INICIACIÓN A LA ECONOMIA MARXISTA

 

ERNEST MANDEL




 

Crece, día a día, el interés de todos –estudiosos, militantes, de diversas tendencias,

opinión pública- por la teoría económica y por el análisis de los mecanismos que

condicionan el progreso social.

Los criterios que están en la base de la economía marxista o de la economía

neocapitalista son sometidos hoy a revisión continua. Ello da lugar a nuevas

situaciones en ambos polos ideológicos y a la aparición de formas mixtas. Sin embargo,

las exposiciones analíticas y técnicas sobre las respectivas líneas de fondo de ambos

procesos siguen siendo imprescindibles para hacerse con la clave de la actual

evolución sociopolítica.

Ernest Mandel ha tenido la rara capacidad de reducir a unas pocas páginas –unas

pocas lecciones orales, luego convertidas en libro- los resultados de su análisis. En

ellas aparecen con claridad los rasgos esenciales de la concepción marxista de la

economía y, como trasfondo, los de la evolución de la economía neocapitalista.

La brevedad y la diafanidad expositiva, unidas a la autoridad excepcional del autor en

estas materias, han convertido este libro en el vademécum indispensable para toda

persona interesada en conocer lo esencia de la economía. Otra cualidad interesa,

todavía, subrayar: esto no es un libro propagandístico, sino de análisis. Su autor, desde

luego, nunca esconde su criterio. Pero al lector discrepante nunca le resulta

desagradable la lectura.

Nota del Traductor

 

I. la teoría del valor y de la plus-valía

 

En último análisis, todos los progresos de la civilización vienen determinados por el

aumento de la productividad en el trabajo. Mientras la labor de un grupo humano sólo

alcanza, a duras penas, a mantener la vida o subsistencia de los trabajadores, mientras

no existe algún excedente o sobrante por encima de este producto indispensable,

resultan imposibles la división del trabajo, la aparición del artesanado, las condiciones

imprescindibles para la existencia y la actividad de los artistas y de los científicos. Por

consiguiente, y con mucha más razón, no hay, mientras dure tal circunstancia, ninguna

posibilidad de desarrollo de las técnicas que exigen aquellas especializaciones.

 

El excedente social

 

Mientras el rendimiento del trabajo sea tan bajo que el producto del trabajo de un

hombre sólo baste para su propio sustento, no hay ni puede haber tampoco división

social, diferenciación en el interior de la sociedad. Todos los individuos son, en este

caso, productores; todos se encuentran en idéntico estado y nivel de privación y de

incapacidad.

Todo aumento de la productividad del trabajo que supera aquel nivel mínimo, crea la

posibilidad de un pequeño excedente, y desde el momento que existe un sobrante de

productos, que dos brazos rinden más de lo que requiere su propia manutención, aparece

la posibilidad de lucha por la distribución de este superávit.

A partir de entonces, el conjunto de la labor de una colectividad ya no está forzosamente

destinado al mantenimiento de los productos. Una porción de este trabajo puede ser

destinada a liberar a otro sector de la comunidad de la necesidad de dedicarse tan sólo a

su propio mantenimiento.

Cuando surge esta posibilidad, una parte de la sociedad puede erigirse en clase

dominante, caracterizándose, principalmente, por el hecho de verse emancipada de la

necesidad de trabajar para poder subsistir.

En tal circunstancia, el trabajo de los obreros se descompone en dos partes. Una parte

sigue efectúandose para proveer el sostén de los propios productores; lo denominaremos

trabajo necesario. Otra parte sirve para mantener a la clase dominante; lo llamaremos el

trabajo sobrante.

Citemos un ejemplo evidente demostrativo: los esclavos en las plantaciones, ya sea en

determinadas zonas y épocas del Imperio romano, ya sea también en las grandes

plantaciones, a partir del siglo XVII, en las Indias occidentales o en las islas africanas,

bajo el poder colonial portugués. Generalmente, en las regiones tropicales, el dueño no

proporciona ni el alimento del esclavo; es éste mismo quien lo ha de producir, los

domingos, cultivando un exiguo espacio de tierra. Seis días por semana, el esclavo

trabaja en la plantación; es un trabajo cuyo fruto no le pertenece, crea un excedente

social que abandona desde el instante de su producción, que pertenece en exclusiva a los

señores de los esclavos.

La semana laboral, de 7 jornadas en este caso, se divide en dos partes: el trabajo de un

día, el domingo, es un trabajo necesario, para sostener al esclavo y a su familia; el

trabajo de los otros 6 días de la semana es lo que constituye el trabajo sobrante, cuyo

producto revierte en exclusivo beneficio de los amos, sirve para su subsistencia y,

además, para su enriquecimiento.

Otra muestra histórica: las grandes propiedades en la alta Edad Media. Las tierras de

estos dominios están distribuidas en tres facciones: los terrenos comunales o de

propiedad colectiva, esto es, los bosques, las praderas, los pantanos, etc; la tierra que los

siervos cultivan para mantenerse ellos y sus familias; finalmente, las tierras que han de

trabajar para sostener a sus señores feudales. Ordinariamente, en este caso, la semana

laboral es de 6 días y ya no de 7. Se divide en dos partes iguales: durante tres jornadas

cada semana, el siervo de la gleba se ocupa en producir lo que necesita; otras tres

jornadas semanales las destina a tierras de su señor, sin ninguna remuneración. El

vasallo efectúa un trabajo gratuito a favor de la clase privilegiada, del grupo en el poder.

Podemos definir el producto de estos dos tipos de trabajo tan diferentes con términos

también distintos. Cuando el productor realiza el trabajo necesario, crea el producto

necesario. Cuando, en cambio, realiza un trabajo sobrante, entonces crea excedente de

producto social.

El excedente de producto social es la parte de la producción social de que, aún siendo

realizada por la clase de los productores, se apropia de la clase dominante, cualesquiera

que sean el modo o el medio que emplee para retenerla en su poder: ya sea en forma de

productos naturales, ya sea en forma de mercancías destinadas a ser vendidas, ya sea en

forma de dinero.

La plus-valía no es, por tanto, nada más que la forma monetaria del producto de

excedente social. Cuando es exclusivamente en forma de dinero que la clase dominante

se apropia de la parte de producción anterio rmente denominada excedente de

“producto”, entonces ya no se utiliza esta expresión para calificarla, sino la de “plusvalía”.

Por otra parte, esto no es más que un primer esbozo de la definición de la plus- valía que

examinaremos más adelante.

¿cuál es el origen del excedente del producto social? El excedente del producto social se

presenta como el resultado de la expropiación gratutita –sin la compensación o el

intercambio de alguna contrapartida en valor- de una parte de la labor de la clase

productora, efectuada por el estamento en el poder. Cuando el esclavo trabaja dos días

cada semana en la plantación del dueño de los esclavos y todo el fruto de este esfuerzo

es acaparado por este propietario, sin ninguna remuneración a cambio, el factor causal

de este excedente de producto social es el trabajo gratuito, no pagado, realizado por el

esclavo en beneficio de su amo. Cuando el siervo trabaja tres días por semana en la

tierra del señor feudal, el origen de esta renta, de este excedente de producto social, es

también la labor no remunerada, gratuita, prestada por el siervo.

Comprobaremos seguidamente que el origen de la plus-valía capitalista, es decir, de la

renta o beneficio de la clase burguesa en la sociedad de tipo capitalista, es exactamente

el mismo: se trata de un trabajo no remunerado, gratuito, proporcionado al capitalista

por el proletario, por el asalariado, sin que perciba ningún valor a cambio de su tarea.

 

Mercancías, valor de uso y valor de cambio

 

He ahí, por consiguiente, algunas definiciones básicas que emplearemos como

instrumentos de trabajo a lo largo de los tres temas que expondremos en el presente

curso. Todavía tenemos que añadir algunas más:

Todo producto del trabajo humano ha de rendir normalmente una utilidad, ha de poder

satisfacer alguna necesidad del hombre. Puede afirmarse, en efecto que todo producto

del trabajo posee un valor de uso. Emplearemos este término según dos interpretaciones

diferentes. Hablaremos del valor de uso de una mercancía y, también, de los valores de

uso. Mostraremos cómo en determinadas sociedades sólo son producidos valores de

uso, productos destinados al consumo directo de quienes se apropian de ellos

(productores o clase dirigente).

Pero, al lado de este valor de uso, el producto del trabajo humano puede estar asociado

con otro tipo de valor, un valor de cambio. Puede ser producido no para ser consumido

inmediatamente por los proletarios o por el grupo de los privilegiados que monopolizan

la riqueza, sino para ser intercambiado en el mercado, para ser vendido. La masa de los

productos destinados a la venta ya no constituye una producción exclusiva de valores de

uso, sino una producción de mercancías.

Así pues, la mercancía es un producto que no ha sido creado para ser consumido

directamente, sino que su finalidad consiste en ser cambiado en el mercado. Por lo tanto

toda mercancía ha de contener simultáneamente un valor de uso y un valor de cambio.

Ha de poseer un valor de cambio, porque, de lo contrario, nadie la adquiriría. Sólo se

compra con la intención final de consumir, de satisfacer una necesidad. Si una

mercancía no presenta ningún valor de uso resulta invendible, inútil, no tiene valor de

cambio, precisamente porque carece de valor de uso.

Sin embargo, todo producto que posee un valor de uso no siempre tiene un valor de

cambio. Este valor de cambio le vendrá, principalmente, del hecho y en la medida de ser

producido por una sociedad fundamentada en el intercambio, una sociedad que practica

generalmente el intercambio.

¿Existen sociedades donde los productos no comporten un valor de uso? En el fondo del

valor de cambio y, con mayor motivo aún, en la base del comercio y de la práctica de

mercado, se halla un grado determinado de división del trabajo. Para que unos

productos no sean inmediatamente consumidos por sus propios productores, es preciso

que no todos los individuos elaboren un único e idéntico género o artículo. Si en una

comunidad concreta no existe una división del trabajo o ésta aparece en estado

rudimentario, es evidente que no hay razón para que surja el intercambio. Normalmente,

un productor de trigo no tendrá nada que pueda ser objeto de permuta con otro

productor del mismo cereal. Pero, desde el momento que hay división del trabajo,

cuando se establece contacto entre grupos sociales que elaboran materias con un valor

de uso diferente, el ejercicio del cambio puede manifestarse inicialmente, en

circunstancias esporádicas con la posibilidad de una ulterior generalización. Desde

aquel instante, aparecen paulatinamente junto a los productos destinados al mero

consumo, otros productos creados para ser intercambiados, las mercancías.

La producción mercantil y la producción de valores de cambio han conocido su más

amplia expansión en la sociedad capitalista. Es la primera sociedad histórica donde la

mayor parte de la producción está compuesta de mercancías. Aunque no todo el trabajo,

dentro del sistema capitalista, está proyectado con una finalidad comercial. Dos

categorías de productos continúan siendo valores tan sólo para el uso.

En primer lugar, todo cuando producen los campesinos para su autoconsumo en el área

de las haciendas y casas rurales. Esta producción para el abastecimiento de los propios

agricultores y granjeros se encuentra hasta en los países capitalistas más avanzados,

como p.e., en los Estados Unidos; pero constituye una ínfima porción de la actividad

agrícola total. En general, cuanto más retrasada está la agricultura de un país mayor es

la fracción de la producción agrícola reservada al autoconsumo, lo que dificulta en gran

manera el cálculo exacto de la renta nacional.

Una segunda categoría de productos que siguen siendo valores sólo de uso y no

mercancías en un régimen capitalista son los frutos de las labores domésticas. Aunque

supone y exige un gran acopio y desgaste de energías humanas, este trabajo en el hogar

produce valores de uso y no mercancías. Preparar una sopa, barrer la casa, coser un

botón son actividades productivas, pero no pretenden la comercialización o el lucro.

La aparición, luego la regulación y la posterior generalización de la producción de

mercancías, ha transformado radicalmente la forma de trabajar y el modo de

organización de la sociedad humana.

 

La teoría marxista de la alineación

 

Todos, más o menos, tenéis referencias sobre la teoría marxista de la alineación. La

aparición, la regularización, la generalización de la producción mercantil están

íntimamente vinculadas con la difusión de este fenómeno de la alineación.

No podemos analizar extensamente ahora este aspecto de la cuestión. Pero es

extraordinariamente importante conocer y comprender este hecho, porque la sociedad

mercantil no abarca solamente la época del capitalismo. Contiene asimismo la pequeña

producción mercantil que estudiaremos más adelante. Hay también una sociedad

mercantil postcapitalista, la sociedad de transición actual, que permanece aún

ampliamente fundamentada y establecida sobre la producción de los valores de cambio.

Cuando de descubren y entienden algunas de las características esenciales de la

sociedad mercantil, se puede también comprender el motivo de la imposible superación

de algunos fenómenos alienadores mientras dura el período de transición entre el

capitalismo y el socialismo, como es el caso de la URSS contemporánea.

En cambio, este hecho de la alineación no se da, lógicamente, por lo menos de esta

manera, en una sociedad que desconoce la producción mercantil, donde hay una unidad

entre la vida individual y una actividad social completamente elemental. El hombre

trabaja y, ordinariamente, no trabaja solo sino en conexión con una colectividad más o

menos orgánica. Este trabajo consiste en transformar directamente cosas materiales. Es

decir, que la actividad del trabajo, de la producción, del consumo y de las relaciones

entre el individuo y la sociedad, están regulados por un cierto equilibrio más o menos

permanente.

Realmente no está justificado embellecer la sociedad primitiva, sujeta a presiones y

catástrofes periódicas a causa de su extrema escasez de recursos. Constantemente el

equilibrio está amenazado por el peligro de ser destruido por la miseria, por los

cataclismos y desastres naturales, etc. Pero entre una y otra catástrofe, principalmente a

partir de un cierto grado de desarrollo de la agricultura y de unas condiciones

climatológicas favorables, es factible una cierta unidad y armonía, un cierto equilibrio

entre prácticamente todas las actividades humanas.

En la sociedad primitiva no existen las calamitosas consecuencias de la división del

trabajo, tales como el divorcio total entre la tarea estética, la inspiración y el impulso

artísticos, la ambición creadora y las actividades productivas, puramente mecánicas,

reiterativas, monótonas. Bien al contrario, la mayoría de las artes, tanto la música y la

escultura como la pintura y la danza se encuentran radicalmente ligadas con el trabajo.

El deseo de proporcionar una forma agradable, hermosa, a los productos que eran

comidos por el mismo individuo, por la familia, por el grupo más amplio de parentesco,

por la tribu, etc., se integraba normalmente, armónicamente, orgánicamente en el trabaja

cotidiano.

El trabajo no era considerado ni experimentado como una obligación o una carga

impuestas desde el exterior, sobre todo porque resultaba una operación mucho menos

tensa y agotadora de lo que es en el sistema capitalista actual, porque respetaba y se

adaptaba a los ritmos intrínsecos y característicos del cuerpo humano y de la naturaleza.

El número de jornadas laborales casi nunca excedía de 150 a 200 cada año, mientras que

en la sociedad capitalista se aproxima peligrosamente a 300 y lo sobrepasa en algunas

ocasiones. Después, porque subsistía una concordia entre el productor, el producto y su

consumo, porque el trabajador producía para subvenir a sus personales necesidades o a

las de su familia y su tarea conservaba un aspecto directamente funcional. La alineación

moderna nace principalmente de la rotura y separación entre el obrero y el fruto de su

actividad, efecto simultáneo de la división del trabajo y de la producción de mercancías

destinadas a un mercado y a un consumidor desconocidos y no al beneficio del mismo

trabajador.

El reverso de la medalla muestra que una sociedad que sólo produce valores de uso,

bienes para el consumo inmediato de los mismos productores, siempre fue, en el

pasado, una sociedad sujeta a un grave estado de inteligencia. Se trata, por lo tanto, de

una sociedad que no solamente se ve sometida al azar y al despotismo de las fuerzas

naturales, sino que también limita hasta el extremo las necesidades humanas, en la

misma medida que carece de lo imprescindible, no disponiendo más que de una gama

limitada de productos. Las necesidades humanas sólo muy parcialmente son innatas. Es

constante la interacción entre producción y necesidades, entre desarrollo de las fuerzas

productoras y la eclosión de las necesidades. Únicamente dentro de una sociedad que

hace avanzar al máximo la productividad del trabajo, que procura hacer progresar una

gama inmensa de productos, puede el hombre experimentar un desarrollo continuo de

sus necesidades, de sus potencialidades inagotables, de su humanidad integral.

 

La ley del valor

 

Una de las consecuencias de la aparición y de la generalización progresivas de la

producción de mercancías es que el mismo trabajo empieza a convertirse en algo

regular, medido, deja de estar en sintonía con el ritmo de la naturaleza y el ritmo

fisiológico del hombre.

Hasta el siglo XIX y quizás hasta el siglo XX, en algunas regiones de Europa

occidental, la gente del campo no trabaja de un modo regulara, no trabaja con idéntica

intensidad cada mes del año. Durante algunos períodos del año laboral, realizará una

labor sumamente vigorosa. Pero también aparecen dilatados espacios de inactividad,

especialmente a lo largo de la estación invernal. Cuando ha crecido la sociedad

capitalista, ésta ha encontrado en las zonas agrícolas más retrasadas, dentro de la misma

sociedad capitalista, una reserva de mano de obra particularmente interesante, que

acudía a trabajar a la fábrica 4 ó 6 meses cada año, aceptando salarios mucho más bajos,

puesto que una parte de su subsistencia podía ser atendida gracias a la explotación

agrícola que permanecía.

Cuando se observan granjas más desarrolladas y prósperas, por ejemplo en la

proximidad de las grandes ciudades, es decir, granjas que han entrado en un proceso de

industrialización, se halla en ellas un trabajo mucho más regular, un rendimiento y

dedicación laborales superiores, sostenidos durante todo el curso del año, eliminando

paulatinamente los tiempos muertos. Esto no ocurre solamente en nuestra época, ya se

puede constatar en la Edad Media, desde el siglo XII. A mayor cercanía de las ciudades

y de sus mercados, mayor orientación de la agricultura hacia el comercio, hacia la

producción de mercancías, más alto nivel de regularización del trabajo, con una

dedicación más o menos permanente, como si se tratara del trabajo dentro de una

empresa industrial.

En otros términos: cuanto más se generaliza la producción de mercancías, tanto más se

regulariza el trabajo y la organización de la sociedad se concentra alrededor de una

contabilidad fundada en el trabajo.

Si se examina la división del trabajo, ya bastante avanzada en una población rural, en

los inicios del desarrollo comercial y artesanal medievales; si se estudian las

colectividades propias de las civilizaciones bizantina, árabe, india, china y japonesa, se

descubre, con sorpresa, el hecho común a todas ellas de una integración muy adelantada

entre la labor en el campo y las diversas técnicas artesanales, de una regularización del

trabajo tanto en las zonas agrarias como en los núcleos urbanos, factores que erigen la

contabilidad en el trabajo y en el horario laboral en motor normativo de toda la

actividad y de la misma estructuración de la convivencia social. En el capítulo referente

a la ley del valor del “Tratado de economía marxista”, he presentado una larga serie de

ejemplos de esta contabilidad en horas de trabajo. En ciertas aldeas de la India, una

casta determinada monopoliza el oficio de herrero, pero continúa, al mismo tiempo,

cultivando la tierra para subvenir por su propia alimentación. Han promulgado la

siguiente regla: cuando el herrero fabrica una herramienta o un arma para una casa de

campo, ésta ha de proporcionar la materia prima y, durante el tiempo que dedica a

trabajar la materia prima para hacer aquellos instrumentos, el campesino para quien

realiza su tarea artesana cuidará de la tierra del herrero. Existe, por tanto, una

equivalencia en horas de trabajo que rige los intercambios de una manera totalmente

diáfana.

