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La escuela en conflicto como escenario de socialización Amparo Caballero Los de arriba dicen: la Paz y la Guerra
La escuela como reflejo de la sociedad Si tuviéramos que elegir un contexto en el que se reflejen como en un crisol las diferentes características de una sociedad, probablemente éste sería la escuela. Nuestras escuelas son, en gran medida, fiel reflejo de nuestras sociedades, por eso resulta realmente sorprendente observar cómo en la mayoría de nuestras escuelas e institutos se tratan los conflictos que en ellas surgen. Parecería como si los niños, niñas y adolescentes que las habitan fueran seres de otro planeta, que siguieran otras reglas a las del resto de los habitantes de éste, si nos atenemos al modo en que los adultos se explican lo que a aquellos les pasa. Como si el hecho de que nuestros chavales respondan, a veces, de modo conflictivo e incluso violento fuera una especie de epidemia vírica, ajena al contexto en el que se desarrollan. Se disocia el mundo escolar de la vida social general, de manera que los conflictos que ocurren en el interior de nuestros centros escolares nos escandalizan y preocupan, y convertimos a sus protagonistas en seres temibles, adolescentes peligrosos, poco menos que figuras patológicas, mientras que otros conflictos “extraescolares” son asumidos muchas veces como las consecuencias inevitables de un orden dado. Desde ahí, rara es la semana que no saltan a las páginas de los diarios sucesos o anécdotas relacionadas con situaciones conflictivas en nuestras aulas. Entre líneas se escurren concepciones de tales hechos en las que no quedan dudas de quienes son los culpables: los chavales protagonistas de las mismas o (a veces “y”) sus familias que no han sabido educarles convenientemente para que regulen su comportamiento. Abordar, pues, el conflicto en nuestras escuelas e institutos requiere plantearse previamente algunas cuestiones que consideramos fundamentales, ya que dependiendo de donde se coloquen las causas y los responsables de los problemas, las soluciones que se adopten serán de una u otra naturaleza. En primer lugar, el modo en que se decida abordar el conflicto dependerá de la concepción que se tenga del mismo y de la función social que se le atribuya a la misma escuela. Sin intención de agotar el tema, recogemos algunas preguntas que podrían guiarnos en tal reflexión: ¿pueden entenderse los problemas de la institución escolar al margen de la estructura social de la que forma parte?, ¿para quién está pensado este sistema escolar?, ¿los profesores deben ser educadores o instructores?, ¿cómo conjugar el derecho universal a la educación con la escolarización obligatoria?, ¿cuál es la función social de la educación y en concreto, de la actual enseñanza secundaria?, ¿para qué la escuela? Si se entiende que la escuela está para formar a los que desean aprender, a los que se comportan bien y aprovechan las oportunidades que la institución ofrece para convertirse en hombres y mujeres bien preparados para insertarse en el mercado laboral, entonces, se considerará que nada se puede hacer con los alumnos rebeldes y por tanto se tratará de “neutralizarles”, apartarles, para que con su comportamiento no interrumpan el “normal” ritmo de aprendizaje de sus compañeros. Si, por el contrario, consideramos que la escuela es un espacio privilegiado de convivencia cuya finalidad prioritaria es atender en sus necesidades de desarrollo y aprendizaje a todos y todas los estudiantes, con independencia de su actitud y motivación, y que precisamente con aquellos que se muestran díscolos y poco motivados es con los que hay que poner especial empeño, entonces se planificarán y pondrán en marcha todos los mecanismos al alcance con la intención de tratar de compensar las diferencias de partida, al menos hasta donde la institución escolar puede, que no es poco. En segundo lugar, el modo en que se atienda el conflicto también dependerá, como decíamos, de la concepción que del conflicto mismo se tenga. Si el conflicto es asociado con una situación temible y siempre desastrosa, en la que el profesor pierde el control y se pone en entredicho su “poder”, que tiene su origen en unos alumnos irreductibles, que son los propios alumnos o sus familias los culpables de su comportamiento, y que la escuela no tiene nada que hacer porque en absoluto contribuye a que el problema surja, la “solución” pasa por “más control”, expedientar a los alumnos “causantes” de los conflictos y expulsarles