Wilhelm
Reich
La psicología de masas de la pequeña burguesía
En noviembre
de 1957 moría el psicoanalista austriaco Wilhelm Reich, uno de los principales
exponentes del llamado marxismo freudiano. Este es uno de sus textos más
conocidos
Ya hemos dicho que el éxito de Hitler no se explica ni por su
“personalidad” ni por el papel objetivo-que su ideología ha jugado en el
capitalismo en pleno desorden. La “mistificación” de las masas tampoco es una
explicación. Por nuestra parte, hemos concedido la primacía a la cuestión
de lo que sucedía en
el seno de las masas para que éstas se unieran a un partido cuyos jefes
perseguían una política objetiva y subjetivamente opuesta a los intereses de
las masas trabajadoras.
Para responder a esta cuestión es preciso recordar que el
movimiento nacionalsocialista se apoyaba al comienzo de su victoriosa carrera
sobre amplias capas de las llamadas clases medias, es decir, sobre los millones
de empleados y funcionarios, sobre los comerciantes medios y los campesinos
pequeños y medios. Considerado desde
la perspectiva de su base social, el nacionalsocialismo era en su comienzo un
movimiento pequeñoburgués donde quiera que hizo su aparición, en
Italia, en Hungría, en Argentina o en Noruega. Esta pequeña burguesía, que
militaba antes en los diferentes partidos democráticos tuvo que sufrir una
transformación interior que justificara el cambio de postura política. Las
semejanzas fundamentales, así como las diferencias de las ideologías
burguesa-liberal y fascista se explican por la situación social de la pequeña
burguesía y por la estructura psicológica que aquélla entraña.
La pequeña burguesía fascista es idéntica a la pequeña burguesía
liberal, con la sola diferencia de que pertenecen a épocas distintas. El
nacionalsocialismo ha obtenido sus votos en las elecciones de 1930 y 1932 casi
exclusivamente del Partido Alemán Nacional, del Partido de la Economía
(Wirtschafts-partei) y de los subgrupos del Reich alemán. Sólo el Centro
Católico conservaba sus posiciones incluso en las elecciones de Prusia de 1932.
Únicamente en esa fecha consiguió el nacionalsocialismo ganar terreno entre los
obreros industriales. Pero, tanto antes como después, quienes formaron el
grueso de las tropas de la cruz gamada fueron las clases medias. Durante la más
grave crisis que el sistema capitalista haya conocido desde sus orígenes (la de
1929 a 1932), las clases medias, agrupadas bajo la bandera del
nacionalsocialismo, tomaron posesión de la escena política y se opusieron a la
reestructuración revolucionaria de la sociedad. La reacción política tenía una
concepción muy justa de esta función de la pequeña burguesía: “En último
análisis, la existencia de un Estado depende de las clases medias”, se leía en
un panfleto de los alemanes nacionales del 8 de abril de 1932.
El problema de la importancia social de las clases medias ocupó
un lugar destacado en las discusiones de la izquierda después del 30 de enero
de 1933. Hasta entonces, no se había concedido atención a las clases medias,
porque los espíritus se hallaban cautivados por la evolución de la reacción
política, por el régimen autoritario. En cuanto a los políticos, se
desinteresaban de la psicología de masas y de sus problemas. Fue necesario
esperar al 30 de enero para que la “rebelión de las clases medias” ocupase el
lugar principal de la escena. Si seguimos de más cerca la discusión del
problema, se observan dos tendencias principales: la primera consideraba que el
fascismo “no era otra cosa” que la guardia política de la alta burguesía; la
otra tendencia, sin olvidar este aspecto, ponía de relieve la “rebelión de las
clases medias”, lo que valió a sus representantes el reproche de obscurecer el
papel reaccionario del fascismo. Para dar mayor peso a esta última
argumentación se invocaba el nombramiento de Thyssen como dictador de la
economía, la disolución de las organizaciones económicas de las clases medias,
la anulación de la “segunda revolución”; en una palabra, se acentuaba siempre
el carácter más reaccionario del fascismo aparecido a partir de fines de junio
de 1933.
Se podían observar algunos puntos obscuros en la discusión, que
llegó a ser muy animada: el hecho de que el nacionalsocialismo revelase su
carácter imperialista después de la toma del poder, que se apresurara a
eliminar del movimiento todo elemento “socialista” y que preparase la guerra
por todos los medios, no contradecía el otro hecho de que, visto desde la perspectiva de su
base de masas, el fascismo era claramente un movimiento de las clases medias. Nunca
hubiera podido ganar Hitler para su causa a las clases medias si no hubiera
prometido iniciar la lucha contra el gran capital. Estas clases le ayudaron a
vencer porque estaban en
contra del gran capital.