En las aldeas japonesas medievales, en el seno de la comunidad rural, se lleva una

contabilidad precisa de las horas de trabajo. El contable de la población posee una

especie de gran libro en el que anota y registra las horas de trabajo prestadas por cada

campesino en las tierras recíprocas, porque la producción agrícola se basa aún, en gran

medida, en la cooperación en el trabajo. Generalmente la cosecha, la construcción de

casas, la cría de ganado se efectúan colectivamente. Es calculado con rigurosa exactitud

el número de horas de trabajo que los miembros de una familia prestan a otra familia. A

fin de año ha de haberse establecido un equilibrio, es decir, el hogar A y el hogar B se

han de haber prestado, al cabo del año, mutuamente idéntica cantidad de horas

laborales. Los japoneses han llegado hasta el punto de detallar -¡hace de ello cerca de

1000 años!- que una hora de trabajo realizada por un niño sólo “vale” una media hora de

tarea hecha por un adulto. Se trata de un caso de estricta contabilidad del trabajo.

Otro ejemplo que nos permite descubrir de forma inmediata la generalización de esta

contabilidad centrada en la economía del tiempo dedicado al trabajo: la reconversión de

la renta feudal. En una sociedad feudal, el excedente de la producción agrícola puede

adoptar tres modalidades diferentes: la de renta en trabajo obligatorio y gratuito, la de

renta en especie o en género producido y la de renta en dinero.

Cuando se da el paso de la prestación forzada y sin gratificación a la renta en especie, se

registra un proceso de reconversión. En lugar de proporcionar tres días de trabajo por

semana al señor feudal, el siervo le entrega, cada estación agrícola, una determinada

cantidad de trigo o de ganado vivo, etc. Se produce otra reconversión cuando la renta en

especie se muda en renta en dinero.

Estas dos conversiones se han de fundar sobre una contabilidad bastante rigurosa de las

horas laborales, si una de las dos partes no quiere ni tolera ser perjudicada por este tipo

de operación. Si al hacer la primera reconversión, en lugar de entregar al señor feudal

150 jornadas de trabajo por año, el campesino le da una cantidad de trigo que le ha

costado 75 días de labor, esta reconversión de la renta-trabajo en renta en especie

provocaría como resultante un brusco empobrecimiento del señor y un rápido

enriquecimiento del siervo.

Los propietarios de los bienes raíces -¡dignos, claro está, de toda confianza!- vigilaban

con mucha atención el proceso de reconversión para que hubiera una paridad estricta

entre las diferentes formas de renta. Esta reconversión podía en definitiva resultar un

detrimento de una de las dos clases agentes de la operación, por ejemplo contra el dueño

feudal cuando se produjo un súbito aumento del precio de los frutos del campo después

de la transformación de la renta en dinero, pero se trata de la consecuencia de una

evolución histórica y no del efecto de la misma reconversión.

El origen de esta economía fundada sobre la contabilidad en tiempo de trabajo se

evidencia en el caso de la división del trabajo entre los artesanos y los campesinos en el

interior de la misma comunidad rural. Durante un largo período de tiempo, esta división

del trabajo se mantiene en un estado bastante rudimentario. Una parte de los agricultores

continúa produciendo una porción de su vestimenta por un espacio de tiempo muy

dilatado que, en la Europa occidental, se extiende desde el origen de las ciudades

medievales hasta el siglo XIX, cerca, por lo tanto, de un millar de años, con el resultado

final de que la técnica de confección de la ropa y de los trajes propios no ofrezca secreto

ni dificultad para los agricultores.

Cuando se establecen intercambios regulares entre los campesinos y los confeccionadores de productos textiles, surgen unas equivalencias normales entre ellos,

por ejemplo, puede ser permutada una vara de pieza textil por 10 libras de manteca, no

precisamente por 100 libras. Ciertamente los campesinos conocen por experiencia el

tiempo aproximado de trabajo necesario para producir una concreta cantidad de género

textil. De no existir una equivalencia más o menos aproximada entre la duración del

trabajo necesario para producir la cantidad de ropa entregada a cambio de una

convenida cantidad de manteca, la división del trabajo sería necesariamente

inmediatamente modificada. Si resultara más provechoso para ellos producir ropa en

lugar de manteca, cambiarían de producción, siendo así que aún nos hallamos en los

umbrales de una división radical del trabajo y son todavía imprecisas las fronteras que

distinguen las diferentes técnicas y el tránsito de una actividad económica a otra es

factible y hasta fácil, principalmente si está brinda sugestivas ventajas materiales.

En el mismo seno de las ciudades medievales hay un equilibrio, calculado con gran

lucidez, entre los diferentes oficios, inscrito en las tábulas gremiales, precisando hasta el

minuto el tiempo de trabajo destinado a la elaboración de los diferentes productos. En

tales condiciones, sería inconcebible que el zapatero o el herrero llegasen a obtener la

misma suma de dinero por el producto de la mitad de tiempo de trabajo que requeriría

un tejedor o a otro artesano para conseguir la misma cantidad de dinero a cambio de sus

productos.

En la citada circunstancia podemos descubrir el mecanismo de aquella contabilidad en

horas de trabajo, el modo de funcionar de aquella sociedad fundamentada en una

economía en horas de trabajo, que es característica general de toda aquella fase

denominada pequeña producción mercantil, que se intercala entre una economía

simplemente natural que sólo produce valores de uso y la sociedad capitalista que crea

una ilimitada expansión de la elaboración de mercancías.

 

Determinación del valor de uso de las mercancías.

 

Después de precisar que la producción e intercambio de mercancías se regularizan y se

generalizan en el interior de una sociedad fundada sobre una economía en tiempo de

trabajo, sobre una contabilización de las horas laborales, podemos comprender porque,

por sus orígenes y por su propia naturaleza, el intercambio de mercancías se establece

sobre esta misma contabilidad en horas de trabajo y que la regla común que se instituye

es la siguiente: el valor de cambio de una mercancía está determinada por la cantidad

de trabajo necesario para producirla, y esta cantidad de trabajo es medida según la

duración del trabajo requerido para la producción de dicha mercancía.

Conviene añadir algunas precisiones a esta definición que constituye la teoría del valor-

.trabajo, base simultánea de la clásica economía política burguesa, desde el siglo XVII y

comienzos del XIX, desde William Pessy hasta Ricardo, y de la teoría economía

marxista, que asumió y perfeccionó esta misma teoría del valor-trabajo.

Primera precisión: los hombres no poseen la misma capacidad de trabajo, la misma

energía, el mismo dominio de su oficio. Si el valor de cambio de las mercancías

dependiera de la sola cantidad de trabajo efectuado individualmente, realmente prestado

por cada individuo para producir una mercancía, se llegaría a una situación absurda:

cuanto más holgazán e inepto fuera un obrero, tanto mayor sería el número de horas

empleado para confeccionar un traje o un par de zapatos, por ejemplo, y

consiguientemente mayor sería el valor del traje o de los zapatos. Es lógicamente

imposible, porque el valor de cambio no constituye una recompensa moral para quien ha

tenido la buena voluntad de trabajar; sino que constituye un vehículo establecido entre

productores independientes, para instaurar la igualdad entre los oficios, en una sociedad

fundada a la vez en la división del trabajo y en la economía del tiempo de trabajo. En

este tipo de sociedad, el despilfarro en el trabajo es algo que no merece premio, bien al

contrario, es penalizado automáticamente. Quienquiera gasta, para producir un par de

zapatos, una cantidad en horas superior a la medida necesaria –esta media

imprescindible ya está determinada por la productividad media del trabajo y figura

inscrita en la Carta de los Oficios- ha dilapidado el trabajo humano, ha sido inefectivo,

ha perdido su tiempo y por estas horas malgastadas no merece ni recibe recompensa

alguna.

Formulado de otra manera: El valor de cambio de una mercancía está determinado no

por la cantidad de trabajo dedicado para la producción de esta mercancía por parte de

cada productor individualmente considerado, sino por la cantidad de trabajo socialmente

necesario para confeccionarla o elaborarla. La fórmula “socialmente necesario”

significa: la cantidad de trabajo necesario en las condiciones medias de productividad

del trabajo que existen en una época y en un país determinados.

Esta precisión ofrece importantes aplicaciones cuando se analiza con mayor

detenimiento el funcionamiento de la sociedad capitalista.

Se impone, sin embargo, una segunda precisión. ¿qué significación exacta tiene la

fórmula “cantidad de trabajo”? Hay cualificaciones diferentes entre los trabajadores.

¿Existe una paridad total entre una hora de trabajo prestada por diferentes obreros,

prescindiendo de dicha cualificación profesional y personal?. Repetimos, no se trata de

una cuestión moral sino de un caso de lógica interna, de una sociedad fundada en la

igualdad de los oficios, la igualdad en el mercado, para la cual admitir condiciones de

desigualdad implicaría y provocaría una pronta ruptura del equilibrio social.

¿Qué pasaría, por ejemplo, si una hora de trabajo de un peón no produjese menos valor

que una hora de un obrero cualificado, que ha necesitado y ha empleado de 4 a 6 años

de aprendizaje para alcanzar su destreza técnica?. Nadie desearía conseguir una

cualificación profesional. Las horas de trabajo destinadas a lograr su dominio del oficio

resultarían un derroche inútil de energía, el aprendiz que alcanzara un grado de maestría

en el oficio no hallaría ninguna compensación.

Para que haya jóvenes que deseen e intenten cualificarse dentro de un sistema

económico fundado sobre la contabilidad de horas laborales, es necesario que el tiempo

que han dedicado a la adquisición del dominio del oficio sea remunerado y reciban un

valor compensatorio de este tiempo de instrucción y adestramiento. Completaremos

nuestra definición del valor de cambio de una mercancía: “Una hora de trabajo de un

obrero cualificado ha de ser considerada como un tiempo de trabajo complejo, como un

múltiplo de la hora de trabajo de un peón, y este coeficiente de multiplicación no es

arbitrario sino que tiene como fundamento los gastos y el costo exigidos por la

cualificación”. Sea dicho de paso, en la Unión Soviética, durante el período staliniano,

apareció indefectiblemente un pequeño equívoco o vaguedad en la explicación del

trabajo compuesto, error o imprecisión que aún subsiste allí. Se continúa afirmando que

la remuneración del trabajo ha de hacerse en función de la cantidad y de la calidad del

trabajo realizado, pero la noción de calidad no es interpretada, a la luz del análisis

marxista, como una calidad mensurable cuantitativamente por un coeficiente preciso de

multiplicación. Por el contrario, es interpretada y empleada según la ideología burguesa,

pretendiendo determinar la calidad del trabajo según la medida de su utilidad social, y

de esta manera se justifican los ingresos de un mariscal, de una bailarina o de un

director de “trust”, diez veces superiores a los de un obrero manual no cualificado. Se

trata en realidad de una teoría apologética para explicar y apoyar las grandes diferencias

de remuneración que se registraban durante la época staliniana y que todavía siguen

existiendo actualmente, en la URSS, aunque en proporciones más reducidas.

El valor de cambio de una mercancía está determinada, por consiguiente, por la cantidad

de trabajo socialmente necesaria para producirla. El trabajo cualificado es considerado

como un múltiplo del trabajo simple, multiplicado por un coeficiente más o menos

mensurable.

Este es el núcleo central de la teoría marxista sobre el valor, que, a su vez, es la base de

toda la teoría económica marxista. De la misma manera, la teoría sobre el excedente del

producto social y del trabajo excedente, que ha sido expuesta en las primeras páginas

del presente estudio, constituye el fundamento de toda la sociología marxista y el punto

que realiza la conexión del análisis sociológico e histórico de Marx, de su teoría de las

clases y de la evolución de la sociedad en general con la teoría económica marxista, y,

más exactamente, con el análisis de la sociedad de mercaderes: precapitalista, capitalista

y postcapitalista.

 

¿Qué es el trabajo socialmente necesario?

 

He indicado hace poco que la definición particular de la cantidad de trabajo socialmente

necesario para producir una mercancía tenía una aplicación singular y sumamente

importante dentro del análisis de la sociedad capitalista. Considero que es mejor, más

útil, examinarla ahora, aunque lógicamente su lugar más apropiado estaría en la

siguiente exposición sobre el capital y el capitalismo.

El conjunto de todas las mercancías producidas en un país y en una época determinadas,

tiene como objeto satisfacer las necesidades de aquella colectividad concreta. Porque

una mercancía que no sirviese para solucionar los problemas y necesidades de nadie,

que no tuviese valor de uso para alguien, sería –desde el principio y por definicióninvendible,

no presentaría ningún valor de cambio, no sería en realidad una mercancía,

sino simplemente el resultado del capricho, del juego desinteresado de un productor.

Por otra parte, la totalidad del poder de compra que exista en aquella sociedad concreta

en un momento preciso de su historia y que va destinado a ser gastado en el mercado, y

no a ser guardado como un tesoro o una cuenta de ahorro, tendría que ser aplicada a la

adquisición del conjunto de las mercancías producidas, si se pretende que haya un

equilibrio económico. Este equilibrio implica que la suma global de la producción

social, de las fuerzas creadoras de bienes para la sociedad, de las horas de trabajo

disponibles haya sido distribuida entre los diferentes sectores industriales, guardando

proporción con la manera según la cual los consumidores dividen su poder adquisitivo

entre sus diferentes necesidades capaces de ser solventadas. Cuando la distribución de

las fuerzas productivas ya no corresponde a esta distribución de las necesidades se

quiebra el equilibrio económico y aparecen conjuntamente el exceso y el déficit de

producción.

Citemos un ejemplo algo banal: a finales del siglo XIX y comienzos del siglo actual, en

París, existía una industria de carrocería y de las diferentes mercancías relacionadas con

el transporte por tracción animal que empleaba a muchos millares de obreros.

Surgió la industria del automóvil, al principio dentro de proporciones muy modestas,

pero ya con decenas de fabricantes y contratando los servicios de miles de trabajadores.

¿Qué sucede durante este período? El número de vehículos tirados por caballerías va

disminuyendo, el número de coches a motor empieza a aumentar. Tenemos, de una

parte, la producción de carros y carrozas que tiende a superar las necesidades y

demandas sociales, la manera de distribuir su capacidad adquisitiva por parte de los

parisinos; por otra parte, existe una producción de automóviles que permanece inferior a

las necesidades socia les; la naciente industria del automóvil se mueve dentro de un

medio ambiente de penuria hasta que no aplica el sistema de fabricación en serie. Había

un desequilibrio entre la oferta y la demanda, el número de automóviles disponibles

para su venta en el mercado era inferior a los pedidos por la clientela.

¿Cómo expresar este tipo de fenómenos utilizando los términos de la teoría del valortrabajo?

Puede afirmarse que en los sectores de la industria de carrocerías se trabaja

más de lo que es socialmente necesario, para una porción del trabajo aportado por el

conjunto de este tipo de empresas resulta socialmente malgastado, no encuentra

equivalencia en el mercado, produce una mercancía invendible. Cuando unas

mercancías resultan invendibles en la sociedad capitalista esto significa que se ha

invertido en una rama determinada de la industria un trabajo humano que se muestra

como trabajo socialmente innecesario, es decir, que como contrapartida del mismo no

aparece un poder de compra en el mercado. El trabajo que no es necesario socialmente

es trabajo perdido, improductivo, sin valor. Comprobamos así que la noción de trabajo

socialmente innecesario contiene una gama importante de fenómenos.

Para la industria de la carrocería, la oferta es mayor que la demanda, los precios caen en

picado y la mercancía no es comprada, es rechazada. Por el contrario, en la industria

automovilística, la demanda supera a la oferta, por cuyo motivo aumentan los precios y

hay escasez o falta de producción. Pero contentarse con estas superficialidades sobre la

oferta y la demanda es detenerse en el aspecto psicológico e individual del problema. Si

se profundiza, en cambio, su faceta colectiva y social se descubre la realidad escondida

detrás de estas apariencias, en una sociedad organizada a partir de la economía del

tiempo laboral.

Cuando la oferta supera a la demanda ello quiere decir que la producción capitalista,

que es una producción anárquica, una producción no planificada, no organizada, ha

invertido de forma anárquica, y ha gastado en una determinada rama industrial más

horas de trabajo de lo que socialmente era necesario, quiere decir que ha desperdiciado

una serie horas de trabajo, y que este trabajo humano desperdiciado no será

recompensado por la sociedad. Por el contrario, una rama industrial en la que la

demanda sea superior a la oferta, es, si se quiere, una rama industrial que, con respecto a

las necesidades sociales, está todavía subdesarrollada, y es, pues, una rama industrial

que ha gastado menos horas de trabajo de lo que socialmente es necesario, y que, debido

a ello, recibe una prima por parte de la sociedad para aumentar su producción y llevarla

a un punto de equilibrio con respecto a las necesidades sociales.

Este es un aspecto del problema del trabajo socialmente necesario en régimen

capitalista. El otro aspecto de este problema está vinculado al movimiento de la

productividad del trabajo. Se trata de lo mismo, aunque haciendo abstracción ahora de

las necesidades sociales, del aspecto “valor de uso” de la producción.

En régimen capitalista, hay una producción del trabajo que está en constante

movimiento. A grandes rasgos, se dan siempre tres tipos de empresas ( o de ramas

industriales): las que, tecnológicamente, están a la misma altura de la medida social; las

que se han quedado retrasadas, desfasadas, en un grado inferior de evolución, y son

inferiores a la media social; y las que, tecnológicamente, están en vanguardia, y son

superiores a la productividad media.

¿Qué quiere decir todo esto? ¿Qué quiere decir que una rama o una empresa está

tecnológicamente atrasada, que tiene una productividad del trabajo inferior a la

productividad media del trabajo? Puede considerarse a esta rama o a esta empresa a

través del símil del zapatero perezoso que hemos visto más arriba; es decir, se trata de

una rama o de una empresa que, en lugar de poder producir una determinada cantidad de

mercancías en tres horas de trabajo, tal como lo exige la media social de la

productividad en ese momento dado, exige cinco horas de trabajo para producir la

misma cantidad. Las dos horas de trabajo suplementarias se han trabajado sin necesidad

alguna; se ha desperdiciado trabajo social, una fracción del trabajo total disponible para

la sociedad, y, a cambio de este trabajo desperdiciado, la empresa no recibirá ningún

equivalente de la sociedad. Esto quiere decir, por tanto, que el precio de venta de esta

industria o de esta empresa que trabaja por debajo de la media de la productividad se

aproxima a su precio de coste, o que, incluso, puede ser inferior a este mismo precio de

coste, es decir, que dicha empresa con una tasa de beneficio muy pequeña o, incluso,

que trabaja con pérdidas.

Por el contrario, una empresa o una rama industrial cuyo nivel de productividad se sitúe

por encima de la media (caso parecido al del zapatero que puede producir tres pares de

zapatos en tres horas mientras que la media social es de un par cada tres horas)

economiza gastos de trabajo social, y debido a ello, recibirá un sobrebeneficio, lo cual

quiere decir que la diferencia entre el precio de venta y su precio de coste será superior

al beneficio medio.

Desde luego, la búsqueda de tal sobrebeneficio es el motor de toda la economía

capitalista. Toda empresa capitalista se ve empujada por la competencia a intentar

obtener más beneficios, ya que éste es el único medio de que pueda mejorar

constantemente su tecnología, su productividad del trabajo. Todas las firmas, pues, se

encuentran dentro de esta vía lo cual implica que lo que en principio era una

productividad por encima de la media termina convertiéndose en una productividad

media. En cuyo caso, el sobrebeneficio desaparece. Toda la estrategia de la industria

capitalista se resume en este hecho, en el deseo que toda empresa tiene de conquistar en

un país determinado una productividad superior a la media, a fin de obtener un

sobrebeneficio, lo cual provoca un movimiento que hace desaparecer el sobrebeneficio

debido a la tendencia a la elevación constante de la media de la productividad del

trabajo. Así es cómo se llega a la perecuación tendencial de la tasa de beneficio.

 

Origen y naturaleza de la plusvalía

 

¿En qué se convierte, pues, la plusvalía? Considerada desde el punto de vista de la

teoría marxista del valor, podemos ya responder a esta pregunta. La plusvalía no es más

que la forma monetaria del sobreproducto social, es decir, la forma monetaria de la

parte de la producción del proletariado que se abandona al propietario de los medios de

producción sin contrapartida.

¿Cómo se produce prácticamente tal abandono en la sociedad capitalista? Se produce a

través del intercambio, al igual que todas las operaciones importantes de la sociedad

capitalista, que siempre son relaciones de intercambio. El capitalismo compra la fuerza

de trabajo del obrero y, a cambio del salario, se apropia todo el producto fabricado por

el obrero, todo el valor nuevamente producido que se incorpora al valor de ese producto.