de la escuela, y si la cosa se pone peor, los educadores y los responsables políticos de educación no tendrían problema en delegar parte de sus funciones en agentes de seguridad, en ocasiones privados, para intentar sostener un clima de tranquilidad en los centros escolares. Si se considera que el objetivo de la escuela es atender a todo el alumnado, que la igualdad de oportunidades educativas va más allá de la escolarización obligatoria porque no todos los alumnos y alumnas parten de iguales condiciones cuando llegan a la escuela y que el sistema educativo está obligado a poner todos sus recursos para poder atender las necesidades de quienes parten de una situación de desigualdad, sea ésta del tipo que sea, si se entiende que cuando surge un conflicto podemos tener ante nosotros una oportunidad privilegiada para aprender cuestiones que de otro modo sería difícil aprender; que siempre hay al menos dos partes involucradas y que no se trata de buscar al culpable y penalizarle, sino de resolver el problema, entonces tendrá pleno sentido poner en marcha todos los mecanismos educativos disponibles para hacer posible una educación que facilite y promueva la convivencia en nuestros centros escolares. A estas alturas, creemos que no sorprenderá que digamos que la interpretación del conflicto que frecuenta nuestras escuelas es la primera, no la segunda, salvando honrosas excepciones. Si a esto añadimos el contexto cada vez más mestizo, multicultural y diverso de nuestras aulas, el asunto se complejiza un poco más y también será necesario saber qué entendemos por diversidad para comprender cómo se actúa. Si la diversidad se entiende como heterogeneidad, como riqueza de lo diverso, será una oportunidad para encontrarme con nuevas experiencias, nuevos puntos de vista, una oportunidad para aprender mucho más de lo que cuenta el libro. Si por el contrario es entendida como problema, como dificultad para homogeneizar, para tratar al grupo como a uno sólo, la diversidad se convierte en una pesadilla, porque si tuviéramos aulas de clones, todos similares, no habría que atender a diferencias de motivación, conocimiento o capacidad y la cosa sería más fácil... para el profe, claro. También sería, además de imposible, mucho más pobre, aburrida e inhumana, desde luego. La violencia escolar como síntoma, como indicador de que algo no funciona en nuestro mundo, no de que algo no funciona en nuestros niños y niñas. El modelo de socialización Nos sorprendemos de las dificultades de relación con y entre nuestros estudiantes y, sin embargo, podríamos pensar que parte de los motivos de tales comportamientos están en los modelos de relación interpersonal y de solución de problemas a los que están expuestos. Nuestros escolares viven en esa contradicción: se les ofrece un modelo, pero se les exige otro de comportamiento; y cuando surgen los conflictos, difícilmente encuentran una forma de resolverlos que no sea agresiva, simplemente, no han sido educados efectivamente para hacerlo. Si planteo como modo de conseguir mis objetivos prioritariamente el individualismo o la competitividad (y eso es lo legítimo en este sistema social, económico, de socialización, de relación...), el resultado “lógico” (dentro de la lógica del mercado) es la confrontación competitiva, violenta. Si el otro no me importa, si sólo es un medio para que “mis” necesidades y deseos se cubran, cualquier cosa vale, todo es posible, todo es legítimo. En definitiva, se genera el deseo (de poder, de consumir, de poseer…) en los individuos y nos escandalizamos de lo que quieran cumplir. Éstas, y no otras, son las reglas del juego que definen las formas de relación entre las personas, colectivos y comunidades del mundo del capitalismo global, de nuestro mundo. Si eso vale para el mundo de los adultos, el del trabajo, el de las relaciones vecinales, el de las relaciones personales, el de las relaciones entre los estados... los chavales se pueden preguntar: ¿por qué para mi no vale? Por tanto, los chavales “conflictivos” quizá tendríamos que verlos como sobreadaptados más que como inadaptados. Han aprendido magníficamente las leyes del mercado y las aplican a su cotidianidad. Pero si importante es el marco general, el de la sociedad en que viven, en el que se desarrollan nuestros niños y adolescentes, no lo es menos el contexto concreto en el que se manejan cada día: la escuela. Nos preguntamos por tanto: ¿qué fomentan nuestras escuelas? Con sus métodos, sus didácticas, su forma de evaluación, de relacionarse con