Presionados por ellas, los dirigentes nacionalsocialistas tuvieron que tomar
medidas anticapitalistas que se vieron obligados a revocar a instancias del
gran capital.
Si no se hace la distinción entre los intereses subjetivos en la
base de masas de un movimiento reaccionario y su función reaccionaria objetiva,
que son antagónicos (aunque unidos al principio en el conjunto del
movimiento nacionalsocialista), resulta imposible comprenderse, ya que al
hablar del fascismo, el uno entiende su función objetiva mientras que el otro
piensa en los intereses subjetivos de las masas fascistas. El antagonismo entre
estos dos aspectos del fascismo explica todas sus contradicciones y aclara
también su convergencia en
una sola forma, el nacionalsocialismo, convergencia tan
característica del movimiento hitleriano. En la medida en que el
nacionalsocialismo estaba obligado a poner de relieve su carácter de
“movimiento de las clases medias” (antes y poco después de la toma del poder),
resultaba en efecto, anticapitalista
y revolucionario; pero, como no hizo nada para desposeer de
sus derechos a los grandes capitalistas, cuando dejó caer cada vez más
claramente su máscara anticapitalista, para poner de relieve su función
exclusivamente capitalista, a fin de reforzar y mantener su poder, se convirtió
en el defensor fanático del imperialismo y en el pilar del orden económico del
gran capital. Importa poco entonces saber si sus dirigentes eran socialistas
honrados (según ellos) o no, mientras en sus filas hubiera demagogos y
arribistas ávidos de poder. Todas estas consideraciones no permiten iniciar una
política antifascista. La historia del fascismo italiano hubiera permitido
comprender el fascismo alemán y su ambigüedad toda vez que el italiano reunía
en su seno las dos funciones netamente antagónicas de las que acabamos de
hablar.
Los que niegan o desestiman la función atribuida a la base de
masas del fascismo, confían en su convicción de que las clases medias, que ni
disponen de los grandes medios de producción ni trabajan en ellos, no pueden, a
la larga, hacer la historia y se encuentran a caballo entre el capital y el mundo
del trabajo. Olvidan que las clases medias son perfectamente capaces de hacer
la historia y que la hacen efectivamente, sí no a largo plazo, al menor durante un
periodo históricamente limitado, lo que confirma la historia
del fascismo alemán y del italiano. No tenemos aquí solamente en cuenta la
anulación de las organizaciones obreras, las innumerables víctimas, el asalto
de la barbarie, sino sobre todo, los obstáculos puestos a la transformación de
la crisis económica en la conmoción de la sociedad, en la revolución social.
Una cosa es evidente: cuanto más numerosa e influyente en una nación es la
clase media, tanto más hay que contar con ella como potencia social que actúa.
De este modo pudimos asistir de 1933 á 1942 al fenómeno paradójico de un Fascismo
nacionalista que pudo ganarle la partida al internacionalismo social
revolucionario en tanto que movimiento internacional. Socialistas
y comunistas hiciéronse ilusiones en lo relativo a la progresión del movimiento
revolucionario con relación al de la reacción y cometieron un verdadero
suicidio político, a pesar de todas sus buenas intenciones.
Este problema merece que se le examine con el mayor cuidado,
porque el proceso que ha afectado a las clases medias de todos los países es
infinitamente más importante que la comprobación del hecho archí conocido y
perfectamente trivial de que el fascismo representa la reacción económica y
política bajo su forma más extrema. Esta última comprobación carece de todo
interés político, como lo ha demostrado ampliamente la historia de los años
1928 a 1942.
Las clases medias se pusieron en movimiento y, bajo el disfraz
del fascismo, efectuaron su entrada en la escena política como fuerza social.
Lo que importa no son las intenciones reaccionarias de Hitler o de Goering, sino
los intereses sociales de las clases medias. Gracias a su estructura
caracterológica, las clases medias disponen de una fuerza social enorme, que
sobrepasa con mucho su poder económico. Esta capa social es la que ha realizado
la hazaña de sostener el sistema patriarcal durante varios milenios y de
mantenerlo vivo a pesar de todas las contradicciones.