A partir de aquí, podemos decir que la plusvalía es la diferencia entre el valor producido

por el obrero y el valor de su propia fuerza de trabajo ¿Qué es el valor de la fuerza de

trabajo? Esta fuerza de trabajo es una mercancía en la sociedad capitalista, y, al igual

que el valor de cualquier otra mercancía, su valor es la cantidad de trabajo socialmente

necesaria para producirla y reproducirla, es decir, los gastos de mantenimiento del

obrero en el sentido amplio de la palabra. La noción del salario mínimo vital, la noción

de salario medio, no son nociones fisiológicamente rígidas, sino que incorporan

necesidades que se modifican con los progresos de la productividad del trabajo, y que,

en general, tienden a aumentar con los progresos de la técnica y no son exactamente

comparables en el tiempo. No se puede comparar cuantitativamente el salario mínimo

vital del año 1830 con el de 1960, y esto lo han aprendido los teóricos del PCF a su

propia costa. No se puede comparar válidamente el precio de una motocicleta en 1960

con el precio de cierto número de kilos de carne en 1830, para terminar concluyendo

que la primera “vale” menos que los kilos de carne.

Dicho esto, repetimos que los gastos de mantenimiento de la fuerza de trabajo

constituyen, pues, el valor de la fuerza de trabajo, y que la plusvalía es la diferencia

entre el valor producido por la fuerza de trabajo y sus propios gastos de mantenimiento.

El valor producido por la fuerza de trabajo se mide simplemente por la duración del

trabajo. Si un obrero trabaja diez horas, produce un valor de diez horas de trabajo. Si los

gastos de mantenimiento del obrero, es decir, el equivalente de su trabajo, no habría

entonces plusvalía. Lo cual no es más que un caso particular de una regla más general:

cuando el conjunto del producto del trabajo es igual al producto necesario para

alimentar y mantener al productor, no existe sobreproducto social.

Pero, en régimen capitalista, el grado de productividad del trabajo es tal que los gastos

de mantenimiento del trabajador son inferiores siempre a la cantidad de valor

nuevamente producida de nuevo. Es decir, que un obrero que trabaje diez horas no

necesita el equivalente de diez horas de trabajo para satisfacer sus necesidades vitales en

función de las necesidades medias de la época en que vive. El equivalente del salario no

representa nunca más que una fracción de la jornada de trabajo; y cuanto esté más allá

de dicha fracción, constituye la plusvalía, el trabajo gratuito que proporciona el obrero y

que el capitalista se apropia sin que exista ningún equivalente. Por otra parte, si tal

diferencia no existiera, ningún patrón contrataría a ningún obrero ya que la compra de la

fuerza de trabajo no le procuraría ningún beneficio.

 

Validez de la teoría del valor-trabajo

 

Para concluir, he aquí tres pruebas tradicionales de la teoría del valor-trabajo.

Una primera prueba es la prueba analítica, o , si se quiere, la descomposición del precio

de cada mercancía en sus elementos constituyentes, demostrando que si se retrocede lo

suficientemente lejos, se termina encontrando nada más que trabajo.

El precio de todas las mercancías puede reducirse a un cierto número de elementos: la

amortización de las máquinas y de las instalaciones, que es lo que llamamos la

reconstitución del capital fijo; el precio de las materias primas y de los productos

auxiliares el salario; y, finalmente, todo lo que es plusvalía: beneficio, intereses,

alquileres, impuestos, etc.

Por lo que respecta a estos dos últimos elementos, el salario y la plusvalía, ya sabemos

que se trata de trabajo y sólo de trabajo. En lo relativo a las materias primas, la mayor

parte de sus precios se reduce a trabajo; por ejemplo, más del 60% del precio de coste

del carbón está constituido por salarios. Si, en un principio, descomponemos los precios

de costes medios de la mercancías en 40% de salarios, 20% de plusvalía, 30% de

materias primas y 10% de capital fijo, y si suponemos que el 60% del precio de coste de

las materias primas se reduce a trabajo, tenemos que el 78% del total de los precios de

coste corresponden al trabajo. El resto de precio de coste de las materias primas se

descompone en precio de otras materias primas –que, a su vez, son reductibles al 60%

de trabajo- y en precio de amortización de las máquinas. En gran parte, el precio de las

máquinas comportan un porcentaje de trabajo (por ejemplo, un 40%) y materias primas

(40% también por ejemplo). Así, el porcentaje de trabajo en el precio medio de todas las

mercancías pasa sucesivamente al 83%, al 87%, al 89’5%, etc. Es evidente que cuanto

más prosigamos con esta descomposición tanto más tenderá el precio a reducirse a

trabajo, y sólo a trabajo.

La segunda prueba es la prueba lógica; que es la que se encuentra en el principio de El

Capital de Marx, y que ha desconcertado a bastante lectores porque, ciertamente, no

constituye la manera pedagógica más simple para abordar el problema.

Marx plantea la cuestión siguiente: existe un gran número de mercancías. Estas

mercancías son intercambiables, lo cual quiere decir que deben tener una cualidad en

común, ya que todo lo que es intercambiable es comparable, y todo lo que es

comparable debe tener, por lo menos, una cualidad en común. Las cosas que no tienen

ninguna cualidad en común son incomparables por definición.

Consideramos cada una de estas mercancías. ¿Cuáles son sus cualidades? En primer

lugar, tienen una serie infinita de cualidades naturales, tales como peso, longitud,

densidad, color, anchura, naturaleza molecular; en resumen, todas sus cualidades

naturales, físicas, químicas, etc. ¿Es posible que alguna de estas cualidades físicas puede

constituir la base de su comparabilidad en tanto que mercancías, que puede ser la

medida común de su valor de cambio? ¿Puede serlo el peso? Indudablemente, no,

porque un kilo de mantequilla no tiene el mismo valor que un kilo de oro. ¿Puede serlo

el volumen? ¿La longitud? Los ejemplos demostrarán inmediatamente que la cosa no va

por ahí. En resumen, todo lo que sea cualidad natural de una mercancía, todo lo que sea

cualidad física, o química, de dicha mercancía, determina el valor de uso, su utilidad

relativa, pero no su valor de cambio. El valor de cambio debe hacer abstracción de

cuanto sea cualidad natural, física, de la mercancía.

En todas estas mercancías debe encontrarse una cualidad común que no sea física. Marx

concluye que la única cualidad común de estas mercancías, cualidad que no sea física,

es la de ser todas ellas productos del trabajo humano, del trabajo humano considerado

en el sentido abstracto de la palabra.

Al trabajo humano se le puede considerar de dos maneras diferentes. Se le puede

considerar como trabajo concreto, específico: tal el trabajo del panadero, el trabajo del

carnicero, el trabajo del zapatero, el trabajo del tejedor, el trabajo del herrero, etc. Pero

en tanto en cuanto se le considere como trabajo específico, concreto, se le considera

precisamente como trabajo que únicamente produce valores de uso.

Entonces, se toman precisamente todas las cualidades que son físicas y que no son

comparables entre las distintas mercancías. Desde el punto de vista de su valor de

cambio, la única cosa que las mercancías tienen de comparable entre sí es que todas

ellas son producidas por el trabajo humano abstracto, es decir, son producidas por

productores vinculados entre sí por relaciones de equivalencia basadas en el hecho de

que todos ellos producen mercancías para intercambiarlas. Por tanto, el hecho de ser el

producto del trabajo humano abstracto es lo que constituye la cualidad común de las

mercancías, lo que proporciona la medida de su valor de cambio, de su posibilidad de

ser intercambiadas. Es, pues, la cualidad de trabajo socialmente necesario para

producirlas lo que determina el valor de cambio de esta mercancías.

Apresurémonos a añadir que este razonamiento de Marx es abstracto y bastante difícil a

la vez, y que, en todo caso, desemboca en un punto de interrogación que innumerables

críticos del marxismo han intentado utilizar sin que les haya acompañado la suerte.

¿El hecho de ser producto del trabajo humano abstracto constituye verdaderamente la

única cualidad común de todas las mercancías, independientemente de sus cualidades

naturales?

Bastantes autores han creído descubrir otras que, en general, se pueden reducir, a pesar

de todo, ya sea a cualidades físicas, ya sea al hecho de ser producto del trabajo

abstracto.

Una tercera, y última, prueba de la validez de la teoría del valor-trabajo es la prueba por

el absurdo que es, además, la más elegante y la más “moderna”.

Imaginemos por un momento una sociedad en la que el trabajo humano viviente hubiera

desaparecido por completo, es decir, en que toda la producción estuviese automatizada

en un 100%. Claro está que, mientras nos encontremos en la fase intermedia –que es la

que conocemos actualmente-, en la cual ya existe trabajo completamente automatizado,

es decir, en la cual existen fábricas que ya no emplean obreros, mientras que existen

otras en las que el trabajo humano sigue siendo utilizado, no aparece ningún problema

teórico particular sino simplemente un problema de transferencia de plusvalía de una

empresa a otra. Se trata aquí de una ilustración de la ley de perecuación de la tasa de

beneficio, ley que examinaremos más adelante.

Pero imaginemos este movimiento en su conclusión última. El trabajo humano queda

totalmente eliminado de todas las formas de la producción, de todas las formas de

servicio. En tales condiciones ¿puede subsistir el valor? ¿Qué sería de una sociedad en

la que ya no hubiese nadie que tuviera rentas y en la que las mercancías continuaran

teniendo un valor, y continuaran vendiéndose? Tal situación sería manifiestamente

absurda. Se produciría una masa inmensa de productos cuya producción no crearía renta

alguna, puesto que ninguna persona humana intervendría en su producción. Pero se

intentaría “vender” dichos productos, que, sin embargo, ya no tendrían comprador. Es

evidente que en una sociedad tal la distribución de los productos ya no se haría en forma

de venta de las mercancías, venta que, por otra parte, sería totalmente absurda debido a

la abundancia producida por la automatización general.

En otras palabras, la sociedad en la cual quedara totalmente eliminado el trabajo

humano de la producción, en el sentido más general de la palabra, incluyendo los

servicios, sería una sociedad en la cual el valor de cambio habría desaparecido

igualmente. Lo cual prueba la validez de la teoría, puesto que en el momento en que el

trabajo humano desaparece de la producción, el valor desaparece igualmente.

 

II El capital y el capitalismo

 

El capital en la sociedad precapitalista

 

Entre la sociedad primitiva –todavía basada en una economía natural, en la que no se

produce más que valores de uso destinados a ser consumidos por los mismos

productores-, y la sociedad capitalista, se intercala un largo período de la historia de la

humanidad que, en el fondo, abarca a todas las civilizaciones humanas que se han

detenido al borde del capitalismo. El marxismo define dicho período como el de la

sociedad de la pequeña producción mercantil. Se trata, pues, de una sociedad que ya

conoce la producción de mercancías, de bienes, no ya destinados al consumo directo de

los productores sino a ser intercambiados en el mercado, pero en el cual dicha

producción mercantil todavía no se ha generalizado tanto como en la sociedad

capitalista.

En una sociedad basada en la pequeña producción mercantil se efectúan dos clases de

operaciones económicas. Los campesinos y los artesanos que acuden al mercado con los

productos de su trabajo quieren vender sus mercancías –cuyo valor de uso no pueden

utilizar directamente- a fin de obtener dinero, medios de intercambio para adquirir otras

mercancías, de cuyo valor de uso carecen, o que, para ellos, es más importante que el

valor de uso de las mercancías de que son propietarios.

El campesino acude al mercado con trigo; vende este trigo a cambio de dinero, y con

este dinero compra tela, por ejemplo. El artesano llega al mercado con tela, vende su

tela a cambio de dinero, y con este dinero compra trigo, por ejemplo.

Se trata de la operación vender para comprar, Mercancías-Dinero-Mercancías, M-D-M,

que se caracteriza por un hecho esencial: el de que, en esta fórmula, el valor de los dos

extremos es, por definición, exactamente idéntico.

Pero, al lado del artesano y del pequeño campesino, en la pequeña producción mercantil

aparece otro personaje que realiza una operación económica diferente. En lugar de

vender para comprar, va a comprar para vender. Es un hombre que acude al mercado

sin llevar ninguna mercancía en las manos, acude como propietario de dinero. El dinero

no se puede vender; pero se le puede utilizar para comprar, y es lo que este personaje

hace: compra para vender, a fin de volver a vender: D-M-D’.

Entre esta segunda operación y la primera existe una diferencia fundamental. La

diferencia consiste en que esta segunda operación no tiene sentido si al cabo de ella nos

encontramos exactamente con el mismo valor que al principio. Nadie compra una

mercancía para volver a venderla exactamente al mismo precio que la compró. La

operación “comprar para vender” sólo tiene sentido si la venta proporciona un

suplemento de valor, una plusvalía. Por ello es lo que decimos aquí que, por definición,

D’ es mayor que D, y que está compuesto de D + d, siendo d la plusvalía, el incremento

del valor de D.

Definamos ahora el capital como un valor que se incrementa con una plusvalía, ya sea

en la circulación de mercancías tal como se expresa en el ejemplo que acabamos de

escoger, ya sea en la producción, como sucede en el régimen capitalista. Por

consiguiente, el capital es cualquier valor que se incrementa con una plusvalía; dicho

capital no sólo existe en la sociedad capitalista, sino también en la sociedad fundada en

la pequeña producción mercantil. Hay, pues, que distinguir muy nítidamente entre la

existencia del capital y del modo de producción capitalista y la existencia de la sociedad

capitalista. El capital es mucho más antiguo que el modo de producción capit alista.

Probablemente exista el capital desde hace cerca de 3000 años, mientras que el modo de

producción capitalista apenas tiene 200 años.

¿Cuál es la forma del capital en la sociedad precapitalista? Esencialmente, el de un

capital usuario y un capital mercantil o comercial. El paso de sociedad precapitalista a la

sociedad capitalista se produce con la penetración del capital en la esfera de la

producción. El modo de producción capitalista es el primer modo de producción, la

primera forma de organización social en que el capital ya no desempeña sólo el papel de

intermediario y de explotador de formas de producción no capitalistas –que siguen

estando fundadas en la pequeña producción mercantil –sino en que el capital se ha

apropiado de los medios de producción y ha penetrado en la producción propiamente

dicha.

 

Los orígenes del modo de producción capitalista

 

¿Cuáles son los orígenes del modo de producción capitalista? ¿Cuáles son los orígenes

de la sociedad capitalista tal como ésta se desarrolla desde hace 200 años?

Su origen radica, en primer lugar, en la separación de los productores de sus medios de

producción. A continuación, en la constitución de estos medios de producción como

monopolio en manos de una sola clase social, la clase burguesa. Y, en fin, la aparición

de otra clase social que, al quedar separada de sus medios de producción, no tiene más

recursos para subsistir que la venta de su fuerza de trabajo a la clase que ha

monopolizado los medios de producción.

Consideremos cada uno de estos orígenes del modo de producción capitalista que son,

al mismo tiempo, las características fundamentales del propio régimen capitalista.

La primera característica es la separación del producto de los medios de producción.

Esta es la condición de existencia fundame ntal en el régimen capitalista, y la menos

comprendida. Tomemos un ejemplo que puede parecer paradójico, el de la sociedad de

la Alta Edad Media, caracterizada por la existencia de siervos de la gleba.

Sabemos que en esta sociedad, la masa de los productores-campesinos son siervos

sujetos a la gleba. Pero cuando se dice que el siervo está sujeto a la gleba, se implica en

ello que la gleba está también sujeta al siervo; estamos en presencia de una clase social

que ha tenido siempre una base para satisfacer sus necesidades, ya que el siervo

disponía de una extensión de terreno suficiente para que el trabajo de dos brazos pudiera

satisfacer las necesidades de un hogar, aunque fuera con los instrumentos más

rudimentarios. No se trata aquí de gente condenada a morir de hambre si no venden su

fuerza de trabajo. En una sociedad tal no existe obligación económica de ir a ofrecer los

propios brazos, de ir a vender la propia fuerza de trabajo a un capitalista.

En otras palabras, en una sociedad de este tipo, el régimen capitalista no puede

desarrollarse. Por otra parte, existe una aplicación moderna de esta verdad general, y es

la manera cómo los colonialistas introdujeron el capitalismo en los países de África en

el siglo XIX y a principios de XX.

¿Cuáles eran las cond iciones de existencia de los habitantes de todos los países

africanos? Practicaban la crianza de los animales, el cultivo del suelo, rudimentario o no

según la región, pero caracterizado, en todo caso, por la abundancia de tierras. No había

escasez de tierras en África, sino, por el contrario, una población que, con respecto a la

extensión de tierra, disponía de reservas prácticamente ilimitadas. Desde luego, al

contar en estas tierras con unos métodos de cultivo muy primitivos, las cosechas son

mediocres, el nivel de vida extremadamente bajo, etc. Sin embargo, no hay fuerza

material que empujara a esta población a ir a trabajar a las minas, en las granjas o en las

fábricas de ningún colono blanco. En otras palabras, si no se cambiaba el régimen de

propiedad de suelo en África ecuatorial, en África negra, no había posibilidad alguna de

introducir allí el modo de producción capitalista. Para poder introducir este modo de

producción se tuvo que separar radical y brutalmente a la masa de población negra de

sus medios de subsistencia normales, mediante presiones extraeconómicas.

Es decir, se tuvo que transformar de un día para otro una gran parte de las tierras en

tierras de dominio público, propiedad del estado colonizador, o en propiedad privada de

las sociedades capitalistas, se tuvo que arrinconar a la población negra en reservas –

como se las ha llamado cínicamente- con una superficie de tierra insuficiente para

alimentar a todos sus habitantes. Y aún se tuvo que crear un impuesto en dinero por

habitante, siendo así que la agricultura primitiva no originaba rentas monetarias.

A través de estas diferentes presiones extraeconómicas se le creó al africano la

obligación de ir a trabajar como asalariado, aunque sólo fuera dos o tres meses por año,

para, a cambio de su trabajo, percibir un salario que le permitiera pagar el impuesto y

comprar el pequeño suplemento de alimento sin el que la subsistencia ya no era posible,

dada la insuficiencia de tierras que quedaron a su disposición.

En países como África del Sur, como las Rhodesias, como el Congo ex -belga, en los

que el modo de producción capitalista se introdujo en una amplísima escala, tales

métodos fueron aplicados a la misma escala y desarraigaron, expulsaron, arrancaron de

su modo de trabajo y de vida tradicionales a una gran parte de la población negra.

Mencionemos de paso la hipocresía ideológica que acompañó a este movimiento, las

quejas de las sociedades capitalistas y de los administradores blancos para los cuales los

negros serían unos perezosos ya que no querían trabajar, e incluso aunque se les diera la

posibilidad de ganar diez veces más en la mina o en la fábrica de lo que ganaban

tradicionalmente en sus tierras. Estas mismas quejas ya se les había oído a propósito de

los obreros indios, chinos o árabes, 50 ó 60 años antes. Las mismas quejas se han

expresado –y ello prueba la igualdad fundamental de todas las razas humanas- con

respecto a los obreros europeos, franceses, belgas, ingleses, alemanes, a lo largo de los

siglos XVII y XVIII. Se trata simplemente de una constante, y es ésta: debido a su

constitución física y nerviosa, a ningún hombre le gusta normalmente estar encerrado 8,

9 ó 12 horas por día en una fábrica, en una manufactura o en una mina; en realidad, hace

falta una fuerza, una presión comple tamente anormales y excepcionales para coger a un

hombre que no esté habituado a este trabajo de galeotes y obligarlo a realizarlo.

Segundo origen, segunda característica del modo de producción capitalista: la

concentración de los medios de producción, en forma de monopolio, en las manos de

una sola clase social, la clase burguesa. Esta concentración es prácticamente imposible

si no se produce una revolución constante de los medios de producción, si éstos no se

hacen cada vez más complejos y más caros, por lo menos cuando se trata de los medios

de producción indispensables para poder comenzar una gran empresa (gastos de primer

establecimiento).

En las corporaciones y en los oficios de la Edad Media, había una gran estabilidad de

los medios de producción; los telares eran transmitidos de padre a hijo, de generación en

generación. El valor de estos telares era relativamente reducido, es decir, que cualquier

agremiado podía esperar adquirir el contravalor de estos telares después de un

determinado número de años de trabajo. La posibilidad de constituir un monopolio se

presentó con la revolución industrial, que desencadenó un desarrollo ininterrumpido,

cada vez más complejo, del maquinismo, lo cual implicaba que hicieran faltas capitales,

cada vez más importantes, para poder comenzar una nueva empresa.