padres y alumnos, de formar a sus profesores..., las instituciones educativas mayoritariamente promueven, reeditan, transmiten, casi sin que nos demos cuenta, el mismo modelo: individualismo y competitividad, que con el tiempo y el cuidado necesario, derivarán fácilmente en conflicto, por qué no, violento. La educación a la que estamos acostumbrados transmite implícitamente la idea de que es mejor preocuparse sólo de uno mismo y que ayudar a los demás reduce nuestras posibilidades de éxito, ya que nos desvía del objetivo a conseguir, e incluso los demás podrían entender que al ayudar a un compañero estamos haciendo trampas, como bien indicaba Slavin (1983). Por ejemplo, las calificaciones son individuales, se prima casi exclusivamente el trabajo individual, se premia con buenas (y cuantitativas) notas al que fue más dócil y reprodujo mejor (casi siempre en un examen) lo que decía el libro y con malas al que no lo hizo; para aprender hay que consumir… libros de texto, casi siempre; la estructura de relaciones dentro de las escuelas está basada en el “poder formal” de los profesores, se trata de una organización con estructura vertical en la que cada uno tiene que jugar bien su papel si quiere salir bien parado; la participación de los padres y madres y de los alumnos en las decisiones del centro son meramente residuales, siendo la mayoría de la comunidad educativa, tienen un papel extraordinariamente minoritario en los órganos formales de decisión de los centros educativos, los consejos escolares. También tenemos magníficas excepciones de que se puede hacer escuela de otra manera, pero es bien cierto que pagan, y a veces muy caro, su “rebeldía”.
Tampoco es novedad recordar el papel que siguen cumpliendo los medios de información (o desinformación) en este asunto. Por una parte, la violencia se cuela por todas las rendijas de nuestra vida cotidiana (cine, viodeojuegos, televisión…) se trivializa la violencia, aparece como un uso normal, habitual, lógico, cotidiano, de conseguir saciar mis deseos. Sólo hay que pasarse por el parque o por el patio de los institutos para ver como esto ha calado en nuestros chavales, no ya en las situaciones de posible conflicto sino en el trato con los colegas, con los amigos, los términos que se intercambian, las formas de relación, la comunicación no verbal…, resultan tremendamente llamativas, bruscas, incluso hostiles a veces. Por otra, los expertos en comunicación saben muy bien que si deseas que algo penetre, que algo quede, que persuada a los sujetos objetivos de tu mensaje no se puede decir sólo una vez. Así, la repetición machacona, terca, de que tenemos un problema en nuestros centros de enseñanza, ha sido una clave fundamental para crear, primero interés, y después, alarma social, miedo a estos adolescentes tan temibles. A la vista de estos mensajes, nuestros colegios e institutos se han convertido en lugares peligrosos, y los profesores en víctimas de tal desatino. Como tales víctimas, la posición mayoritaria ha sido buscar los responsables fuera: “las familias no se ocupan de los chicos como antes, nos faltan medios y formación para abordar estos problemas, estos chicos son imposibles…” Aumenta el número de niños y niñas diagnosticados de síndrome de déficit atencional (SDA) -con o sin hiperactividad-, trastornos de conducta, trastornos de personalidad…, problemas todos ellos que ponen el énfasis en el individuo, psicologizando el problema, psiquiatrizando a nuestros niños y adolescentes, que aprenderán muy bien el papel que se les ha asignado: el rebelde, el difícil, el irreductible, el malo, el enfermo (o el tonto). ¿Cómo actúa nuestra escuela ante el conflicto? Suelo utilizar un símil que la primera vez que lo leí me resultó tremendamente estimulante: ¿Qué haríamos, qué pensaríamos si en un hospital ante un enfermo muy problemático, por ejemplo diagnosticado como contagioso, se lo quitaran de encima enviándolo a la calle o a su casa porque puede infectar a otros enfermos?, ¿lo toleraríamos?, ¿respetaría sus derechos? ¿respetaría los derechos de los demás?, ¿lo entenderíamos? Pues eso, muchas veces exactamente eso, es lo que están haciendo de modo mayoritario nuestras escuelas con los chavales que les dan problemas, con los disruptivos, los conflictivos, los agresivos, los violentos... En primer lugar, se les clasifica, se les etiqueta, se les psiquiatriza. El mensaje es “el problema es tuyo, chaval, porque eres… hiperactivo, agresivo, desmotivado, conflictivo, disrupto, asocial...” (elíjase la que más