La existencia del movimiento fascista es, sin duda, la expresión
social del imperialismo nacionalista. Pero el hecho de que el fascismo haya
podido convertirse en un movimiento de masas y tomar el poder, gracias a lo que
le ha sido posible realizar su función imperialista, no se explica más que por
el movimiento de masas de la clases medias. Quien quiera comprender los
aspectos contradictorios del fascismo tiene que tener en cuenta las oposiciones
y los antagonismos en un momento determinado.
La situación social de la clase burguesa está determinada:
por su posición en
el proceso capitalista de producción;
por su posición en el aparato del Estado autoritario;
por su situación familiar particular, que se deriva
directamente de su posición en el proceso de producción y nos proporciona la
clave para la comprensión de su ideología. Económicamente hablando, la
situación del pequeño campesino, del funcionario y del comerciante medio son
distintas pero, en el aspecto familiar, existe una identidad, al menos
en líneas generales.
La rápida evolución de la economía capitalista en el siglo xix,
la mecanización progresiva e ininterrumpida de la producción, la concentración
de distintas ramas de la
producción en sindicatos y trusts monopolistas, han dado como
resultado la depauperación inexorable de los comerciantes y los artesanos
pequeño burgueses. Incapaces de resistir la competencia de las grandes
industrias, que producen más barato y más racionalmente, las pequeñas empresas
están condenadas a perecer.
“Las clases medias no tienen otra cosa que esperar de este
sistema que la desaparición despiadada. El problema es sencillo: o bien se
confunden todos en la masa gris y sombría del proletariado, donde todos poseen
lo mismo, es decir, nada; o bien se concede a los particulares la posibilidad
de adquirir bienes propios por la fuerza y la tenacidad, por el arduo trabajo
de toda una vida. Clase media o proletariado. ¡Ese es el problema!”
Esta advertencia la lanzaron los Alemanes Nacionales antes de
las elecciones a presidente del Reich de 1932. Los nacionalsocialistas se
guardaron mucho de abrir un abismo entre la clase media y los obreros
industriales a través de declaraciones tan poco hábiles y su propaganda resultó
más eficaz.
Uno de los argumentos de la propaganda del N.S.D.A.P. era la
lucha contra los grandes almacenes. Pero la contradicción entre el papel que el
nacionalsocialismo representaba en la gran industria y los intereses de las
clases medias, sobre las cuales se apoyaba, apareció muy evidentemente en la
entrevista de Hitler con Knickerbrocker:
“No vamos a hacer depender las relaciones germano-americanas de
una tienda (se trataba del futuro de la sucursal de Woolworth en Berlín) …La
existencia de tales empresas es un acicate para el bolchevismo… Destruyen
muchas pequeñas existentes y por eso no las toleraremos; pero pueden ustedes
estar seguros de que sus empresas de este género en Alemania no serán tratadas
distintamente que las alemanas.”[1]
Las deudas privadas exteriores eran muy pesadas para las clases
medias. Pero mientras que Hitler preconizaba el pago de las deudas privadas,
dado que, en el plano de la política exterior, dependía de la realización de
sus compromisos, sus partidarios reclamaban su supresión. La pequeña burguesía
se rebeló, pues, “contra el sistema” y por tal entendía ella el “régimen
marxista” de la socialdemocracia.
Cualquiera que haya sido el deseo de asociarse y organizarse, en
el curso de la crisis, de estas capas de la pequeña burguesía, la competencia
económica entre las pequeñas empresas ha representado un obstáculo para el
establecimiento de un sentimiento de solidaridad comparable al que hay entre
los obreros industriales. Es su posición social la que impide al pequeño
burgués identificarse con su propia capa social o con los obreros industriales;
con su propia capa social porque en ella predomina la competencia; con los
obreros industriales porque a nada le teme más que a la proletarización. El
movimiento fascista tuvo, al menos, el resultado de unificar a la pequeña
burguesía. ¿Sobre qué bases se ha realizado esta unificación, desde el punto de
vista de la psicología de masas?
La posición social de los funcionarios del Estado y de los pequeños
y medios empleados es la que nos proporciona la respuesta: el empleado y el
funcionario medios se encuentran en una situación económica menos favorable que
el obrero industrial medio; la inferioridad económica de los primeros, queda
parcialmente compensada en los funcionarios del Estado por algunas esperanzas
mínimas de promoción y por la perspectiva de una cierta seguridad económica
hasta el fin de su vida. La dependencia característica de esta capa social con
respecto a las autoridades, aboca a una actitud de competencia frente a sus
colegas, incompatible con la formación de un auténtico sentimiento de
solidaridad. La conciencia social del funcionario no está determinada por el
sentimiento de una comunidad de destino con sus colegas, sino por la actitud
cara a la autoridad establecida y a la “nación”.