A partir de ese momento, puede decirse que el acceso a la propiedad de los medios de

producción se hace imposible a la inmensa mayoría de los asalariados, y que la

propiedad de los medios de producción se ha convertido en un monopolio en manos de

una clase social, de la que dispone de los capitales, de las reservas de capitales y que,

por la única razón de que ya los posee, puede acumular nuevos capitales. La clase que

no posee capitales queda condenada, por este mismo hecho, a permanecer siempre en el

mismo estado de despojo, en la misma obligación de trabajar por cuenta ajena.

Tercer origen, tercera característica del capitalismo: la aparición de una clase social

que, al no tener más bienes que sus propios brazos, no tiene más medios de satisfacer

sus necesidades, que la venta de su fuerza de trabajo, y que, al mismo tiempo, es libre

de venderla y, por tanto, la vende a los capitalistas propietarios de los medios de

producción. Es la aparición del proletariado moderno.

Tenemos aquí tres elementos que se combinan. El proletariado es el trabajador libre;

significa a la vez, un paso adelante, y un paso hacia atrás con respecto a los siervos de la

edad media: un paso hacia delante porque el siervo no era libre (por su parte, el siervo

era un paso hacia delante con respecto al esclavo) y no podía desplazarse libremente; y

un paso hacia atrás porque, al contrario del siervo, el proletariado es igualmente “libre”,

es decir, está privado de todo acceso a los medios de producción.

 

Orígenes y definición del proletariado moderno.

 

Entre los antecedentes directos del proletariado moderno hay que mencionar a la

población desarraigada de la Edad Media, es decir, a la población que ya no estaba

ligada a la tierra ni incorporada en los oficios, corporaciones y gremios de los

municipios, que, por tanto, era una población errante, sin raíces, y que empezó a alquilar

sus brazos por jornadas e incluso horas. Hubo bastantes ciudades de la Edad Media,

sobre todo Florencia, Venecia y Brujas, en las que, a partir del siglo XII, del XIV, o del

XV, aparece un “mercado de trabajo” donde, cada mañana, se reúne la gente pobre que

no forma parte de un oficio, que no pertenece a ningún gremio, que no tienen medios de

subsistencia, y que esperan que algunos mercaderes o empresarios arrienden sus

servicios por una hora, por medio día, por una jornada, etc.

Otro origen del proletariado moderno, más cercano a nosotros, es lo que se ha dado en

llamar la disolución de las secuelas feudales, y entre ellas la larga y lenta decadencia de

la nobleza feudal que comienza a partir de los siglos XIII y XIV y que se termina con la

revolución burguesa que, en Francia, se sitúa hacia finales del siglo XIII. A lo largo de

la alta Edad Media, alrededor de 50, 60 ó 100 hogares, e incluso más, viven

directamente del señor feudal. El número de estos servidores individuales empieza a

reducirse sobre todo durante el siglo XVI, siglo muy marcado por una elevación de

precios, y, por consiguiente, por un muy acentuado empobrecimiento de todas las clases

sociales que tienen rentas monetarias fijas, y, por lo mismo, también de la nobleza

feudal en Europa occidental que, por lo general, había convertido la renta en especies en

renta dineraria. Uno de los resultados de dicho empobrecimiento fue la liquidación

masiva de los recuentos feudales. Así hubo millares de antiguos mayordomos, de

antiguos servidores, de antiguos amanuenses de nobles que erraban en los caminos, que

se hacían mendigos, etc.

Un tercer origen del proletariado moderno lo constituye la expulsión de los antiguos

campesinos de sus tierras a consecuencia de la transformación de las tierras de labor en

prados. El gran socialista utópico inglés Tomás Moro escribió ya en el siglo XVI esta

magnífica fórmula: “los corderos se han comido a los hombres”.

Lo cual quiere decir que la transformación de los campos en prados para la cría de

corderos junto con el desarrollo de la industria lanera expulsó a millares de campesinos

ingleses de sus tierras y los condenó al hambre.

Hay también un cuarto origen del proletariado moderno, que ha desempeñado un papel

menos importante en Europa occidental, pero ha tenido una enorme importancia en

Europa central y en la Europa oriental, así como en Asia, en América latina y en el norte

de África; y es la destrucción de los antiguos artesanos en la lucha de competencia entre

este artesanado y la industria moderna que va abriéndose camino desde el exterior hacia

estos países subdesarrollados.

Resumiendo, el modo de producción capitalista es un régimen en el que los medios de

producción se han convertido en un monopolio en manos de una clase social, en el que

los productores, separados de dichos medios de producción, son libres, pero están

desprovistos de todo medio de subsistencia, y, por consiguiente, se ven obligados a

vender su fuerza de trabajo a los propietarios de los medios de producción para poder

subsistir.

Lo que caracteriza al proletario, pues, no es tanto el nivel, bajo o elevado, de su salario,

sino más bien el hecho de que está separado de sus medios de producción, o de que no

dispone de rentas suficientes para poder trabajar por su propia cuenta.

Para saber si la condición proletaria está en vías de desaparición o, por el contrario, en

vías de expansión, lo que hay que tener en cuenta no es tanto el salario medio del obrero

o el sueldo medio del empleado sino la comparación entre el salario y su consumo

medio, en otras palabras, sus posibilidades de ahorro comparado con los gastos de

primer establecimiento de una industria independiente. Si se verificara que cada obrero,

cada empleado, ha conseguido ahorrar después de diez años, una cantidad de, digamos,

diez millones, veinte millones, o treinta millones, lo cual le permitiría comprar una

tienda o un pequeño taller, podría decirse entonces que la condición proletaria está en

regresión, y que vivimos en una sociedad en la que la propiedad de los medios de

producción se está extendiendo y generalizando.

Si, por el contrario, se verificara que la inmensa mayoría de los trabajadores,

empleados, obreros y funcionarios, siguen siendo tan “pelanas” como antes después de

toda una vida de trabajo, es decir, sin haber podido ahorrar prácticamente nada, sin

capitales suficientes para adquirir medios de producción, podría concluirse que, lejos de

reabsorberse, la condición proletaria se ha generalizado, y que, actualmente, está mucho

más extendida que hace 50 años. Cuando, a título de ejemplo, se toman las estadísticas

de la estructura social de los Estados Unidos, se constata, que desde hace 60 años, y

cada cinco años, y sin interrupción alguna, disminuye el porcentaje de la población

activa norteamericana que trabaja por cuenta propia y que está clasificada como

empresario o como ayuda familiar del empresario, mientras que, de cinco en cinco años,

aumenta el porcentaje de esta misma población que se ve obligado a vender su fuerza de

trabajo.

Si, por otra parte, se examinan las estadísticas de reparto de la fortuna privada, se

verifica que la inmensa mayoría de los obreros, podría decirse el 95%, que una gran

mayoría de los empleados (el 80 o el 85%) no consiguen ni siquiera constituir pequeñas

fortunas, ni un pequeño capital, es decir, gastan todas sus rentas, y que, en realidad, las

fortunas se concentran en una fracción muy pequeña de la población. En la mayoría de

los países capitalistas, el 1%, o el 2, o el 2,5, 3,5 o el 5% de la población poseen el 40,

50 ó 60% de la fortuna privada del país, quedando el resto en manos del 20 ó el 25% de

esta misma población. La primera categoría de poseedores la constituye la gran

burguesía; la segunda categoría es la de la burguesía media o pequeña. Y todos cuantos

quedan fuera de estas categorías no poseen prácticamente nada más que bienes de

consumo (en los que a veces se incluye una vivienda).

Cuando las estadísticas de derechos de sucesión, de impuestos sobre la herencia, están

confeccionadas honradamente, se muestran muy reveladoras al respecto.

Un detallado estudio realizado por la Brookings Institution (una fuente que está por

encima de cualquier sospecha de marxismo) por encargo de la Bolsa de Nueva York

revela que, en los EUA, sólo hay un 1 ó 2 % de obreros que posean acciones y esta

“propiedad” se eleva, como promedio, a 1000 dólares.

Casi la totalidad del capital, pues, está en manos de la burguesía, y esto nos desvela el

sistema de auto reproducción del sistema capitalista: aquellos que detentan los capitales

pueden acumularlos cada vez más; y aquellos que no detentan capitales apenas pueden

adquirirlos. Así se perpetúa la división de la sociedad en una clase poseedora y una

clase obligada a vender su fuerza de trabajo. El precio de esta fuerza de trabajo, el

salario, se consume prácticamente por completo, mientras que la clase poseedora tiene

un capital que constantemente se incrementa con una plusvalía. El enriquecimiento de la

sociedad en capitales se efectúa, por así decirlo, en beneficio exclusivo de una sola clase

de la sociedad, a saber, de la clase capitalista.

 

Mecanismo fundamental de la economía capitalista.

 

¿Cuál es, pues, el funcionamiento fundamental de esta sociedad capitalista?

Si uno llega cierto día a la bolsa del algodón estampado, uno no sabe exactamente si hay

suficiente, si hay muy poco, o bien demasiado, con respecto a las necesidades que, en

ese momento existen en el país. Uno no verificará la cosa sino después de cierto tiempo;

es decir, cuando haya sobreproducción, una parte de la producción quedará invendible y

los precios bajarán y, cuando, por el contrario, haya penuria, los precios aumentarán. El

movimiento de los precios es el termómetro que nos indica si hay penuria, o bien

plétora. Y como sólo se puede constatar a posteriori que toda la cantidad de trabajo

gastada en una rama industrial ha sido gastada de manera socialmente necesaria o bien

que ha sido desperdiciada en parte, sólo se podrá determinar a posteriori el valor exacto

de una mercancía. Este valor es, pues, si se quiere, una noción abstracta, una constante

en torno de la cual fluctúan los precios.

¿Qué es lo que hace fluctuar estos precios y, pues, a más largo plazo, fluctuar estos

valores, esta productividad del trabajo, esta producción, y esta vida económica en

conjunto?

¿Qué es lo que hace moverse a Sammy? ¿Qué es lo que hace moverse a la sociedad

capitalista? La competencia. Sin competencia no hay sociedad capitalista. Una sociedad

en la que la competencia quede total, radical y enteramente eliminada, es una sociedad

que ya no sería capitalista en la medida en que ya no existiría el móvil económico

fundamental para acumular capital, ni, por consiguiente, para efectuar las nueves

décimas partes de las operaciones económicas que efectúan los capitalistas.

Y ¿qué es lo que constituye la base de la competencia? En la base de la competencia

hay dos nociones que no se abarcan una a otra necesariamente. En primer lugar, hay la

noción de mercado ilimitado, de mercado no circunscrito, no exactamente delimitado.

Seguidamente, hay la noción de multiplicidad de los centros de decisión, sobre todo en

materia de inversión y de producción.

Si se produce una concentración total de toda la producción de un sector industrial en

manos de una sola firma capitalista, no existe todavía eliminación de la competencia, ya

que sigue subsistiendo un mercado ilimitado y, por consiguiente, siempre habrá una

lucha de competencia entre este sector industrial y otros sectores para acaparar una parte

del mercado, más o menos grande. También existe siempre la posibilidad de que

reaparezca en este mismo sector un nuevo competidor que se introduzca desde el

exterior.

La inversa es igualmente cierta. Si se pudiera concebir un mercado que fuera total y

completamente limitado, pero en el que, al mismo tiempo, hubiese un gran número de

empresas que lucharan por acaparar una parte de dicho mercado limitado, subsistiría la

competencia evidentemente.

Por consiguiente, sólo en el caso de que los dos fenómenos sean suprimidos

simultáneamente, es decir, que no haya más que un solo productor para todas las

mercancías y que el mercado se haga absolutamente estable, rígido y sin capacidad de

expansión, es cuando la competencia puede desaparecer totalmente.

La aparición del mercado ilimitado adquiere toda su significación mediante su

comparación con la época de la pequeña producción mercantil. Por lo general, una

corporación de la Edad Media trabajaba para un mercado limitado a la ciudad y su

entorno inmediato, y según una técnica de trabajo rígida y bien determinada.

El paso histórico del mercado limitado al mercado ilimitado queda ilustrado por el

ejemplo de la “nueva pañería” en el campo que, en el siglo XV sustituye, a la antigua

“pañería” de la ciudad. Hay ahora manufacturas de tejidos, sin reglas corporativas, sin

limitación en su producción y, por consiguiente, sin limitación de mercados, que

intentan infiltrarse, que intentan buscar clientes en cualquier sitio, y ya no sólo en el

entorno inmediato de sus centros de producción, sino que incluso intentan organizar la

exportación hacia países muy lejanos. Por otra parte, la gran revolución comercial en el

siglo XVI provoca una reducción relativa de los precios de toda una serie de productos

que, durante la Edad Media, eran considerados como productos de un gran lujo y que

sólo podía comprar una pequeña parte de la población. Estos productos se convierten

ahora, bruscamente, en productos mucho menos caros e incluso en productos al alcance

de una parte importante de la población. El ejemplo más evidente es el del azúcar que,

actualmente, es un producto de uso corriente del que no se priva ni un solo hogar obrero

en Francia o en Europa, pero que, en el siglo XV, todavía era un producto de gran lujo.

Los apologistas del capitalismo han citado siempre como una ventaja derivada de este

sistema la reducción de los precios y la ampliación del mercado, en el caso de toda una

serie de productos. Y éste es un argumento justo. Es uno de los aspectos de lo que Marx

llama la “misión civilizadora del Capital”. Desde luego, se trata de un fenómeno

dialéctico pero real, que ha hecho que, aunque el valor de la fuerza de trabajo tenga

tendencia a bajar porque la industria capitalista produce cada vez más rápidamente las

mercancías que son el equivalente del salario, por el contrario, también tienden a

aumentar, porque dicho valor abarca progresivamente el valor de toda una serie de

mercancías que se han convertido en mercancías de gran consumo de masas, mientras

que, antes, eran mercancías de consumo para una muy pequeña parte de la población.

En el fondo, toda la historia del comercio entre los siglos XVI y XX es la historia de la

transformación progresiva del comercio de masas, en comercio de bienes para una

parte de la población cada vez más amplia. Sólo con el desarrollo de los ferrocarriles, de

los medios de navegación rápida, del telégrafo, fue cómo el conjunto del mundo pudo

convertirse en un verdadero mercado potencial para cada gran productor capitalista.

La noción de mercado ilimitado, pues, no implica sólo la expansión geográfica sino

también la expansión económica, el poder de compra disponible. Cojamos un ejemplo

reciente, el del formidable desarrollo de la producción de bienes de consumo duraderos

en la producción capitalista mundial durante los últimos 15 años; tal desarrollo no se ha

debido en absoluto a una expansión geográfica del mercado capitalista; por el contrario,

ha venido acompañada de una reducción geográfica del mercado capitalista ya que toda

una serie de países se le han escapado a lo largo de este período. Hay muy pocos –si no

ninguno- coches franceses, italianos, alemanes, británicos, japoneses, norteamericanos,

que se exporten hacia la Unión Soviética, hacia China, hacia Vietnam del Norte, hacia

Cuba, hacia Corea del Norte, hacia los países de la Europa oriental. Sin embargo, dicha

expansión se ha producido a pesar de todo porque una fracción mucho mayor del poder

de compra disponible, que, por otra parte, también se ha incrementado, ha sido utilizada

en la compra de estos bienes de consumo duraderos. No es casual el que dicha

expansión haya venido acompañada por una crisis agrícola más o menos permanente en

los países capitalistas industrialmente avanzados, en los que el consumo de toda una

serie de productos agrícolas no sólo aumenta en términos relativos sino que incluso

empieza a disminuir en términos absolutos, tal es el caso, por ejemplo, del consumo del

pan, de las patatas, de frutas como las manzanas y las peras corrientes, etc.

La producción para un mercado ilimitado, en condiciones de competencia, tiene como

efecto el aumento de la producción, puesto que el aumento de la producción permite la

reducción del predio de coste, y, por consiguiente, permite vencer al competidor que

vende por debajo de dicho precio.

Es indudable que, si se considera la evolución a largo plazo del valor de todas las

mercancías producidas a gran escala en el mundo capitalista, hay un descenso del valor

considerable. Un traje, un cuchillo, un par de zapatos, un cuaderno escolar, tienen

actualmente un valor en horas y en minutos de trabajo mucho más reducido que hace 50

ó 100 años.

Evidentemente, hay que comparar el valor real con la producción y no con los precios

de venta que engloban, ya sea enormes gastos de distribución y de venta, ya sea

sobrebeneficios monopolísticos exagerados. Consideremos el ejemplo del petróleo,

sobre todo del petróleo que utilizamos en Europa, del petróleo que nos viene de Oriente

Medio. Los gastos de producción son muy bajos, apenas se elevan al 10% del precio de

venta.

Por consiguiente, es indudable en cualquier caso que esta caída de valor se ha producido

realmente. El aumento de la productividad del trabajo significa reducción del valor de

las mercancías, ya que éstas se fabrican en un tiempo de trabajo cada vez más reducido.

Este es el instrumento práctico del que dispone el capitalismo para ampliar los mercados

y vencer en la competencia.

¿De qué manera práctica puede el capitalista reducir mucho el precio de coste y, a la

vez, aumentar mucho la producción? Gracias al desarrollo del maquinismo, gracias al

desarrollo de los medios de producción y, por tanto, de los instrumentos de trabajo

mecánicos, cada vez más complicados, movidos en un principio por la fuerza del vapor,

después por el petróleo o la gasolina y, en fin, por la electricidad.

 

El aumento de la composición orgánica del capital

 

Toda la producción capitalista puede representarse en su valor mediante la fórmula C +

V + PL.

El valor de cualquier mercancía se descompone en dos partes: una parte que constituye

un valor conservado, y una parte que es un valor nuevamente producido. La fuerza de

trabajo tiene una doble función, un doble valor de uso: el de conservar todos los valores

existentes de los instrumentos de trabajo, de las máquinas, de las instalaciones, al

incorporar una fracción de este valor en la producción corriente; la función de crear un

nuevo valor, que incluye la plusvalía, el beneficio, constituye otra parte. Una parte de

este nuevo valor va el obrero, y es el contravalor de su salario. La otra parte, la

plusvalía, es acaparada por el capitalista sin contravalor alguno.

Llamamos V, es decir, capital variable, el equivalente de los salarios. ¿Por qué hay

capital? Porque, efectivamente, el capitalista adelanta este valor, constituye, por

consiguiente, una parte de su capital, gastado antes de que se realice el valor de las

mercancías producidas por los obreros en cuestión.

Se llama capital constante C a toda la parte del capital que se transforma en máquinas,

en instalaciones, en materias primas, etc., cuya producción no aumenta el valor sino que

solamente lo conserva. Se llama capital variable V a la parte del capital con que el

capitalista compra la fuerza de trabajo, porque es la única parte del capital que le

permite aumentar el capital con una plusvalía.

Entonces, ¿cuál es la lógica económica de la competencia, del impulso hacia el aumento

de la productividad, del impulso hacia el incremento de los medios mecánicos, del

trabajo de las má quinas? La lógica de este impulso, es decir, la tendencia fundamental

del régimen capitalista consiste en incrementar la importancia de C, la importancia del

capital constante con relación al conjunto del capital. En la fracción C /C + V, C

tiende a aumentar, es decir, la parte del capital total que está constituida por máquinas y

materias primas y no por salarios, tiende a aumentar en la medida en que el maquinismo

progresa cada vez más, y en que la competencia obliga al capitalismo a aumentar cada

vez más la productividad del trabajo.

A esta fracción C /C + V la llamamos composición orgánica del capital: es, pues, la

relación entre el capital constante y el conjunto del capital, y decimos que, en régimen

capitalista, esta composición orgánica tiende a aumentar.

¿Cómo puede el capitalista adquirir nuevas máquinas? ¿Qué quiere decir que el capital

constante aumenta cada vez más?

La operación fundamental de la economía capitalista es la producción de la plusvalía.