convenga). Se produce un fenómeno de gran violencia psicológica y se adoptan medidas individuales. Se considera al chico o la chica, como problema, no el sistema social como contexto problematizador. Segundo paso, se les expedienta, organizándose todo un sistema judicializado de gestión del conflicto, pero sin garantías legales, me refiero obviamente a la apertura de expedientes disciplinarios. La actuación del centro se legitima a través de la ejecución de un protocolo con apariencia de democrático, formalizado y reglamentado por la administración educativa. Observamos aquí un episodio de enorme violencia institucional, simbólica. En tercer lugar, si la cosa prospera como es habitual, se les expulsa. El muchacho recibe claramente el mensaje “no puedes estar entre nosotros, impedimos tu convivencia con nosotros”, y aquí la violencia toma un carácter más físico, puesto que se impide efectivamente la convivencia. La expulsión, además, explicita una contradicción latente en el sistema escolar entre el derecho a la educación y la obligación de estar escolarizado, ¿cómo es esto compatible con la expulsión que impide que cumpla la obligación que se me impone de estar escolarizado para supuestamente disfrutar mi derecho a ser educado? Una salida a este galimatías es que en realidad, la escolarización obligatoria no está cumpliendo necesariamente con el derecho a la educación (educar: hacer salir) sobre todo con estos chavales “disruptos”. Tendríamos que darle la vuelta a esto: el derecho a ser educados es de las personas, la obligación de dar una adecuada y suficiente educación, que atienda a las necesidades de cada uno, de los estados que regulan la escolarización como obligatoria. Como vemos, las “soluciones” mayoritariamente están siendo más punitivas y estigmatizadoras que educativas, acercándonos en los peores casos a un modelo policial de escuela. En los mejores, las propuestas de intervención más interesantes, basadas en la representación de conflictos, la mediación escolar o el aprendizaje cooperativo, están dejando de lado muchas veces una interpretación global, integrada en el contexto, del problema, dado que se suelen limitar a ofrecer estrategias alternativas al uso de la violencia para resolver los conflictos, sin preocuparse en profundizar en un análisis de la violencia social, estructural que los promueve. No es que desde aquí queramos criticar todas estas intervenciones bienintencionadas (algunas de ellas realmente podrían ser adecuadas e interesantes, otras simplemente están sirviendo para que un tropel de expertos, habitualmente universitarios, entren en los centros escolares impartiendo teoría, incrementando sus curriculums personales, cuando no consiguiendo cuantiosos beneficios), pero sí nos parece necesario llamar la atención sobre la necesidad de hacer una lectura social y política del problema y de las soluciones que se están ofreciendo, sin ello, serán una tirita, hermosa y bienpensante tirita en algunas ocasiones, para una hemorragia. Desde luego, no creemos que sea lícito exigir a la escuela que resuelva por sí sola los problemas de toda una sociedad, pero sí puede, y entendemos que debe, responder de forma adecuada cuando tales problemas afectan a los chicos y chicas que son su razón de ser. Frente a escurrir el bulto, reivindicamos la necesidad de asumir la responsabilidad que nos toca.
Conscientes de que el análisis necesitaría mucho más tiempo y espacio del que disponemos en este artículo, nos parece importante terminar de modo propositivo. Se puede hacer, y mucho, desde una concepción de la escuela como un espacio privilegiado para la convivencia, avanzamos aquí sólo algunas claves que consideramos necesarias para ir abriendo brecha: No temer el conflicto. Fomentar la participación. Puesta en práctica de metodologías que fomenten la cooperación como instrumento para aprender. La clave del uso de la cooperación para aprender está en la propia definición de cooperación: “las metas de los individuos separados van tan unidas que existe una correlación positiva entre las consecuencias o logros de sus objetivos de tal forma que un individuo alcanza su objetivo si y sólo si también los otros participantes alcanzan el suyo” (Deutsch,1949). Dotarnos de herramientas de gestión creativa de los conflictos, o el conflicto como oportunidad para aprender.
Amparo Caballero pertenece al Departamento de Psicología Social y Metodología de la UAM y a la Asociación Cultural Candela, Madrid. |
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