identificación abiertamente racista.

La relación entre diferencias culturales y el proceso de recomposición social aparece hoy bajo una luz muy diferente de aquella que parecía iluminar la escena planetaria en los años sesenta y setenta. Entonces la diferencia era motor de una dinámica de recomposición; hoy aparece sobre todo como elemento de identificación agresiva y particularista. El acento diferencialista, que en los años álgidos del ciclo internacionalista funcionaba como un elemento dinámico, hoy es más bien un factor de estabilización identitaria y de cerrazón agresiva.

El fascismo como obsesión identitaria

La raíz profunda de la obsesión identitaria que domina las pulsiones políticas de la postmodernidad se encuentra en el proceso de desterritorialización generalizada. La clase virtual ha desarrollado una forma de cosmopolitismo desidentitario, pero la gran mayoría de la humanidad, que se ve excluida del cosmopolitismo hipermoderno, se aferra a obsesiones identitarias. Los localismos residuales adquieren una energía desesperada precisamente cuando la globalización empuja a la emigración, el nomadismo y a la desterritorialización. Aquí tiene su origen la crisis del universalismo moderno

Podemos hablar de universalismo cuando una perspectiva de valor ético, político o existencial tiene fuerza normativa universal, prescindiendo de las diferencias culturales. La Ilustración elaboró las categorías universales del actuar cívico y la burguesía las convirtió en su programa. La universalidad del derecho, si embargo, se vio contradicha por la economía de la explotación. Al universalismo burgués la dialéctica materialista le opuso el particularismo proletario, la fuerza negativa de un interés parcial que contiene el núcleo de una forma superior, cumplidamente humana, de la relación social. Pero este particularismo tenía siempre (dialécticamente) un horizonte universalista. Afirmar con sectarismo la particularidad obrera quería decir, en la visión dialéctica, poner las condiciones para una universalidad superior. Este esquema ideológico de evidente raíz hegeliana fue la base del internacionalismo proletario. El internacionalismo no era un valor abstracto a perseguir, sino un hecho de la experiencia colectiva que vivía en la lucha de los obreros contra el capitalismo y en la unidad de los proletarios que no tienen fronteras. En todos los lugares del planeta los obreros tienen el mismo interés: apropiarse de las cuotas crecientes de la riqueza producida por ellos mismos y reducir su tiempo de dependencia del trabajo asalariado. Cuanto más fuertes sobre los obreros en un punto del proceso, tanto más fuertes son los obreros en los demás puntos. Este universalismo de la particularidad obrera ha llegado a su fin con la desterritorialización salvaje del trabajo obrero. En ese momento han resurgido los “pueblos”. El resurgir de los “pueblos” como actores políticos en la escena mundial es el signo de la derrota obrera y del universalismo moderno en su conjunto: los pueblos son la particularidad no dialectizable, la particularidad sin proyecto universal, la particularidad idiota.

En los años sesenta el fascismo, en todas sus formas, parecía ser el fantasma de una época dejada atrás para siempre, o bien un instrumento primitivo de represión. Se podía temer la formación de un totalitarismo de nuevo cuño, con los rasgos de la socialdemocracia y del hiperdesarrollo tecnológico y concentracionario. Pero el fascismo no podía reaparecer en escena a no ser por iniciativa y voluntad del Estado reformista. Por el contrario, el escenario de los años noventa se presenta a una luz totalmente distinta. Ya no es aquella luz de la dialéctica en la que las subjetividades particulares pueden producir una perspectiva universal, sino la luz de una regresión que la sociedad se inflinge a sí misma para hacer frente al impacto transformador que el capital produce en su composición antropológica y psicoquímica. Una forma reconocible de esa involución es el fascismo. ¿Qué quiere decir esta palabra informe? Durante mucho tiempo me he exprimido los sesos en la búsqueda de un concepto capaz de definir las diferentes (y contradictorias) formas del autoritarismo, del integrismo, de la agresividad étnica o nacionalista, etc. No he conseguido gran cosa. En su artículo “Il fascismo eterno”, Humberto Eco escribe:

Las características del fascismo no pueden ser ordenadas en un sistema, muchas se contradicen entre sí y son típicas de otras formas de despotismo y de fanatismo. Pero es suficiente que una esté presenta para coagular una nebulosa fascista

A continuación, Eco enumera una serie de caracteres del ur-fascismo : el culto a la tradición, el rechazo del modernismo, la acción por la acción, el miedo a la diferencia, etc. Sin embargo, por muy interesantes y pertinentes que puedan ser estos caracteres, Eco mismo reconoce que el esfuerzo definitorio al final queda frustrado, pues el objeto se sigue escapando. Por ejemplo, el fascismo es al mismo tiempo tradicionalista y futurista, antimoderno y modernista. El problema entonces es que, en ausencia de una definición satisfactoria y comprensiva, corremos el riesgo de llamar fascismo a todo aquello que nos da un poco de asco, y de identificar el fascismo simplemente como partido de la imbecilidad y de la violencia: como el partido del mal. Esto naturalmente no funciona, no es una manera de definir nada.