Pero mientras la plusvalía no esté más que producida, permanece encerrada en las

mercancías, y el capitalista apenas puede utilizarla; no se puede transformar zapatos

invendidos en nuevas máquinas, en productividad mayor. Para poder comprar nuevas

máquinas, el industrial que posee zapatos debe venderlos, y una parte del producto de

esta venta le servirá para la compra de nuevas máquinas, de un capital constante

suplementario.

En otros términos, la realización de la plusvalía es la condición de la acumulación del

capital, que no es sino la capitalización de la plusvalía.

La realización de la plusvalía es la venta de mercancías; pero la venta de las mercancías

en condiciones tales que la plusvalía contenida en dichas mercancías sea efectivamente

realizada en el mercado. Todas las empresas que trabajan al mismo promedio de la

productividad de la sociedad –de la que el conjunto de la producción corresponde, por

tanto, a trabajo socialmente necesario- se considera que realiza, a través de la venta de

sus mercancías, el conjunto del valor y de la plusvalía producida en sus fábricas, ni más

ni menos. Ya sabemos que las empresas que tienen una productividad por encima de la

media acaparan una parte de la plusvalía producida en otras empresas, mientras que las

empresas que trabajan por debajo de la productividad media no realizan parte de la

plusvalía que es producida en sus fábricas, sino que la ceden a otras fábricas que,

tecnológicamente, están en vanguardia. La realización de la plusvalía, pues, es la venta

de las mercancías en condiciones tales que el conjunto de la plusvalía producido por los

obreros de la fábrica que producen dichas mercancías es pagada en efecto por sus

compradores.

En el momento en que se vende el conjunto de las mercancías producidas durante un

período determinado, el capitalista se ve en posesión de una cantidad de dinero que

constituye el contravalor del capital constante que ha gastado para producir, es decir,

tanto materias primas para producir esta producción como la fracción del valor de las

máquinas y de las instalaciones que queda amortizada por esta producción. Igualmente,

se ve en posesión del contravalor de los salarios que había adelantado para hacer posible

esta producción. Y, por otra parte, se ve en posesión de la plusvalía que sus obreros

habían producido.

¿Qué sucede con esta plusvalía? Parte de ella es consumida improductivamente por el

capitalista, porque el pobre hombre tiene que vivir, tiene que mantener su hogar, y a

cuantos están alrededor de él; y cuanto gasta para estos fines se retira por completo del

proceso de producción.

Una segunda parte de la plusvalía se acumula, se utiliza para ser transformada en

capital; la plusvalía acumulada, pues, es toda la parte de la plusvalía que no se ha

consumido improductivamente para las necesidades privadas de la clase dominante, y

que se transforma en capital, ya sea en capital constante suplementario, es decir, en una

cantidad (más exactamente, un valor) suplementaria de materias primas; de máquinas,

de instalaciones, ya sea en capital variable suplementario, es decir, en medios para

contratar más obreros.

Ahora comprendemos por qué la acumulación del capital es la capitalización de la

plusvalía, es decir, la transformación de gran parte de la plusvalía en capital

suplementario. E, igualmente, comprendemos cómo el proceso de aumento de la

composición orgánica del capital representa una secuencia ininterrumpida de proceso de

capitalización, es decir, de producción de plusvalía por los obreros, y su transformación

por parte de los capitalistas en instalaciones, máquinas, materias primas y obreros

suplementarios.

Por consiguiente, no es exacto afirmar que es el capitalista quien crea el empleo, puesto

que es el obrero quien ha producido la plusvalía, y esta plusvalía producida por el

obrero es capitalizada por el capitalista y utilizada sobre todo para contratar a obreros

suplementarios. En realidad, toda la masa de las riquezas fijas que se ven en el mundo,

toda la masa de las fábricas, de las máquinas y de las carreteras, de los ferrocarriles, de

los puertos, de los hangares, etc.,etc., toda esta masa inmensa de riquezas no es sino la

materialización de una masa de plusvalía creada por los obreros, de trabajo que no se les

ha retribuido y que se ha transformado en propiedad privada, en capital para los

capitalistas, es decir, toda esta masa es una prueba colosal de la explotación permanente

sufrida por la clase obrera desde el origen de la sociedad capitalista.

¿Aumentan progresivamente todos los capitalistas sus máquinas, su capital constante y

la composición orgánica de su capital? No. El aumento de la composición orgánica del

capital se efectúa de manera antagónica, a través de una lucha de competencia dirigida

por una ley ilustrada por un grabado de un gran pintor de mi país, Pierre Brueghel: el

pez grande se come el chicho.

La lucha de competencia va acompañada, pues, de una concentración constante del

capital, de la sustitución de un gran número de empresarios por un número más pequeño

de empresarios, y de la transformación de un determinado número de empresarios

independientes en técnicos, gerentes, mandos intermedios, cuando no en simples

empleados y obreros dependientes.

 

La competencia lleva a la concentración y a los monopolios

 

La concentración del capital es otra ley permanente de la sociedad capitalista, y va

acompañada de la proletarización de una parte de la clase burguesa, de la expropiación

de un cierto número de burgueses por un número más pequeño de burgueses. Por ello es

por lo que el Manifiesto Comunista de Marx y Engels insiste en el hecho de que el

capitalismo, que pretende defender la propiedad privada, es, en realidad, destructor de

esta propiedad privada, y efectúa una expropiación constante, permanente, de un gran

número relativamente reducido de propietarios. Hay algunas ramas industriales en las

que dicha concentración es particularmente evidente, como las minas de carbón que, en

el siglo XIX, pertenecían a centenares de sociedades en un país como Francia (en

Bélgica había cerca de 200); así también la industria del automóvil, a principios de este

siglo, contaba con 100 firmas o más, en países como los Estados Unidos e Inglaterra,

mientras que actualmente ha quedado reducida a 4, 5 ó 6 firmas como máximo.

Desde luego, existen industrias en las que esta concentración ha sido menor, como, por

ejemplo, la industria textil, la industria de productos alimenticios, etc. De manera

general, cuanto mayor es la composición orgánica del capital en una rama industrial más

fuerte es la concentración; y cuanto menor es la composición orgánica del capital tanto

menor es la concentración del capital. ¿Por qué? Porque cuanto menos fuerte es la

composición orgánica del capital, menos capitales hacen falta, en un principio, para

penetrar en esta rama y constituir una nueva empresa dentro de ella. Es mucho más fácil

reunir los 50 ó 100 millones de pesetas precisos para construir una nueva fábrica textil

que disponer de los diez o veinte mil millones necesarios para construir una acería,

aunque sea relativamente pequeña.

El capitalismo nació de la libre competencia, el capitalismo es inconcebible sin

competencia. Pero la libre competencia produce la concentración, y la concentración

produce lo contrario de la libre competencia, a saber, el monopolio. Allí donde haya

pocos productores, éstos podrán fácilmente concertarse a expensas de los consumidores,

poniéndose de acuerdo para repartirse el mercado o para impedir cualquier baja de los

precios.

A lo largo de un siglo, parece que toda la dinámica capitalista haya cambiado de

naturaleza. En primer lugar, tenemos un movimiento orientado a la baja constante de los

precios mediante el aumento constante de la producción, mediante la multiplicación

constante del número de empresas. La intensificación de la competencia provoca, a

partir de un determinado momento, la concentración de las empresas, una reducción del

número de empresas que, a partir de entonces, pueden concertarse entre sí para no

reducir ya los precios, y sólo pueden respectar acuerdos de este tipo limitando la

producción. De esta forma, la era del capitalismo de los monopolios sucede a la era del

capitalismo de libre competencia a partir del último cuarto del siglo XIX.

Desde luego, cuando se habla del capitalismo de los monopolios no hay que pensar en

absoluto en un capitalismo que haya eliminado la competencia por completo. Eso no

existe. Simplemente, eso quiere decir que el capitalismo ha adoptado un

comportamiento fundamental que se ha hecho distinto, es decir, que ya no va

encaminado a una disminución de los precios gracias a un aumento constante de la

producción, que utiliza la técnica del reparto del mercado, de la estabilización de las

partes alícuotas del mercado. Pero este proceso lleva a una paradoja. ¿Por qué los

capitalistas, que en un principio se hacían la competencia, empiezan a concertarse a fin

de limitar dicha competencia así como también la producción? Porque, para ellos, es un

medio de aumentar sus beneficios. No lo hacen más que en el caso de que ello les

reporte más. ¿La limitación de la producción, al permitir aumentar los precios, reporta

más beneficios, y, por tanto, permite acumular más capitales? Ya no se les puede

invertir en la misma rama. Porque invertir capitales significa precisamente incrementar

la capacidad de producción, y por tanto, aumentar la producción, y por tanto, hacer bajar

los precios. El capitalismo se pilló los dedos en esa contradicción a partir del último

cuarto del siglo XIX. Entonces adquirió bruscamente una cualidad que Marx fue el

único en advertir y que quedó incomprendida para economistas como Ricardo o Adam

Smith: de repente, el modo de producción capitalista empezó a hacer proselitismo,

empezó a extenderse por el mundo entero por el bies de las exportaciones de capitales,

que permitieron establecer empresas capitalistas en países o en sectores en los que los

monopolios no existan todavía.

La consecuencia de la monopolización de ciertas ramas y de la extensión del

capitalismo de los monopolios a ciertos países es la reproducción del modo de

producción capitalista en ramas no monopolizadas aún, en países no capitalistas aún.

Así es como, a principios del siglo XX, el colonialismo y todos sus aspectos se

extendieron como un reguero de pólvora en el espacio de algunas docenas de años a

partir de una pequeña parte del globo, a la que antes había quedado limitado el modo de

producción capitalista, hasta el conjunto del mundo. Así, cada país del mundo quedaba

transformado en esfera de influencia y en campo de inversión del Capital.

 

Caída tendencial de la tasa media de beneficio

 

Hemos vimos antes que la plusvalía producida por los obreros de cada fábrica queda

“encerrada” en las mercancías producidas, y que el problema de saber si esta plusvalía

será, o no, realizada por el capitalista propietario de dicha fábrica quedará resuelto por

las condiciones del mercado, es decir, por la posibilidad que esa fábrica tenga de vender

sus mercancías a un precio que permita realizar toda esta plusvalía. Al aplicar la ley del

valor de que ya hemos hablado esta mañana, se puede establecer la regla siguiente:

todas las empresas que produzcan al nivel medio de productividad realizarán grosso

modo la plusvalía producida por sus obreros, es decir, venderán sus mercancías a un

precio igual al valor de dichas mercancías.

Pero no será éste el caso de dos categorías de empresas: ni el de las empresas que

trabajen por debajo, ni el de las empresas que trabajen por encima del nivel medio de

productividad.

¿Qué quiere decir la categoría de las empresas que trabajan por debajo del nivel medio

de productividad? No se trata más que de una generalización del caso de nuestro

zapatero perezoso de esta mañana. Es el caso, por ejemplo, de una acería que, frente a la

media nacional de quinientas mil toneladas de acero producidas en dos millones de

horas de trabajo/hombres, produce esa misma cantidad en dos millones doscientas mil

horas, o en dos millones y medio, o en tres millones. Por tanto, desperdicia horas de

trabajo social. La plusvalía producida por los obreros de esta fábrica no será realizada

por completo por los propietarios de la misma; la fábrica trabajará con un beneficio que

se situará por debajo de la media del beneficio de todas las empresas del país.

Pero la masa total de la plusvalía producida en la sociedad es una masa fija que, en

último análisis, depende del número total de horas de trabajo proporcionadas por el

conjunto de obreros enrolados en la producción. Lo cual quiere decir que, si hay un

cierto número de empresas que, por el hecho de trabajar por debajo del nivel medio de

productividad y de desperdiciar tiempo del trabajo social, no realizan el conjunto de la

plusvalía producida por sus obreros, queda un resto disponible que será acaparado por

las fábricas que trabajan por encima del nivel medio de productividad, que, por

consiguiente, han economizado tiempo de trabajo social y, por ello, son recompensadas

por la sociedad.

Esta explicación teórica no hace sino desmontar los mecanismos que determinan el

movimiento de los precios en la sociedad capitalista. ¿Cómo operan tales mecanismos

en la práctica?

Cuando se deja de contemplar varias ramas industriales para no considerar más que una

sola, el mecanismo se hace muy simple y transparente.

Digamos, por ejemplo, que el precio de venta medio de una locomotora se eleva a

cincuenta millones de pesetas. ¿Cuál será, entonces, la diferencia entre una fábrica que

trabaje por debajo de la productividad media del trabajo y una empresa que trabaje por

encima de la productividad media del trabajo? Para producir una locomotora, la primera

habrá gastado cuarenta y nueve millones, es decir, que sólo tendrá un millón de

beneficios. Por el contrario, la empresa que trabaje por encima de la productividad

media del trabajo producirá la misma locomotora con un gasto de treinta y ocho

millones, por ejemplo. Por tanto, conseguirá doce millones de beneficios, o sea, un

treinta y dos por ciento sobre esta producción corriente, mientras que la tasa media de

beneficio es del 10%, ya que las empresas trabajan a nivel de la media de la

productividad social del trabajo han producido locomotoras con un precio de coste de

cuarenta y cinco millones y medio y, por tanto, no han tenido más que cuatro millones y

medio de beneficio, o sea, el 10% de beneficio1

En otras palabras, la competencia capitalista actúa a favor de las empresas que

tecnológicamente están en vanguardia; tales empresas realizan sobrebeneficios con

respecto al beneficio medio. En el fondo, el beneficio medio es una noción abstracta,

exactamente como el valor. Es una media en torno a la cual oscilan las tasas de

beneficios reales de las diversas ramas y empresas. Los capitales afluyen hacia las

ramas en las que hay sobrebeneficios, y se retiran de las ramas en las que los beneficios

están por debajo de la media. Mediante este flujo y reflujo de los capitales de una rama

hacia otra es cómo las tasas de beneficio tienden a acercarse a dicha media, sin que

nunca la alcancen totalmente de manera absoluta y mecánica.

He aquí, pues, cómo se efectúa la perecuación de la tasa de beneficios. Existe un medio

muy simple para determinar la tasa media de beneficio en abstracto, que consiste en

tomar la masa total de la plusvalía producida por todos los obreros, a lo largo de un año,

por ejemplo, en un país determinado, y relacionarla con la masa total del capital

invertido en ese mismo país.

¿Cuál es la fórmula de la tasa de beneficios? Es la relación entre la plusvalía y el

conjunto del capital.

Es, pues, pl/ C + V. Igualmente, hay que tomar en consideración otra fórmula: pl/V, que

es la tasa de la plusvalía, o también la tasa de explotación de la clase obrera. Esta tasa

determina la manera en que el valor nuevamente producido queda repartido entre

obreros y capitalistas. Si, por ejemplo: pl/V es igual al 100%, ello quiere decir que el

valor nuevamente producido se reparte en dos partes iguales, la primera de las cuales

corresponde a los trabajadores en forma de salarios, y la otra parte al conjunto de la

clase burguesa en forma de beneficios, intereses, renta, etc.

Cuando la tasa de explotación de la clase obrera es del 100%, la jornada de trabajo de

ocho horas, se descompone, pues, en dos partes iguales: en cuatro horas de trabajo

durante las cuales los obreros producen el contravalor de sus salarios, y en otras cuatro

horas durante las cuales proporcionan trabajo gratuito, trabajo no remunerado por los

capitalistas, y cuyo producto se lo apropian éstos.

A primera vista, si aumenta la fracción pl/ C + V mientras que la composición orgánica

del capital aumenta igualmente, y que C se hace cada vez más grande en relación con V,

dicha fracción tenderá a disminuir y, por tanto, habrá disminución de la tasa media de

beneficio a consecuencia del aumento de la composición orgánica del capital, puesto

que pl ya no es producido por V sino por C. Pero hay un valor que puede neutralizar el

1 En realidad, los capitalistas no calculan su tasa de beneficio según la producción corriente

(flujo), sino con relación al capital invertido (stock); para no complicar los cálculos, puede

suponerse (ficticiamente) que todo el capital ha sido absorbido por la producción de una

locomotora.

efecto de aumento de la composición orgánica del capital, y es precisame nte el aumento

de la tasa de la plusvalía.

Si pl/ V, si la tasa de plusvalía aumenta, ello quiere decir que en la fracción pl / C + V el

numerador y el denominador aumentan, y, en este caso, el conjunto de esta fracción

puede conservar su valor a condición de que ambos aumentos de produzcan en una

proporción determinada.

En otras palabras, el incremento de la tasa de la plusvalía puede neutralizar los efectos

del aumento de la composición orgánica del capital. Supongamos que el valor de la

producción C + V + pase de 100 C + 100 V + 100 pl a 200 C + 100 V + 100 pl. La

composición orgánica de capital, ha pasado, pues, del 50 al 66%, y la tasa de beneficio

ha descendido del 50 al 33%. Pero si, al mismo tiempo, la plusvalía pasa de 100 a 150,

es decir, si la tasa de la plusvalía pasa de 100 a 150%, entonces la tasa de beneficio

150/300 es del 50%: el aumento de la tasa de plusvalía ha neutralizado el efecto del

aumento de la composición orgánica del capital.

¿Pueden proseguir estos dos movimientos exactamente en la proporción necesaria para

que se neutralicen mutuamente? Aquí encontramos la debilidad fundamental, el talón de

Aquiles del régimen capitalista. Estos dos movimientos no pueden proseguir a la larga

en la misma proporción. No existe límite alguno al aume nto de la composición orgánica

del capital. En el límite, V puede incluso reducirse a 0 cuando se llega a la

automatización total. ¿Pero puede pl/V aumentar igualmente de manera ilimitada, sin

límite alguno? No, porque para que haya plusvalía producida es preciso que haya

obreros que trabajen y, en tales condiciones, la fracción de la jornada de trabajo durante

la cual el obrero reproduce su propio salario no puede quedar reducida a 0. Se la puede

reducir de 8 a 7 horas, de 7 a 6 horas, de 6 a 5 horas, de 5 a 4 horas, de 4 a 3 horas, de 3

a 2 horas, de 2 a 1 hora, de 1hora a 50 minutos. Pero nunca podrá reproducir el

contravalor de su salario en 0 minutos, 0 segundos. He aquí un residuo que la

explotación capitalista nunca podrá suprimir. Ello significa que, a la larga, la caída de la

tasa media de beneficio es inevitable y, personalmente, y en contra de bastantes teóricos

marxistas creo que esta caída se puede demostrar en cifras, es decir, que actualmente las

tasas medias de beneficio son mucho más bajas que hace 50, 100 ó 150 años.

Desde luego, cuando se examinan períodos más cortos se producen movimientos en

sentido inverso; hay muchos factores en juego (hablaremos de ellos mañana cuando

tratemos del neocapitalismo). Pero, para períodos más largos el movimiento es muy

claro tanto en lo que respecta a la tasa de interés como a la tasa de beneficio. Por otra

parte, hay que tener en cuenta que en todas las tendencias de evolución del capitalismo

fue ésta la mejor detectada por los mismos teóricos del capitalismo. Ricardo habla de

ella; John Stuart Mills insiste; Keynes es extremadamente sensible. En Inglaterra, hubo

una especie de refrán popular que decía que el capitalismo puede soportarlo todo, salvo

una caída de la tasa media de interés hasta el 2%, porque entonces se suprimiría la

incitación a invertir.

Este refrán contiene evidentemente un cierto error de razonamiento. Los cálculos de los

porcentajes, de las tasas de beneficio, tienen un valor real, aunque un valor relativo, en

definitiva, para un capitalista. Lo que le interesa no es sólo el porcentaje que gana

respecto de su capital, sino también, y a pesar de todo, la cantidad total que gana. Y si el

2% se aplica, no a 100 000, sino a 100 millones, dicho porcentaje representará entonces

2 millones, y el capitalista se lo pensará dos veces antes de decir que prefiere dejar que

se enmohezca su capital antes que contentarse con ese beneficio, a todas luces

detestable, que no es sino de 2 millones por año.

Así, pues, nunca se ha visto en la práctica que se produjera una paralización total de la

actividad inversora como consecuencia de la tasa de beneficio y de interés, sino más

bien una desaceleración producida a medida que la tasa de beneficio desciende en una

rama de industria. Por el contrario, en las ramas industriales o en las épocas en que hay

una expansión muy rápida y en que la tasa de beneficio tiende a aumentar, la actividad

inversora se hace mucho más rápida y, entonces, este movimiento parece

autoalimentarse, y esta expansión parece que no tenga límites hasta que la tendencia

cobra signo contrario.

