Apuntes de ciclista urbano

Ya lo decía el gobierno de Cantabria a la hora de subvencionar su compra durante la navidad de 2011: el uso de la bicicleta ahorra dinero, tiempo y combustible, es divertido, es saludable... es algo útil, aunque a los seis meses aún no se han realizado los pagos debidos. Quien pedalea se siente pertenecer a otra clase, versátil, audaz, ágil, elegante, silenciosa. Atrás quedó aquel estúpido desliz del infame Rubalcaba llamando a sospechar de los ciclistas por su más que supuesta integración en banda armada.
La próxima reforma del Reglamento General de Circulación de la DGT apunta a convertir a las bicicletas en vehículos preferentes en vez de alternativos, permitiendo que puedan rodar por el centro de la calzada en las previstas "zonas 30" urbanas. Igualmente, dará la posibilidad a los ayuntamientos de autorizar la circulación ciclista en sentido contrario a la marcha del resto de vehículos. También establecerá un mínimo de tres metros de anchura de aceras para que las bicis puedan ir por ellas (actualmente está prohibido), siempre y cuando se mantengan a más de un metro de separación de las fachadas. En todo caso, son los ayuntamientos quienes tienen la última palabra. Paralelamente también se oye hablar de la implantación de un permiso de circulación de bicicleta, con lo que ello supondría de instrumento de control y posibilidad recaudatoria.
Pese a la indudable importancia e interés que tiene en tantos aspectos, el ciclismo urbano no resulta amable ni seguro. Al igual que el de los viandantes, el desplazamiento en bici tiene que acoplarse a la dictadura del automóvil. Este despotismo data de mediados del siglo XX, cuando la generalización del vehículo privado, basado en la quema de combustible fósil, aumentó por diez la extensión de las ciudades, hizo que se hubieran de adaptar a él y posibilitó un desplazamiento cotidiano de trabajadores a grandes distancias. El capitalismo moderno se dotaba así de una genuina piedra angular, que fortalecerá todo tipo de dependencias y su propia capacidad de perpetuación, en base a la mística de la velocidad, el ritmo de vida moderno y la tecnología punta. Ahora la ciudad se percata de que está saturada de coches, con todas las molestias que ocasionan, y pretende ordenarlos o esconderlos, sacar su tajada a base de multas, más infraestructuras, aparcamientos y zonas azules impuestas.
Pasando por alto las cuestas (que exigen una cuidadosa planificación de itinerarios) o los robos y destrozos en bicicletas en la vía pública (lo que apuntaría a la tendencia social de atacar al débil, al más vulnerable), los ciclistas se enfrentan al peligro del atropello (por ser más frágiles y mucho menos visibles y respetados que los coches) y al de ir respirando, con los pulmones abiertos por el ejercicio, los gases provenientes de los vehículos (cancerígenos y causantes del efecto invernadero, aunque, al contrario que los del tabaco, parezca que no molestan a nadie). A los usuarios de bicicleta se les presupone responsabilidad, el mantenimiento técnico de su ciclo, un conocimiento de las normas de tráfico (que no un estricto cumplimiento, flexible en virtud de las condiciones del tráfico y de la necesaria economía del esfuerzo), sumo cuidado, atención y respeto. Adicionalmente, el ciclista recurre al uso de la acera, a modo de comodín en su ruta, lo que genera susceptibilidad entre los viandantes, que protestan por la prepotencia, altivez y engreimiento de aquél.
La superación de la dificultad de la coexistencia en el tráfico urbano no pasa, a mi entender, por la reivindicación (como hacen las masas críticas) de carriles-bici sino por el planteamiento del debate sobre la necesidad de la supresión de los coches, por la progresiva liberación promiscua de calzada y calle, por la creación de espacios sociales transitados y vividos. No pretendamos ser (y que se nos considere) usuarios-urbanitas mimados por papá estado (sus inversiones millonarias, sus planificaciones perpetuas) sino que apostemos con valentía por una ciudad sin transporte motorizado privado, porque resulta nocivo ambiental y socialmente, al fomentar estilos de vida insanos y forzados.