Para el funcionario, esta actitud consiste en una
identificación absoluta[2] con el poder estatal; para
el empleado, con la empresa en la que trabaja. En realidad, tanto el uno como
el otro se encuentran en la misma situación que el obrero industrial. ¿Por qué
no se desarrolla en ellos, como en este último, un sentimiento de solidaridad?
Respuesta: porque ocupan una posición intermedia entre la autoridad y los
trabajadores manuales. Súbditos con respecto a la autoridad, se convierten en
los representantes de esa misma autoridad en sus relaciones con sus
subordinados y, con este motivo, gozan de una especial protección moral (no
material). Los cabos de todos los ejércitos del mundo nos proporcionan el ejemplo
más típico de este producto de la psicología de masas.
La fuerza de esta identificación con el empleador se revela de
una manera particularmente llamativa en el caso de los criados de algunas casas
nobles, de algunos ayudantes de cámara que, al adoptar la apariencia, la
mentalidad y las maneras de la clase dominante, sufren una modificación
completa y a menudo la exageran para esconder sus orígenes modestos.
Esta identificación con la administración, la empresa, el Estado
y la nación, que puede resumirse en la fórmula: “Yo soy el Estado, la
administración, la empresa, la nación” es una realidad psíquica que nos
proporciona uno de los mejores ejemplos de una ideología convertida en poder
material. Al principio, el empleado o el funcionario se contentan con un
parecido idealizado con sus superiores, pero poco a poco, de resultas de su
dependencia material, su personalidad se transforma a imagen de la clase
dominante. Por tener
los ojos perpetuamente clavados en lo alto, el pequeño burgués
acaba por cavar una josa
entre su situación económica y su ideología. Pasando la vida
en condiciones materiales penosas, se esfuerza por adoptar frente al mundo una
actitud representativa, exagerada a veces hasta la caricatura. Se alimenta poco
y mal, pero le concede un gran valor al ir “correctamente vestido”. El sombrero
alto y el traje son los símbolos visibles de esta estructura caracterológica.
Nada hay tan revelador, desde la perspectiva de la psicología de masas, como el
examen del modo de vestir de una población. Esa “mirada clavada en lo alto” es
lo que distingue esencialmente a la estructura pequeño burguesa de la del
obrero de la industria.[3]
¿Hasta qué profundidades llega esta identificación con la
autoridad? De su existencia no ha habido nunca duda alguna. Pero la cuestión es
averiguar de qué modo han cimentado y fijado los hechos emocionales la actitud
pequeño burguesa, al margen de los factores económico primarios, hasta tal
punto que la estructura pequeño burguesa no ha sido sacudida ni siquiera en
tiempo de crisis, cuando el paro zapaba sus soportes económicos.
Más arriba hemos afirmado que la situación económica de las
distintas capas medias varía sensiblemente, mientras que su situación familiar
es esencialmente la misma. La situación familiar es la que nos da la clave del
fundamento emocional de la estructura descrita anteriormente.
Notas:
[1] Tras la toma del poder durante los meses de marzo a
abril comenzó el asalto contra los grandes almacenes, que pronto frenaron los
dirigentes del N.S.D.A.P. (prohibición de toda intervención no autorizada en
materia económica, disolución de las organizaciones de las clases medias, etc.)
[2] El psicoanálisis llama “identificación” al estado de
espíritu de una persona que comienza a sentirse una con otra, a adoptar las
actitudes –y atributos de ella, que antes no tenía–, y a ponerse
imaginariamente en su lugar; este proceso se basa en una modificación real de
la persona, que “se identifica” con otra “interiorizando” los atributos de su
modelo.
[3] Esta observación se aplica a Europa. En los Estados Unidos,
el “aburguesamiento” de los trabajadores de la industria suprime tales
distinciones
Fuente: Apartado 3º del capítulo 2º de Psicología de masas del
fascismo, de Wilhelm
Reich, septiembre de 1933.
Elviejotopo
PSICOLOGÍA DE MASAS DEL FASCISMO por Wilhelm Reich (libro).
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