 

La contradicción fundamental del régimen capitalista y las crisis periódicas de

sobreproducción

 

El capitalismo tiende a extender la producción de manera ilimitada, a extender su radio

de acción al mundo entero, a considerar a todos los seres humanos como clientes

potenciales (entre paréntesis, cabe subrayar una graciosa contradicción de la que ya

habló Marx, y es que cada capitalista querría siempre que los otros capitalistas

aumentaran los salarios de sus obreros, porque los salarios de estos obreros serían poder

adquisitivo mayor para comprar las mercancías del capitalista en cuestión pero no

admitiría que aumentara los salarios de sus propios obreros, porque así se reduciría,

evidentemente, su propio beneficio. Hay, pues, una extraordinaria estructuración del

mundo que se convierte en una unidad económica con una interdependencia

extremadamente sensible entre sus diferentes partes. Todo el mundo conoce una serie de

frases hechas sobre el particular: si la bolsa de Nueva York estornuda, Europa coge una

pulmonía.

El capitalismo produce una extraordinaria interdependencia de las rentas y la

unificación de los gustos de todos los hombres; el hombre se vuelve bruscamente

consciente de toda la riqueza de las posibilidades humanas, mientras que, en la sociedad

precapitalista, permanecía encerrado dentro de las escasas posibilidades naturales de

una sola región. Durante la Edad Media, no se comía piña tropical en Europa, sino

únicamente frutas locales. Ahora se come frutas que, prácticamente, han sido

producidas en el mundo entero, e incluso se consumen frutas de China, de la India, que

apenas se conocían antes de la segunda guerra mundial.

Existen, pues, una serie de lazos recíprocos que se establecen entre todos los productos

y todos los hombres. En otras palabras, hay una socialización progresiva de toda la vida

económica que se convierte en un conjunto único, en un tejido único. Pero,

simplemente, todo este movimiento de interdependencia está centrado de manera

demencial en el interés privado, en la apropiación privada, de un pequeño número de

capitalistas cuyos intereses privados entran cada vez más en contradicción con los

intereses de los miles de millones de seres humanos incluidos dentro de este conjunto.

Es en las crisis económicas donde estalla de manera más extraordinaria la contradicción

entre la socialización progresiva de la producción y la apropiación privada que le sirve

de motor y de soporte. Ya que las crisis económicas capitalistas son fenómenos

inverosímiles, como nunca se había visto hasta entonces. No son crisis de penuria,

como lo eran todas las crisis precapitalistas, sino crisis de sobreproducción. Si los

parados se mueren de hambre no es porque haya muy poco que comer, sino porque hay

relativamente demasiados productos alimenticios.

A primera vista esto parece incomprensible. ¿Cómo puede uno morirse de hambre a

causa de que haya demasiados alimenticios, de que haya demasiadas mercancías? Sin

embargo, el mecanismo del régimen capitalista hace comprender esta paradoja aparente.

Las mercancías que no encuentran compradores, no sólo no realizan su plusvalía, sino

que ni siquiera reconstituyen el capital invertido. La venta a pérdida, pues, obliga a los

empresarios, a cerrar sus empresas. Y, por tanto, se ven obligados a despedir a sus

trabajadores. Y como estos trabajadores despedidos no disponen de reservas, ya que

sólo pueden subsistir si venden su fuerza de trabajo, el paro les condena evidentemente

a la más negra miseria, precisamente porque la abundancia relativa de las mercancías

provocó la venta a pérdida.

El hecho de que las crisis económicas periódicas es inherente al régimen capitalista y

constituye para él una realidad que no puede superar. Ya veremos más adelante que esto

es igualmente cierto para el régimen neocapitalista en que vivimos actualmente, aunque

en este caso se llame “recesiones” a las crisis. Las crisis son la manifestación más clara

de las contradicción fundamental del régimen, y un periódico recordatorio de que está

condenado a morir antes o después. Pero nunca morirá de modo automático. Siempre

será necesario darle un pequeño empujón consciente para condenarlo definitivamente, y

ese empujón somos nosotros quienes debemos dárselo, el movimiento obrero.

 

III. El neocapitalismo

 

Orígenes del neocapitalismo

 

La gran crisis económica de 1929 modificó fundamentalmente, en primer lugar, la

actitud de la burguesía y de sus ideólogos con respecto al Estado; a continuación,

modificó la actitud de esta misma burguesía con relación al futuro de su propio régimen.

Hace algunos años, tuvo lugar en los Estados Unidos un proceso que provocó un gran

escándalo, el proceso de Alger Hiss, que, durante la guerra, fue suplente del ministro de

Asuntos Exteriores de los Estados Unidos. En este proceso, un periodista de la Maison

Luce llamado Chambers, uno de los amigos más íntimos de Alger Hiss, había sido el

testigo de cargo clave contra Hiss en la acusación imputada a éste de ser comunista, de

haber robado documentos del Departamento de Estado y de haberlos puesto en manos

de los soviéticos. Este Chambers, que fue un hombre un tanto neurótico, y que, después

de haber sido comunista durante los primeros diez años de su vida adulta, terminó su

carrera como redactor de la página religiosa del semanario Time, escribió un grueso

libro titulado Witness (Testigo). En este libro, hay un párrafo que dice aproximadamente

lo siguiente a propósito del período de 1929-1939: “En Europa, los obreros son

socialistas y los burgueses conservadores; en Norteamérica, las clases medias son

conservadoras, los obreros son demócratas, y los burgueses, comunistas”.

Evidentemente, es absurdo presentar las cosas de esta manera tan dislocada. Pero no hay

la menor duda de que el año 1929 y el período que siguió a la gran crisis de 1929-1932

fue una experiencia traumatizante para la burguesía norteamericana, burguesía que,

dentro de toda la clase capitalista mundial, era la única que sentía una confianza total,

ciega, en el porvenir del régimen de la “libre empresa”. Durante esta crisis de 1929-

1932, sufrió un terrible choque que, en verdad, para la sociedad americana constituyó la

toma de conciencia de la cuestión social y el inicio del proceso de régimen capitalista,

que, a grandes rasgos, corresponde a lo que se había vivido en Europa durante el

nacimiento del movimiento obrero socialista, en el período de 1865-1890 del siglo

pasado.

Esta revisión del régimen por parte de la burguesía adoptó diversas formas a escala

mundial. Tomó la forma de tentativa para consolidar el capitalismo por medio del

fascismo y de las diferentes experiencias autoritarias en ciertos países de Europa

occidental, central y meridional. Tomó una forma violenta en Estados Unidos, y fue esta

sociedad americana de los años 1932-1940 la que prefiguró lo que hoy se llama

neocapitalismo.

¿Cuál es la razón de que no se haya extendido y generalizado la experiencia fascista, y

sí más bien la experiencia de un “relajamiento idílico” de las tensiones sociales que dio

su característica fundamental al neocapitalismo? El régimen fascista era un régimen de

crisis social, económica y política extrema, de tensión extrema de las relaciones entre

las clases, determinada en último término por un largo período de estancamiento de la

economía en el que el margen de discusión, de negociación, entre la clase obrera y la

burguesía se había reducido casi hasta cero. El régimen capitalista se había hecho

incompatible con la supervivencia de un movimiento obrero más o menos

independiente.

En la historia del capitalismo, al lado de las crisis periódicas que se producen cada 5, 7

ó 10 años, distinguimos ciclos a más largo plazo, de los que ha hablado por primera vez

el economista ruso Kondratief, y que se pueden llamar ondas de largo plazo de 25 a 30

años. A una onda de largo plazo, caracterizada por tasas de crecimiento elevadas, le

sucede a menudo una onda de largo plazo caracterizada por una tasa de crecimiento más

reducida. Me parece evidente que el período de 1913 a 1940 fue una de esas ondas de

largo plazo de estancamiento de la producción capitalista, en la que todos los ciclos que

se sucedieron desde la crisis de 1938, fueron marcadas por depresiones particularmente

duras, debido a que la tendencia a largo plazo era una tendencia al estancamiento. La

onda de largo plazo que comenzó con la segunda guerra mundial y en la que estamos

todavía -digamos el ciclo 1940-1945 o 1940-1970- se caracterizó por el contrario, por

la expansión, y debido a esta expansión, el margen de negociación, de discusión entre la

burguesía y la clase obrera se vio ampliada. Así se creó la posibilidad de consolidar el

régimen sobre la base de concesiones hechas a los trabajadores, política practicada a

escala internacional en Europa occidental y en América del Norte, y que quizás también

lo sea pronto en varios países de Europa meridional, política neocapitalista basada en

una colaboración bastante estrecha entre la burguesía expansiva y las fuerzas

conservadoras del movimiento obrero, y fundada en una elevación tendencial del nivel

de vida de los trabajadores.

Sin embargo, el trasfondo de toda esta evolución es el inicio del rechazo del régimen, la

duda sobre el futuro del régimen capitalista; en este plano, ya no hay discusión posible.

En todas las capas decisivas de la burguesía reina ahora la convicción profunda de que

el automatismo de la propia economía, de que los “mecanismos del mercado” son

incapaces de asegurar la supervivencia del régimen, de que ya no se puede remitir al

funcionamiento interno, automático, de la economía capitalista, y que hace falta una

intervención consciente cada vez más amplia, cada vez más regular, cada vez más

sistemática, para salvar a este régimen.

En la medida en que la propia burguesía ya no confía en el mecanismo automático de la

economía capitalista para mantener su régimen, se hace precisa la intervención de otra

fuerza para salvarlo a largo plazo, y esa otra fuerza es el Estado. El neocapitalismo es un

capitalismo caracterizado ante todo por una intervención creciente de los poderes

públicos en la vida económica. Por otra parte, desde este punto de vista es cómo se

considera que la experiencia neocapitalista actual de Europa occidental no es más que la

prolongación de la experiencia de Roosevelt en los Estados Unidos.

Para comprender los orígenes del actual neocapitalismo, hay que tener en cuenta, sin

embargo, un segundo factor que explica la intervención creciente del Estado en la vida

económica, a saber la guerra fría, o más generalmente el desafío que el conjunto de las

fuerzas anticapitalistas lanzó al capitalismo mundial. Este clima de desafío hace que,

para el capitalismo, se haga absolutamente insoportable la perspectiva de una nueva

crisis económica grave tal como la de 1929-1933. Imagínese lo que sucedería en

Alemania, si en la República Federal Alemana, para darse cuenta de los razones de tal

imposibilidad desde el punto de vista político. Por ello es por lo que la intervención de

los poderes públicos en la vida económica de los países capitalistas es anticíclica, ante

todo, o, si se quiere, anticrisis.

 

Una revolución tecnológica permanente

 

Detengámonos un momento en este fenómeno sin el cual no es comprensible el

neocapitalismo concreto que conocemos desde hace quince años en Europa occidental, a

saber, el fenómeno de expansión a largo plazo.

Para comprender este fenómeno, para comprender las causas de este ciclo a largo plazo

que comienza en los Estados Unidos con la segunda guerra mundial, hay que tener en

cuenta que en la mayoría de los otros ciclos expansivos que hemos conocido en la

historia del capitalismo, encontramos todavía y siempre una misma constante, a saber,

las revoluciones tecnológicas. No es casual el que hubiera un ciclo de expansión del

mismo género que el que precedió al período de estancamiento y de crisis de 1913-

1940. Es un período extremadamente pacífico en la historia del capitalismo de finales

del siglo XIX, durante el que no hubo guerra, o casi no la hubo, fuera de las guerras

coloniales, y en el que se empezaron a aplicar toda una serie de investigaciones, de

descubrimientos tecnológicos que se habían iniciado durante la fase precedente. En el

período de expansión que conocemos actualmente, asistimos incluso a un proceso de

aceleración del proceso técnico, de verdadera revolución tecnológica, para la cual

incluso el término exactamente el adecuado. En realidad, nos encontramos ante una

transformación casi ininterrumpida de las técnicas de producción, y este fenómeno es

más bien un subproducto de la carrera de armamentos permanentes, de la guerra fría en

que estamos instalados desde la segunda guerra mundial...

En efecto, si se examina atentamente el origen del 99% de las transformaciones de las

técnicas aplicadas a la producción, se verá que su origen es militar, que se trata de

subproductos de las nuevas técnicas que se han aplicado, en primer lugar, en el campo

militar y que, a continuación, a más o menos largo plazo, tienen aplicación en el campo

productivo, en la medida en que entran a formar parte del dominio público.

Este hecho es tan cierto que, actualmente, en Francia, lo utilizan como un argumento

principal los partidarios de la force de la frappe francesa, que explican que si no se le

desarrolla no se llegaría a conocer la técnica de aquí a 15 ó 20 años determinará una

parte importante de los procedimientos productivos industriales, todos los subproductos

de las técnicas nucleares y técnicas conjuntas en el campo industrial.

No quiero polemizar aquí con esta tesis que, por otra parte, considero inaceptable;

simplemente, quiero subrayar que incluso confirma de una manera completamente

“extremista” el hecho de que la mayoría de las revoluciones tecnológicas que

continuamos viviendo en el campo de la industria y de la técnica en general son

subproductos de las revoluciones técnicas en el campo militar.

En la medida en que estamos instalados en una guerra fría permanente, que se

caracteriza por una búsqueda permanente de una transformación técnica en el terreno de

los armamentos, existe ahí un factor nuevo, una fuente extraeconómica, por decirlo así,

que alimenta las transformaciones constantes de la técnica productiva. En el pasado,

cuando no existía esta autonomía de la investigación tecnológica, cuando la

investigación tecnológica correspondía esencialmente a las firmas industriales, había

una razón preponderante para determinar un ritmo cíclico de esta investigación. Se

decía que había que reducir ahora las innovaciones porque tenemos instalaciones

extremadamente costosas y lo primero que hay que hacer es amortizarlas. Es preciso

que esas instalaciones se hagan rentables, que se cubran sus gastos de instalación antes

de lanzarse a una nueva fase de transformación tecnológica.

Esto es cierto hasta tal punto que economistas como, por ejemplo, Schumpeter llegaron

a adoptar este ritmo cíclico de las revoluciones técnicas como elemento de explicación

básica para la sucesión de los ciclos a largo plazo expansivos o de los ciclos a largo

plazo de estancamiento.

Actualmente, este móvil económico ya no actúa de la misma manera. En el plano militar

no hay motivos válidos para detener la búsqueda de nuevas armas. Por el contrario,

existe siempre el peligro de que el adversario encuentre una nueva arma antes de la que

descubra uno mismo. Hay, por tanto, una verdadera estimación para una búsqueda

permanente, sin interrupción, y prácticamente sin consideración econó mica (por lo

menos, para los Estados Unidos), lo que hace que, ahora, la corriente no se detenga. Ello

quiere decir que vivimos una verdadera época de transformación tecnológica

ininterrumpida en el campo de la producción. Uno no tiene más que recordar todo lo

que se ha producido a lo largo de los 10-15 últimos años, a partir de la liberación de la

energía nuclear, a través de la automatización, del desarrollo de las máquinas de

calcular electrónicas, de la miniaturización, del láser, y de toda una serie de otros

fenómenos, para verificar esta transformación, esta revolución tecnológica

ininterrumpida.

Pero, quien dice revolución tecnológica ininterrumpida dice acortamiento, reducción del

período de renovación del capital fijo. Lo cual explica, a la vez, tanto la expansión a

escala mundial que, como toda expansión a largo plazo en el régimen capitalista, está

determinada esencialmente por la dimensión de las inversiones fijas, como la reducción

de la duración del ciclo económico de base, duración que está determinada por la

longevidad del capital fijo. En la medida en que este capital fijo se renueve ahora a un

ritmo más rápido, la duración del ciclo se acortará también; ya no tenemos crisis cada 7

ó 10 años, sino recesiones cada 4-5 años, es decir, hemos entrado en una sucesión de

ciclos mucho más rápidos y mucho más breves que los ciclos del período anterior a la

segunda guerra mundial.

Finalmente, para determinar este examen de las condiciones en que se desarrolla el

neocapitalismo de hoy, hay una transforma ción bastante importante que se ha producido

a escala mundial de las condiciones en que existe y se desarrolla el capitalismo.

Por una parte, hay la extensión del campo llamado socialista, y, por otra, hay la

revolución colonial. Y, aunque el balance del refuerzo del campo llamado socialista sea

efectivamente un balance de pérdidas desde el punto de vista del capitalismo mundial –

se puede decir pérdidas de materias primas, pérdida de campo de inversión de capitales,

pérdida de mercado, pérdida en todos los planos-, el balance de la revolución colonial,

por paradójico que pueda parecer, todavía no ha tenido como resultado una pérdida de

sustancia para el mundo capitalista. Por el contrario, uno de los factores concomitantes

que explican la amplitud de la expansión económica de los países imperialistas que

hemos conocido en esta fase, es el hecho de que, en la medida en que la revolución

colonial permanece encuadrada en el mercado mundial capitalista (salvo en el caso en

que da lugar al nacimiento de otros estados llamados socialistas), estimula la producción

y la exportación de bienes de equipo, de los productos de la industria pesada de los

países imperialistas. Es decir, la industrialización de los países subdesarrollados, el

neocolonialismo, el desarrollo de una nueva burguesía en los países coloniales,

constituyen juntamente con la revolución tecnológica, otro soporte de la tendencia

expansiva a largo plazo en los países capitalistas avanzados, puesto que, en el fondo,

tiene los mismos efectos, conduce también al incremento de producción de las

industrias pesadas y de las industrias de construcción mecánica, de las industrias de

fabricación de maquinaria. Parte de estas máquinas sirven para la renovación acelerada

del capital fijo de los países capitalistas avanzados; otra parte de estas máquinas sirve

para la industrialización, para el equipamiento de los países coloniales recientemente

independizados.

De esta manera, podemos comprender el trasfondo de esta experiencia neocapitalista

que estamos viviendo, trasfondo que es, pues, el de un período de expansión a largo

plazo del capitalismo, período que, en mi opinión, está limitado en el tiempo al igual

que los períodos análogos del pasado (no creo en absoluto que este período de

expansión vaya a durar eternamente ni que el capitalismo haya encontrado ahora la

piedra filosofal que le permitiría evitar no sólo las crisis sino también la sucesión de

ciclos a largo plazo de expansión y de estancamiento relativo), pero que por el

momento, enfrenta al movimiento obrero de Europa occidental con los problemas

particulares de esta expansión.

¿Cuáles son, ahora, las características fundamentales de esta intervención de los poderes

públicos en la economía capitalista?

 

La importancia de los gastos de armamento

 

El primer fe nómeno objetivo que facilita enormemente una intervención creciente de los poderes públicos en la vida económica de los países capitalistas es precisamente esta

permanencia de la guerra fría y esta permanencia de la carrera de armamentos. Ya que

quien dice permanencia de la guerra fría, permanencia de la carrera de armamentos,

permanencia de un presupuesto militar extremadamente elevado, dice también control

por el Estado de una importante fracción de la renta nacional. Si se compara la

economía de todos los grandes países capitalistas de antes de la primera guerra mundial,

se aprecia de inmediato el cambio estructural extremadamente importante que se ha

producido, y que es independiente de toda consideración teórica y de toda investigación

teórica. Es el resultado de la amplificación de este presupuesto militar en el presupuesto

de los Estados que, antes de 1914, absorbía el 5%, 6%, 4%,7% de la renta nacional,

mientras que el presupuesto de los estados capitalistas de hoy representa el 15%, el

20%, el 25%, o incluso el 30%, en algunos casos, de la renta nacional.

Ya desde un principio, e independientemente de cualquier consideración en el plano del

intervensionismo, y gracias al hecho de la amplificación de estos gastos de armamento

permanentes, el Estado, pues, controla una parte importante de la renta nacional.

He dicho que esta guerra fría sería permanente durante un largo período. Personalmente

estoy convencido de ello. Es permanente porque permanente es la contradicción de

clase entre los dos campos en presencia a escala mundial, porque no existe ninguna

razón lógica que permita prever a corto o medio plazo, ya sea un desarme voluntario de

la burguesía internacional ante los adversarios con los que se encuentra enfrentada a

escala mundial, ya sea un acuerdo entre la Unión Soviética y los Estados Unidos que

permitiera reducir bruscamente esos gastos de armamento a la mitad, a un tercio, a un

cuarto.