El problema es que aquello a lo que nos referimos cuando usamos esta palabra imprecisa e históricamente datada (fascismo) es en sí un campo extremadamente vasto de modos de vida, de comportamientos, de ideologías y de prejuicios que tienen, en último término, un único elemento común: la obsesión definitoria. La obsesión de definir es la característica común al campo de fenómenos que llamamos “fascismo”. Por eso mismo encontramos dificultades al definirlo.

El “fascismo”, en su máxima extensión conceptual (comprensiva del nacionalismo y del integrismo religioso, del autoritarismo político y del sexismo..), puede ser reconducido a una obsesión fundamental: la obsesión por la identidad, por la partencia, por el origen y por la reconocibilidad. Esta obsesión crece, se extiende, explota en el curso del siglo XX, precisamente porque ese fue el siglo de la desterritorialización, de la contaminación cultural y de la desindentificación.

Lo que guía los comportamientos que podemos reconducir a la noción de “fascismo” es la pulsión de reconocerse como idénticos, identificables y por lo tanto pertenecientes a una comunidad (de lenguaje, fe, raza..) fundada sobre el origen. Tan sólo el origen da fe a la pertenencia, y como sabemos el origen es una ilusión, una leyenda, una atribución más o menos compartida, pero infundada. No existe la identidad étnica, como tampoco existe la identidad lingüística. Cada ser humano proviene de una historia de cruces y contaminaciones que no es testimoniable ni comprobable, por lo que la pertenencia étnica no es más que una ilusión. Por mucho que cada uno hable su propio idiolecto, que nunca es integralmente traducible por otro hablante, existen no obstante ilusiones de comprensión lingüística. Sobre esto se funda la convivencia.

Cuanto más perturbado se presenta el campo de la comprensibilidad, de la identificabilidad étnica, de la procedencia, tanto más aguda se hace la necesidad de identificar, hasta llegar a hacerse una obsesión. A esta obsesión por la autenticidad la podemos llamar “fascismo” (siempre que seamos conscientes de que estamos realizando una operación históricamente abusiva). Lo inhumano aparece por fin como forma dominante de las relaciones humanas. El capital, después de haber convertido en subalterna la variable obrera, se prepara para una nueva y titánica empresa: subordinar todo el proceso de la actividad cognitiva humana a un sistema de automatismos económicos cableados en el plano tecnológico, psicoquímico y quizás, en el futuro, también biogenética. La superidentidad de la Mente global cableada es del todo indiferente a las identidades originarias (de sexo, de raza, de fe, de nacionalidad). Sin embargo, en el proceso de formación de esta superidentidad queda descartada una enorme de cantidad de material humano: la mayoría de la humanidad, que queda fuera del circuito cableado de la tecnoeconomía globalizada y, por lo tanto, la mayor parte del tiempo vivido y el inmenso territorio del inconsciente colectivo. Este material residual se identifica a través de cultos agresivos, integristas y terroristas.

El capital se impone como acumulación de los automatismos que ya no son gobernables ni contestables. Los interfaces tecnosociales se conectan progresivamente para transformar el proceso de trabajo global en hive-mind, una mente colmena que funciona según finalidades preinscritas y cableadas en el bagaje tecnolingüístico de sus terminales humanos. Llegados a este punto, el superorganismo bioinformática lee lo humano y lo descarta como ruido.

El siglo XX se ha cerrado bajo el signo de una universalidad deshumanizada, la universalidad del Código, de la abstracción que se manifiesta en el dinero, en la circulación informática y financiera. Un totalitarismo abstracto y descarnado dirige la máquina de semiotización universal. Pero ante ese totalitarismo abstracto el masivo retorno del residuo humano se produce en forma agresiva: la tierra y la sangre, la tradición y la identidad, la reafirmación rencorosa de la propia particularidad contra toda otra particularidad y en nombre de ninguna universalidad.


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Texto incluido en el libro: El sabio, el mercader y el guerrero. Franco Berardi, Bifo. Ediciones Acuarela (Madrid, 2007). Traducción: Álvaro García-Ormaechea. Revisión: Manuel Aguilar. Libro publicado con Licencia Creative Commons. Palabras de Stokely Carmichael, citadas por Acabáis y A.Martinelli, Una dichiarazione di guerra, il Black Panther Party, Turín, Einaudi, 1971, págs 154 y siguientes. Umbetrto Eco, Cinque scritti morali, Milán, Bompiani, 1997, pág. 38. Fascismo primigenio (N. del T.).