Partimos, pues, de esto: los gastos militares permanentes tienden a elevarse en volumen

y en importante con respecto a la renta nacional o, por lo menos, a estabilizarse, es

decir, a aumentar en la medida en que la renta nacional esté en extensión constante en

esta fase. Y por el mismo hecho de esta extensión de los gastos militares se deduce el

lugar importante que los poderes públicos ocupan en la vida económica.

Quizás conozcan ustedes el artículo que Pierre Naville publicó en la Nouvelle Revue

Marxiste hace algunos años. En él reproducía una serie de cifras dadas por el ponente

del presupuesto en 1956, que marcaban la importancia práctica de los gastos militares

para toda una serie de rama industrial. Existen numerosas ramas industriales entre las

más importantes, entre las que están en punta del proceso tecnológico, que trabajan

esencialmente con pedidos del Estado, y que se verían condenadas a una muerte rápida

si tales pedidos del Estado desaparecieran: Tal es el caso de la aeronáutica, de la

electrónica, de la construcción naval, de las telecomunicaciones e incluso de las obras

públicas, sin olvidar la indus tria nuclear. En los Estados Unidos existe una situación

análoga; pero, en la medida en que estas ramas de punta están allí más desarrolladas y

en que la economía norteamericanas es más vasta, la economía de regiones enteras se

basa en estas ramas. Puede decirse que California, que es el estado de la Unión con una

mayor expansión, vive en gran parte del presupuesto militar de los Estados Unidos. Si

este país tuviera que desarmarse y seguir siendo capitalista, se produciría una catástrofe

para el Estado de California donde están localizadas la industria de los cohetes, la

industria de la aviación militar, la industria electrónica. No hace falta dar muchos

detalles para explicar las consecuencias de esta situación particular sobre la actitud de

los políticos burgueses de California: no se les encontrará en cabeza en la lucha por el

desarme.

El segundo fenómeno, que, a primera vista, parece contradecir al primero, es la

extensión de lo que se podría llamar los gastos sociales de todo lo que, de cerca o de

lejos, está ligado a los seguros sociales que ocupan un lugar en alza constante en los

presupuestos públicos, en general, y sobre todo en la renta nacional en cuanto tal, desde

hace 25-30 años.

 

Cómo las crisis son “amortiguadas” en la recesión

 

Este aumento de los seguros sociales resulta de varios fenómenos concomitantes.

En primer lugar, existe la presión del movimiento obrero que desde siempre intenta

atenuar una de las características más significativas de la condición proletaria; la

inseguridad de la existencia. Puesto que el valor de la fuerza de trabajo no cubre, por lo

general, más que las necesidades de su constitución corriente, cualquier interrupción de

la venta de esta fuerza de trabajo –es decir, cualquier accidente que impida al obrero

trabajar normalmente: paro, enfermedad, invalidez, vejez- arroja al proletario a un

abismo de miseria. En los inicios del régimen capitalista no hubo más que la “caridad”,

la beneficiencia privada o pública, a las que podía dirigirse el obrero sin trabajo en su

indigencia, con resultados materiales insignificantes pero al precio de terribles heridas

para su dignidad de hombre. Poco a poco, el movimiento obrero impuso el principio de

seguros sociales, voluntarios primero, y obligatorios después, contra estos accidentes

del destino: seguro de enfermedad, seguro de paro, seguro de vejez. Finalmente, esta

lucha desembocó en el principio de seguridad social que, en teoría, debería cubrir al

asalariado contra cualquier pérdida de salario corriente.

Está, después, un cierto interés del Estado. Las Cajas que reciben las importantes sumas

que sirven para financiar esta seguridad social, disponen, a menudo, de capitales

líquidos importantes. Pueden colocar esos capitales en fondos del Estado, es decir,

prestarlos al Estado (en principio, a corto plazo). El régimen nazi había aplicado esta

técnica que, después, se ha extendido a la mayoría de los países capitalistas.

El aumento, cada vez más importante, de estos fondos de seguridad social llegó, por

otra parte, a una situación partic ular que plantea un problema teórico y práctico al

movimiento obrero. Éste considera, con razón, que el conjunto de las cantidades

entregadas a las Cajas de seguridad social –ya sea por los patronos, ya por el Estado, ya

por retención de los salarios de los mismos obreros- constituye simplemente una parte

del salario, un “salario indirecto” o “salario diferido”. Es el único punto de vista

razonable que, además, concuerda con la teoría marxista del valor, puesto que,

efectivamente, hay que considerar como precio de la fuerza de trabajo al conjunto de la

retribución que el obrero percibe a cambio de ella, sin que importe que le sea entregada

directamente (salario directo) o más tarde (salario diferido). Por esta razón, la gestión

“paritaria” (Sindicatos-patronos o sindicatos-Estado) de las Cajas de seguridad social

debe ser considerad como una violación de un derecho de los trabajadores. Puesto que

los fondos de estas Cajas sólo pertenecen a los obreros, es de rechazar cualquier

ingerencia en su gestión por parte de otras fuerzas sociales distintas a los sindicatos. Del

mismo modo que los capitalistas no admiten la “gestión paritaria” de sus cuentas

bancarias, los obreros tampoco deben admitir la “gestión paritaria” de sus salarios...

Pero el aumento de las cant idades entregadas a la seguridad social ha podido crear una

cierta “tensión” entre el salario directo y el salario diferido, ya que este último se eleva a

veces hasta el 40% del salario total. Numerosos medios sindicales se oponen a nuevos

aumentos de los “salarios diferidos” y querrían concentrar cualquier ventaja nueva en el

sueldo directamente percibido por el obrero. Hay que comprender, sin embargo, que por

debajo del “salario diferido” y de la seguridad social, subyace el principio de

solidaridad de clases. En efecto, las Cajas del seguro de enfermedad, de accidentes, no

están basadas en el principio dela “recuperación individual” (cada cual recibe, a fin de

cuentas, lo que ha entregado o lo que el patrón o el Estado ha entregado por él), sino

sobre el principio del seguro, es decir, de la media matemática de los riesgos, es decir,

de la solidaridad: los que no sufren accidentes pagan para que los accidentados puedan

quedar completamente cubiertos. El principio que subyace en esta práctica es el de la

solidaridad de clases, es decir, el del interés de los trabajadores por evitar la

constitución de un subproletariado que no sólo disminuiría la combatividad de la masa

trabajadora (al temer cada individuo el caer, tarde o temprano, en ese subproletariado)

sino que también podría hacerle competencia e influiría en los salarios. En estas

condiciones y más que quejarnos de la importancia “excesiva” del salario diferido,

deberíamos poner de manifiesto su escandalosa insuficiencia que hace que la mayoría

de los trabajadores viejos sufra un deterioro terrible de su nivel de vida, incluso en los

países capitalistas más prósperos.

La respuesta eficaz al problema de la “tensión” entre el salario directo y salario

indirecto consiste en reclamar la sustitución del principio de solidaridad limitada

solamente a la clase laboriosa por el principio de la solidaridad ampliada a todos los

ciudadanos, es decir, la transformación de la seguridad social en servicios nacionales

(de la Salud, del Pleno Empleo, de la Vejez) financiados por el impuesto progresivo

sobre las rentas. Únicamente de esta forma podrá el sistema del “salario diferido”

desembocar en un verdadero reajuste importante de los salarios, en una verdadera

redistribución de la renta nacional a favor de los asalariados.

Hay que reconocer que, hasta ahora, esto no se ha realizado nunca a gran escala en el

régimen capitalista, e incluso habría que plantearse la cuestión de saber si esta

realización sería posible sin provocar una reacción capitalista tal que rápidamente se

llegara a un período de crisis revolucionaria. Es cierto que las experiencias más

importantes de Seguridad Social, como la realizada en Francia antes de 1944 o, sobre

todo, el Servicio Nacional de la Salud en Gran Bretaña después de 1945, fueron

financiadas mucho más por una imposición sobre los mismos trabajadores (sobre todo

por el crecimiento de los impuestos indirectos y por el aumento de la fiscalidad directa

que incluso afectó a los salarios modestos, tal como ocurrió, por ejemplo, en Bélgica)

que por la imposición sobre la burguesía. Por ello es por lo que en el régimen capitalista

no se ha producido nunca una verdadera y radical distribución de la renta nacional

mediante el impuesto, uno de los grandes “mitos” del reformismo.

Hay todavía otro aspecto de la importancia creciente del “salario diferido”, de los

seguros sociales, en la renta nacional de los países capitalistas industrializados, y es

precisamente su carácter anticíclico. Aquí encontramos otra razón de que el Estado

burgués, el neocapitalismo, tenga interés en amplificar el volumen de este “salario

diferido”. Y es que actúa a modo de muelle que impide una caída demasiado brusca y

demasiado fuerte de la renta nacional en caso de crisis.

Antes, cuando un obrero perdía su empleo, veía su renta disminuir hasta cero. Cuando

un cuarto de la mano de obra de un país quedaba en paro, las rentas de los asalariados

bajaban automáticamente en una cuarta parte. Se han descrito a menudo las

consecuencias terribles de este descenso de rentas, de este descenso de la “demanda

global” para el conjunto de la economía capitalista. Le daba a la crisis capitalista el

aspecto de una reacción en cadena que progresaba con una lógica y una fatalidad

terroríficas.

Supongamos que la crisis estalla en el sector que fabrica bienes de equipo, y que este

sector se vea obligado a cerrar empresas y a despedir a sus trabajadores. La pérdida de

rentas que éstos sufren reduce radicalmente sus compras de bienes de consumo. Debido

a ello, rápidamente hay sobreproducción en el sector que fabrica bienes de consumo,

sector que, a su vez, se ve obligado a cerrar empresas y a despedir a su personal. Así, las

ventas de bienes de consumo bajarán una vez más, y se acumularán los stocks. Al

mismo tiempo, las fábricas que producen bienes de consumo, al verse seriamente

afectadas, reducirán, o suprimirán, sus pedidos de bienes de equipo, lo cual provocará el

cierre de nuevas empresas de la industria pesada, y, por tanto, el despido de un grupo

suplementario de trabajadores y, por tanto, un nue vo descenso del poder de compra de

bienes de consumo, y, por tanto, una nueva agravación de la crisis en el sector de la

industria ligera que, a su vez, provocará nuevos despidos, etc.

Pero a partir del momento en que se pone a punto un sistema de seguro de paro eficaz,

esos efectos acumulativos de la crisis quedan amortiguados: y cuanto más elevado sea

el subsidio de paro más fuerte será la amortización de la crisis.

Veamos de nuevo la descripción del principio de la crisis. El sector que fabrica bienes

de equipo tiene sobreproducción y se ve obligado a despedir a parte del personal. Pero,

si el subsidio de paro se eleva –digamos a 60% del salario-, el despido ya no significa la

supresión de todas las rentas de esos parados sino tan sólo la reducción de sus rentas en

un 40%. El que hay un 10% de parados en un país ya no significa entonces un descenso

de la demanda global de un 10%, sino tan sólo de un 4%; un 25% de parados ya no

suponen más que un 10% de reducción en las rentas. Y el efecto acumulativo que

provoca esta reducción (que en la ciencia económica académica, se calcula aplicando un

multiplicador a esta reducción de la demanda) quedará reducido considerablemente. Las

ventas de bienes de consumo, por consiguiente, se verán mucho menos reducidas; la

crisis no se extenderá de una manera tan acusada al sector de los bienes de consumo;

este sector, pues, despedirá a mucho menos personal; y podrá mantener una parte de sus

pedidos de bienes de equipo, etc. En resumen, la crisis deja de ampliarse en forma de

espiral; se ha detenido a medio camino. Lo que hoy se llama “recesión” no es más que

una crisis capitalista clásica “amortiguada” por efecto, principalmente, de los seguros

sociales.

En mi Tratado de Economía marxista cito una serie de datos relativos a la s últimas

recesiones norteamericanas que confirman empíricamente esta análisis teórico. En

realidad, según tales cifras, parece que el principio de las recesiones de 1953 y de 1957

fue fulgurante y de una amplitud comparable en todos los aspectos a la de la crisis

capitalistas más graves del pasado (1929 y 1938). Pero, al contrario de estas crisis de

antes de la segunda guerra mundial, la recesión de 1953 y 1957 dejó de amplificarse

después de un cierto número de meses y, por tanto, se detuvo a medio camino, para

empezar a reabsorberse después. Ahora comprendemos una de las causas fundamentales

de esta transformación de la crisis en recesiones.

Desde el punto de vista de la distribución de la renta nacional entre Capital y Trabajo, el

hinchamiento del presup uesto militar tiene un efecto opuesto al del hinchamiento del

“salario diferido” ya que, en todo caso, parte de este salario proviene siempre de

desembolsos suplementarios de la burguesía. Pero, desde el punto de vista de sus efectos

anticíclicos el hincha miento del presupuesto militar (de los gastos públicos en general)

y el hinchamiento de los seguros sociales desempeñan un papel idéntico para

“amortiguar” la violencia de las crisis y dar al neocapitalismo uno de sus aspectos

particulares.

La demanda global puede dividirse en dos categorías: demanda de bienes de consumo y

demanda de bienes de producción (bienes de equipo). El hinchamiento de los fondos de

seguros sociales permite evitar una caída total de los gastos (de la demanda) en bienes

de consumo después del inicio de la crisis. El hinchamiento de los gastos públicos

(sobre todo de los gastos militares) permite evitar una caída total de los gastos (de la

demanda) en bienes de equipo. Así, en los dos sectores, estos rasgos distintos del

neocapitalismo operan, no para suprimir las contradicciones del capitalismo –las crisis

estallan como antes, el capitalismo no ha encontrado el medio de procurarse un

crecimiento ininterrumpido, más o menos armonioso- sino para reducir (al menos,

temporalmente, en el marco de un período a largo plazo de crecimiento acelerado y al

precio de una inflación permanente) su amplitud y gravedad.

 

La tendencia a la inflación permanente

 

Una de las consecuencias de todos los fenómenos de que acabamos de hablar, cada uno

de los cuales tiene efectos anticíclicos, es lo que podría llamarse la tendencia a la

inflación permanente que, desde 1940, desde el inicio o en vísperas de la segunda guerra

mundial, se manifiesta de manera evidente en el mundo capitalista.

La causa fundamental de esa inflación permanente es la importancia del sector militar,

del sector armamento, en la economía de la mayoría de los grandes países capitalistas.

Ya que la producción de armamentos tiene la característica particular de ser creadora de

un poder adquisitivo, exactamente de la misma manera que la producción de bienes de

consumo o la producción de bienes de producción –en las fábricas donde se construyen

tanques o cohetes se pagan salarios igual que en las fábricas donde se construyen

máquinas o productos textiles, y los capitalistas propietarios de estas fábricas se

embolsan un beneficio exactamente igual como lo hacen los capitalistas propietarios de

las fábricas metalúrgicas o de las textiles –pero, a cambio de este poder suplementario

de compra, no hay mercancías suplementarias que se lleven al mercado. Paralelamente a

la creación de poder adquisitivo en los dos sectores de base de la economía clásica, el

sector de los bienes de consumo y el sector de los bienes de producción, se produce

también la aparición en el mercado de una masa de mercancías que pueden reabsorber

dicho pode adquisitivo. Por el contrario, la creación de poder adquisitivo en el sector de

armamentos no viene compensado por el aumento de la masa de las mercancías, ya sea

de bienes de consumo, ya sea de bienes de producción, cuya venta podría reabsorber el

poder adquisitivo así creado.

La única situación en la cual los gastos militares no crearían inflación sería aquella en la

cual dichos gastos fuesen íntegramente pagados por el impuesto, y ello en proporciones

que permitieran subsistir exactamente las proporciones entre el poder adquisitivo de los

obreros y los capitalistas por una parte, y, por otra, entre el valor de los bienes de

consumo y el de bienes de producción2. Esta situación no existe en ningún país, ni

siquiera en los países donde la fiscalidad es mayor. Sobre todo, en los Estados Unidos el

conjunto de los gastos militares no queda cubierto en modo alguno por la fiscalidad, por

la reducción del poder de compra suplementario, y, debido a ello, existe una tendencia a

la inflación permanente.

Hay, igualmente, un fenómeno de naturaleza estructural en la economía capitalista de la

era de los monopolios que produce el mismo efecto, a saber, la rigidez de los precios

orientados a la baja.

El hecho de que los grandes trusts monopolísticos ejerzan un control elevado, si no

total, sobre toda una serie de mercados, principalmente sobre los mercados de bienes de

producción y de los bienes de consumo duraderos, se traduce en la ausencia de

competencia en los precios en el sentido clásico de la palabra. Cada vez que la oferta

permanece inferior a la demanda aumentan los precios, mientras que cada vez que la

oferta supera a la demanda, los precios permanecen estables, en lugar de bajar, o bien

bajan únicamente de modo imperceptible. Este es un fenómeno que se observa en la

industria pesada y en la industria de bienes de consumo duraderos desde hace cerca de

25 años. Por otra parte, es un fenómeno ligado tendencialmente a esta fase de extensión

a largo plazo de que hablábamos más arriba, ya que hay que reconocerlo honradamente,

no podemos predecir la evolución de los precios de los bienes de consumo duraderos

cuando este período de expansión a largo llegue a su fin.

No se debe excluir el que, cuando en la industria del automóvil, se amplifique la

capacidad de producción excedentaria, ello desemboque en una nueva lucha de

competencia entre los precios y en bajas espectaculares. Podría defenderse la tesis de

que la famosa crisis del automóvil, que se espera en la segunda mitad de los años 60

(1965, 1966, 1967), podría quedar reabsorbida en Europa occidental con una relativa

facilidad si el precio de venta de los coches pequeños descendiera a la mitad, es decir, el

día en que un 4 CV o un 2 CV se vendiera a dos mil francos o a dos mil quinientos

francos. Se produciría entonces una extensión tal que la demanda que, verosímilmente,

la capacidad excedentaria desaparecía normalmente. En el marco de los acuerdos

actuales, ello no parece posible; en la industria del automóvil en Europa, tal

eventualidad no hay que descartarla. Añadamos también que hay una eventualidad más

probable, y es la de la capacidad de producción excedentaria suprimida por el cierre y

desaparición de toda una serie de firmas, y que la desaparición de esta capacidad

excedentaria impedirá entonces que se produzca ninguna baja importante de los precios.

Esta es la reacción normal ante una situación parecida en el régimen capitalista de los

monopolios. No hay que excluir totalmente la otra reacción, pero, por el momento, no la

hemos visto en ningún aspecto; por ejemplo, el petróleo, existe un fenómeno de

sobreproducción potencial que dura desde hace seis años, pero las bajas de precio

consentidas por los grandes trust, que obtienen tasas de beneficios del 100% y del

150%, son totalmente insignificantes; son bajas de precio del 5 ó 6%, mientras que, si lo

consideran, podrían reducir el precio de la gasolina a la mitad.

 

La “programación económica”

 

El otro reverso de la medalla del neocapitalismo es el conjunto de los fenómenos que,

sumariamente, se ha resumido bajo la etiqueta de “economía concertada”,

“programación económica”, o también “planificación indicativa”. Es ésta otra forma de

2 La fórmula no es completamente exacta. Para simplificar, no tendremos en cuenta la fracción

del poder adquisitivo de los capitalistas destinada a: 1º al propio consumo de los capitalistas; 2º

al consumo de los obreros suplementarios contratados gracias a las inversiones capitalistas.

intervención consciente en la economía, contraria al espíritu clásico del capitalismo,

pero es una intervención que se caracteriza por el hecho de que ya no es esencialmente

resultado de la acción de los poderes públicos sino más bien de una colaboración, de

una integración entre los poderes públicos, por una parte y los grupos capitalistas, por

otra.

¿Cómo explicar esta tendencia general a la “planificación indicativa”, a la

“programación económica”, o a la “economía concertada”?

Hay que partir de una necesidad real del gran capital, necesidad que deriva precisamente

del fenómeno que hemos descrito en la primera parte de este trabajo. Hemos hablado

allí de la aceleración del ritmo de renovación de las instalaciones mecánicas a

consecuencia de una revolución tecnológica más o menos permanente. Pero quien dice

aceleración del ritmo de renovación del capital fijo dice también necesidad de amortizar

los gastos de inversión cada vez mayores en un lapso de tiempo cada vez más corto. Es

verdad que esta amortización debe ser planificada, calculada de una manera tan exacta

como sea posible, a fin de preservar a la economía contra las fluctuaciones a corto plazo

que pudiesen crear una gran confusión en los conjuntos que trabajan con miles de

millones. En este hecho fundamental reside la causa de la programación económica

capitalista, de la corriente hacia la economía concertada.

El capitalismo de los grandes monopolios de hoy reúne decenas de miles de millones en

inversiones que deben ser amortizadas rápidamente. Ya no puede permitirse el lujo de

asumir el riesgo de amplias fluctuaciones periódicas. Aparece, pues, la necesidad de

garantizar la reabsorción de tales gastos de amortización, de estar seguro de estas rentas

al menos durante esos períodos del medio plazo que corresponde más o menos a la

duración de amortización del capital fijo, es decir, durante períodos que actualmente se

extienden a lo largo de 4 ó 5 años.

El fenómeno, por otra parte, se ha producido en el mismo interior de la empresa

capitalista, donde la complejidad cada vez mayor del proceso de producción implica

trabajos de planning más y más precisos para que el conjunto pueda funcionar. En

último análisis, la programación capitalista no es más que la extensión, o más

exactamente, la coordinación, a escala de la nación, de lo que ya se hacía antes a escala

de la gran capitalista, o del grupo capitalista, del trust, del cártel, que implicaban a toda

una serie de empresas.

¿Cuál es la característica fundamental de esta planificación indicativa? Al contrario que

en la planificación socialista, que tiene una naturaleza esencialmente diferente, no se

trata tanto de fijar una serie de objetivos en cifras de producción ni de asegurar que

tales objetivos se alcancen efectivamente, como de coordinar los planes de inversión ya

elaborados por las empresas privadas, y efectuar esta coordinación necesaria todo lo

más algunos objetivos considerados prioritarios a escala de los poderes públicos, es

decir, que correspondan al interés global de la clase burguesa.

En un país como Bélgica o como la Gran Bretaña, la operación se ha llevado a cabo de

una forma asaz basta; en Francia, donde todo sucede a un nivel intelectual mucho más

refinado, y donde se practica mucho el camuflaje, la naturaleza de clase del mecanismo

es menos aparente. Pero no es menos idéntica a la de la programación económica de los

otros países capitalistas. En lo esencial, la actividad de las “comisiones del Plan”, de las

“Planbureau”, de las “Oficinas de Programación”, consiste en consultar a los

representantes de los distintos grupos de patronos, en compulsar sus proyectos de

inversiones y previsiones sobre el estado del mercado y en poner en marcha estas

previsiones, unas con otras, por sectores, intentando evitar los cuellos de botella y los

dobles empleos.

Sobre este punto, Gilbert Mathieu publicó tres buenos artículos en Le Monde (2, 3 y 6

de marzo de 1962) en los que indica que, por 280 sindicalistas que participaron en los

trabajos de las distintas comisiones y subcomisiones del Plan, hubo 1280 empresarios o

representantes de los sindicatos patronales. “Prácticamente, estima François Perroux, el

Plan francés se ha confeccionado a menudo y puesto en acción bajo la influencia

preponderante de las grandes empresas y de los grandes organismos financieros”. Y Le

Brun, que es sin embargo uno de los dirigentes sind icales más moderados, afirma que la planificación francesa “está esencialmente concertada entre los grandes servidores del

capital y los grandes servidores del Estado, teniendo normalmente los primeros mucho

más peso que los segundos”.

Esta confrontación y coordinación de las decisiones de las empresas, por otra parte, es

extremadamente útil para los empresarios capitalistas; constituye una especie de sondeo

del mercado a escala nacional, concertado a largo plazo, cosa muy difícilmente factible

con la técnica corriente. Pero la base de todos los estudios, de todos los cálculos, la

constituyen, a pesar de todo, las cifras adelantadas como previsiones por los patrones.

Hay, pues, dos aspectos fundamentales características de este género de programación o

de planificación indicativa.

Por una parte, permanece muy centrada en los intereses de los patronos que constituyen

el elemento de partida de cálculo. Y cuando se dice patronos no se trata de todos los

patrones como de las capas dominantes de la clase burguesa, es decir, de los

monopolios, de los trusts. En la medida en que pueda producirse, a veces, un conflicto

de intereses entre monopolios muy potentes (recuérdese el conflicto que, el año pasado,

opuso en América a los trusts productores y los trusts consumidores de acero a

propósito del precio del acero), hay un cierto papel de arbitraje desempeñado por los

poderes públicos a favor de tal o cual grupo capitalista. En cierta forma, actúan a modo

de consejo de administración de la clase burguesa para el conjunto de los miembros de

la clase burguesa, en interés del grupo dominante y no en interés de la democracia y del

gran número.

Por otra parte, hay la incertidumbre de permanecer en la base de todos estos cálculos,

incertidumbre que resulta del carácter purame nte previsional de la programación, así

como del hecho de que no haya instrumento de realización en manos de los poderes

públicos ni por otra parte, en manos de los intereses privados para poder realizar

efectivamente lo que se había previsto.

En 1956-1960, tanto los “programadores” de la CECA como los del Ministerio Belga de

Asuntos Económicos fallaron estrepitosamente en dos ocasiones en sus previsiones

sobre el consumo de carbón en Europa occidental, y en particular en Bélgica. La

primera vez, en vísperas y durante la crisis de aprovisionamiento provocada por la crisis

de Suez, habían previsto para 1960 un fuerte incremento del consumo y, por tanto, de la

producción del carbón, de forma que la producción belga debía pasar de 30 millones de

toneladas de carbón por año a cerca de 40 millones de toneladas. En realidad, sin

embargo, la producción descendió en 1960 de 30 a 20 millones de toneladas; los

“programadores” habían cometido un error, lo cual no es poco. Pero en el momento en

que se registró dicho error cometieron otro, pero esta vez en sentido inverso. Una vez

puesto en marcha el movimiento a la baja del consumo del carbón, predijeron que

proseguiría y afirmaron que sería necesario continuar con los cierres de las minas de

carbón. Sin embargo, lo que se produjo entre 1960 y 1963 fue todo lo contrario: el

consumo belga de carbón pasó de 20 a 25 millones de toneladas anuales, lo que explica

que después de haber suprimido una tercera parte de la capacidad de producción de

carbón hubo penuria aguda de carbón, sobre todo en el invierno de 1962-1963, hasta el

punto de que se hizo necesario importar carbón, incluso del Vietnam.

Este ejemplo nos permite captar en vivo la técnica que los “programadores” se ven

obligados a utilizar nueve veces de cada diez en sus cálculos por sectores; se trata de

una simple proyección hacia el futuro de la tendencia actual de evolución, corregida

todo lo más por un coeficiente de elasticidad de la demanda que tiene en cuenta las

previsiones de tasa general de expansión.

 

La garantía estatal de beneficio

 

Otro aspecto de esta “economía concentrada”, que subraya su carácter peligroso para el

movimiento obrero, es que la idea de “programación social” o de “política de rentas”

está implícitamente contenida en la idea de la “programació n económica”. Es imposible

poder asegurar a los trusts la estabilidad de sus gastos y de sus rentas durante un período

de cinco años, hasta que todas las nuevas instalaciones hayan quedado amortizadas, sin

que igualmente se asegure la estabilidad de los gastos salariales. No se puede “planificar

los costes” sí no se “planifica” al mismo tiempo los “costes de mano de obra”, es decir,

si no se prevén tasas fijas de aumentos de salarios y se intenta respetarlas de modo

rígido.

Tanto los patronos como los gobiernos han intentado imponer esta tendencia a los

sindicatos en todos los países de Europa occidental, y sus esfuerzos se traducen,

principalmente, en la prolongación de la duración de los contratos, en la legislación que

hace cada vez más difíciles las huelgas por sorpresa o que prohíbe las huelgas salvajes,

en toda una campaña de propaganda a favor de una “política de rentas”, que

aparentemente constituye la única “garantía” contra las “amenazas de inflación”.

La idea de que hay que orientarse hacia esta “política de rentas”, de que se puede

calcular exactamente las tasas de aumento de los salarios y de que, así, se pueden evitar

los gastos de las huelgas “que no benefician a nadie, ni a los obreros ni a la nación”, esta

idea, repetimos, empieza también a extenderse cada vez más en Francia, e implica la

idea de integración profunda del sindicalismo en el régimen capitalista. En el fondo, y

desde esta óptica, el sindicalismo deja de ser un instrumento de combate de los

trabajadores para conseguir modificar el reparto de la renta nacional, y se convierte en

avalista de la “paz social”, en un avalista, cara a los patronos, de la estabilidad del

proceso continuo e interrumpido del trabajo y de la reproducción del capital, en un

avalista de la amortización del capital fijo durante todo el período de renovación de éste.

Claro está que esto es una trampa para los trabajadores y para el movimiento obrero por

muchas razones en las que no puedo detenerme ahora pero, si que se debe a una razón

que deriva de la misma naturaleza de la economía, capitalista, de la economía de

mercado en general, y que Massé, actual comisario del Plan francés, admitió en una

conferencia que pronunció recientemente en Bruselas.

En régimen capitalista, el salario es el precio de la fuerza de trabajo. Este precio oscila

en torno al valor de esta fuerza de trabajo. Este precio oscila en torno al valor de esta

fuerza de trabajo según las leyes de la oferta y de la demanda. Pero ¿cuál es

normalmente la evolución de las relaciones de fuerza en el juego de la oferta y de la

demanda de mano de obra, a lo largo del ciclo, en la economía capitalista? Durante el

período de recesión y de recuperación, existe un paro que incide sobre los salarios, de

forma que los trabajadores tienen grandes dificultades para conseguir aumentos

considerables de salario.

¿Cuál es la fase del ciclo más favorable para la lucha por el aumento de los salarios?

Evidentemente, la fase durante la que hay pleno empleo, e incluso penuria de mano de

obra, es decir, durante la fase última del boom, de la alta coyuntura “recalentada”.

En esta fase es cuando la huelga por el aumento de los salarios es más fácil y cuando los

patronos tienen más tendencia a conceder aumentos de salarios, e incluso sin que haya

huelgas, bajo la presión de la penuria de mano de obra. Pero cualquier técnico

capitalista de la coyuntura dirá que, precisamente, durante esta fase, es, desde el punto

de vista de la “estabilidad” y siempre que no se ponga en discusión la tasa de beneficio

capitalista (puesto que esto se sobreentiende siempre en este tipo de razonamientos)

cuando se hace más “peligroso” desencadenar huelgas y hacer aumentar los salarios; ya

que si se aumenta la demanda global cuando hay pleno empleo de todos los “factores de

producción”, la demanda suple mentaria se convierte automáticamente en inflacionaria.

En otras palabras, toda la lógica de la economía concertada consiste precisamente en

intentar evitar las huelgas y los movimientos reivindicativos durante la única fase del

ciclo en que las relaciones de fuerza entre las clases juegan a favor de la clase obrera,

es decir, durante la única fase en que la demanda de la mano de obra supera

ampliamente a la oferta, durante la única fase del ciclo en que los salarios podrían dar

un salto arriba y en que la tendencia a la deterioración del reparto de la renta nacional

entre salarios y beneficios a expensas de los asalariados podría quedar modificada.

Lo cual quiere decir que se concierta para impedir los aumentos llamados inflacionarios

de los salarios, a lo largo de esta fase precisa del ciclo, y que simplemente se llega a

reducir la tasa global de aumento de los salarios con respecto al conjunto del ciclo, es

decir, se llega a un ciclo en el que la parte relativa de los asalariados en la renta nacional

tenderá a bajar en permanencia. Ya tiene tendencia a bajar a lo largo del período de

recuperación económica, porque éste es, por definición, un período de alza de la tasa de

beneficio (si no, no habría recuperación); y si, a lo largo del período de alta coyuntura y

de pleno empleo se impide que los obreros corrijan esta tendencia, ello quiere decir que

se perpetúa la tendencia a la deterioración del reparto de la renta nacional.

Hay, por otra parte, una demostración práctica de las consecuencias de una política de

rentas completamente rígida y controlada por el Estado con la colaboración de los

sindicatos; esta política fue practicada en Holanda desde 1945 y los resultados ahí están:

un deterioro indiscutible de la parte relativa de los salarios en la renta nacio nal que no

tiene equivalente en toda Europa, ni siquiera en Alemania occidental.

En un plano puramente “teórico”, hay por otra parte dos argumentos perentorios que

oponer a los partidarios de la “política de rentas”:

1-. Si, por razones “coyunturales”, se reclama que los aumentos de salarios no superen

el aumento de la productividad en el período de pleno empleo, ¿ por qué no reclamar

aumentos de salarios más elevados en período de paro? Coyunturalmente, tales

aumentos se justificarían en ese momento, puesto que impulsarían de nuevo la

economía al aumentar la demanda global...

2-. ¿Cómo puede practicarse una “política de rentas”, por poco eficaz que sea, si lo

único que en realidad se conoce son las rentas de los asalariados? ¿No exige cualquier

“política de rentas” como dato previo el control obrero de la producción, la apertura de

los libros de contabilidad, y la abolición del secreto bancario, aunque sólo fuera para

determinar las rentas exactas de los capitalistas y el aumento exacto de la

productividad?

Por otra parte, esto no significa en absoluto que debamos aceptar la argumentación

técnica de los economistas burgueses; ya que es absolutamente falso decir que el

aumento de los salarios superior al incremento de la productividad es automáticamente

inflacionario en período de pleno empleo. No lo es más que en la medida en que se deje

intacta y estable la tasa de beneficio. Si, como dice el manifiesto comunista, se quiere

reducir la tasa de beneficio mediante una intervención tiránica contra la propiedad

privada, no se produce inflación en absoluto; simplemente, se les quita un poder

adquisitivo a los capitalistas para dárselo a los trabajadores. La única objeción que se

puede hacer es que con ello se corre el riesgo de espaciar las inversiones. Pero se puede

resolver la técnica capitalista contra sus propios autores diciéndoles que no es mal

asunto reducir las inversiones cuando hay un período de pleno empleo y de

“recalentamiento”; que, por el contrario, esta reducción de las inversiones empieza a

producirse en ese mismo momento y que, desde el punto de vista de la política

anticíclica es más inteligente reducir los beneficios y aumentar los salarios, permitiendo

que la demanda de los asalariados, de los consumidores, releve a las inversiones para

mantener la alta coyuntura, amenazada por la tendencia inevitable de las inversiones

productivas al caer a partir de un determinado momento.

De todo esto podemos sacar la conclusión siguiente: la intervención de los poderes

públicos en la vida económica, la economía concertada, la programación económica, la

planificación indicativa, no son en absoluto neutras desde el punto de vista social. Son

instrumentos de intervención en la economía en manos de la clase burguesa o de los

grupos dominantes de la clase burguesa, y, desde luego, no los árbitros entre la

burguesía y el proletariado. El único arbitraje real que efectúan los poderes públicos

capitalistas es un arbitraje entre diversos grupos capitalistas en el seno de la clase

capitalista.

La naturaleza real del capitalismo, de la intervención creciente de los poderes públicos

en la vida económica puede resumirse en esta fórmula: en un sistema capitalista que,

abandonado a su propio automatismo económico corre el riesgo de perderse

definitivamente, el Estado debe convertirse en el avalista del beneficio capitalista cada

vez más, en el avalista del beneficio en las capas monopolísticas dominantes de la

burguesía. Lo garantiza en la medida en que reduce la amplitud de las fluctuaciones

cíclicas. Lo garantiza a través de los pedidos de Estado, ya sean militares o

paramilitares, que cada día son más importantes. Lo garantiza también mediante

técnicas ad hoc que precisamente aparecen en el marco de la economía concertada, tales

como los “cuasi contratos” en Francia que, de una manera explícita, son garantías de

beneficio para corregir ciertos desequilibrios de desarrollo, ya sea desequilibrio

regional, ya sea desequilibrio entre las ramas. El Estado les dice a los capitalistas: “si

ustedes invierten sus capitales en tal o cual región, o en tal o cual rama, se les

garantizará un 6 ó 7% sobre su capital, ocurra lo que ocurra, incluso si lo que ustedes

fabrican no se vende, incluso si ustedes se ven abocados al fracaso”. Esta es la forma

suprema y más clara de la garantía estatal del beneficio monopolístico que, por otra

parte, no fue inventada por los técnicos franceses, puesto que MM. Schacht, Funk y

Goering ya la habían aplicado en el marco de la economía de armamento y del Plan

cuadrienal de rearmamento.

Al igual que todas las técnicas anticíclicas verdaderamente eficaces en régimen

capitalista, esta garantía estatal del beneficio representa, en último análisis, una

redistribución de la renta nacional a favor de los beneficios de los grupos

monopolísticos dirigentes por el biés del Estado, por la distribución de subsidios, por la

reducción de impuestos, por la concesión de créditos a interés reducido, técnicas todas

que, en último análisis, conducen a un alza de la tasa de beneficios, lo cual, en el marco

de una economía capitalista que funcione normalmente, sobre todo en una fase de

expansión a largo plazo, evidentemente estimula las inversiones y actúa en el sentido

previsto por los autores de estos proyectos.

O bien si se sitúa uno de una manera completamente lógica y coherente en el marco del

régimen capitalista y, entonces, hay que reconocer efectivamente que no hay más que

un único medio de asegurar un aumento constante de las inversiones, un relanzamiento

industrial basado en el aumento de las inversiones privadas y esto es el aumento de la

tasa de beneficio.

O bien, en tanto que socialista, uno se niega a actuar en el sentido del aumento de la tasa

de beneficio, y entonces no hay más que un único medio de salir del paso, es decir, el

desarrollo de un potente sector público en la industria al lado del sector privado, es

decir, salir en la práctica del marco capitalista y de la lógica del capitalismo y pasar a lo

que entre nosotros se llama reformas de estructuras anticapitalistas.

En la historia del movimiento obrero belga de los últimos años hemos vivido este

conflicto de orientación que, en Francia, les espera a ustedes en los próximos años, en

cuanto se produzca la primera oleada de paro.

Algunos dirigentes socialistas, cuya honradez personal no quiero poner en duda, han

llegado a decir de manera tan brutal y cínica como acabo de decirlo hace un momento:

“si ustedes quieren absorber el paro a corto plazo en el marco del régimen existente, no

tienen más solución que aumentar la tasa de beneficio”. No añadieron, pero es evidente,

que eso implica una redistribución de la renta nacional a expensas de los asalariados. Es

decir que, sin engañar a la gente, no se puede pregonar al mismo tiempo una expansión

económica más rápida, que en régimen capitalista significa un alza de las inversiones

privadas, y una redistribución de la renta nacional en beneficio de los asalariados. En el

marco del régimen capitalista, ambos objetivos son absolutamente incompatibles, por lo

menos a corto y medio plazo.

El movimiento obrero, por tanto, se encuentra ante la opción fundamental entre una

política de reforma de estructuras neocapitalistas, que implica la integración de los

sindicatos en el régimen capitalista y su transformación para mantener la paz social a lo

largo de la fase de amortización del capital fijo, y una política radicalmente

anticapitalista, que implica el desarrollo de un programa de reformas de estructuras

anticapitalistas a medio plazo, cuyo objetivo esencial consiste en arrebatar las palancas

de mando de la economía los grupos fina ncieros, a los trusts y a los monopolios, para

ponerlas en manos de la nación, de crear un sector público que tenga un peso decisivo

en el crédito, en la industria y en los transportes, y de basar el conjunto de estas medidas

en el control obrero, es decir, en la aparición de una dualidad de poder en la empresa y

en la economía en su conjunto, lo cual desembocará rápidamente en una dualidad de

poder político.

 

 

Ernest Mandel, Economista belga, profesor de la Universidad de Bruselas,

dirigente politico trotskista de la IV Internacional, teorico marxista. 

Obras: Tratado de economía marxista (1962), La formación del

pensamiento económico de Karl Marx, El capitalismo tardío,

Consejos obreros, control obrero y autogestión Ediciones

Jose Carlos Mariátegui, Santiago de Chile.

 

 

Fuente: http://www.ernestmandel.org/es/escritos/index.htm