Juan Manuel de Prada nos ha autorizado a reproducir parte de su relato, LAS ESQUINAS DEL AIRE, narración biográfica sobre Ana María Martínez Sagi, poetisa, sindicalista, atleta, periodista, feminista y una gran luchadora, que al estar en el lado equivocado, ha tardado mucho en salir a la luz. Debemos felicitar a Juan Manuel por su trabajo de investigación literario sobre las figuras que participaron en los hechos históricos de nuestro país. Ya se había iniciado en ellos con la novela, "Las Máscaras del héroe" (1996). En el relato que sigue correspondiente al capítulo VII, en narración de Ana María nos cuenta el inicio de la guerra en Barcelona, la formación de la columna Durruti, la entrevista que le hizo como corresponsal de guerra, la muerte del líder anarquista en Madrid, y el exilio posterior con ese párrafo final tan impresionante volviendo el rostro hacia España, desde la raya de Francia, con los ojos llenos de lágrimas.

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NOTA.- Para los amantes de la lectura, les recomendamos que impriman el texto y lo lean tranquilamente sobre el cálido y familiar papel, ya que será mas agradable, debido a su extensión, que la pantalla de silicio. El autor agradecerá que los desesperados de la lectura, adquieran el libro y lo lean cómodamente alejados del martirio del ordenador.

 

UN TERCO RÍO DESATADO

Y estalló la guerra, y los sublevados se apropiaron de media España, en un alzamiento simultáneo al que respondieron casi todas las guarniciones militares del país. Buenaventura Durruti, el anarquista mesiánico que encandilaba a las masas con sus palabras de dinamita, solicitó a Luis Companys, el presidente de la Generalitat, que desarmara a la Guardia de Asalto y que entregase las armas a los correligionarios, para que ellos asumieran la dirección de la lucha en Barcelona. Companys se negó, temeroso de que Durruti acaudillase una revolución interna, pero los libertarios ya habían requisado para entonces varios camiones y recolectado unas cuantas escopetas mohosas, con las que acometieron el asalto al edificio de la Telefónica, en un combate encarnizado con los militares sublevados que lo defendían. Los obreros caían, despedazados por el plomo, pero las balas respetaban a Durruti, que capitaneaba el ataque con esa resolución suicida de quienes nada tienen que perder, salvo la propia vida. Los barceloneses necesitaban aferrarse a un héroe, son esa perentoriedad con que un moribundo necesita aferrarse a Dios, y cuando contemplaron la figura de Durruti, asomada al balcón central de aquel edificio emblemático de la opresión capitalista, sucio de pólvora y de sangre, aureolado de un coraje furioso, y lo oyeron dedicar aquel triunfo a los trabajadores que habían entregado su aliento durante el asalto, supieron que ese héroe no era otro que él. Buenaventura Durruti voceaba hasta desgañitarse, convocando a la revolución, y Barcelona se prosternaba ante él, como un ángel de espada flamígera, como ante un ídolo amasado con el barro multitudinario de un proletariado que deseaba resarcirse de tantas y tantas humillaciones.

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Poco a poco se fueron rindiendo las tropas acuarteladas en distintos lugares estratégicos de la ciudad, paralizadas por el mudo horror que les producían las arengas febriles de Durruti. Sólo unos pobres desesperados que se habían refugiado en el cuartel de las Atarazanas, antiguo arsenal hacia el final de las Ramblas, se atrevieron a oponer resistencia. Francisco Ascaso, un panadero de apariencia raquítica que se había convertido en el amigo predilecto de Durruti, murió alcanzado por un disparo en el pecho. Durruti tomó su cadáver en brazos, lo elevó como una hostia al sol impávido, y lloró lágrimas de rabia mientras besaba sus mejillas, como antes hizo Aquiles con el cuerpo exánime de Patroclo. Silbaban las balas por doquier, pero ninguna se atrevía a profanar el llanto de Durruti, que blasfemaba e increpaba a Dios por haberlo desposeído de su amigo. Ordenó que le ataran el cadáver de Ascaso a la espalda, y con aquella carga que era su fortaleza y su escudo, penetró en el cuartel de las Atarazanas, brindando su pecho de oscuro bronce desnudo a la puntería de los oficiales sublevados. Dos veces lo hirieron, una vez en aquel pecho expuesto y otra en la agitada frente, pero las balas - que atravesaron su carne y dejaron un limpio orificio - sólo contribuyeron a agrandar su furor; Durruti, sin más arma que un intrépido cuchillo, degolló a cuanto rebelde se cruzaba en su camino, y con las manos tintas en sangre le arrancó al comandante que mandaba aquel destacamento la pistola que le tendía en señal de rendición y le descerrajó en el rostro todas las balas que contenía el cargador. Luego, sin desatarse el cadáver de Ascaso, que le susurraba al oído palabras de venganza, ordenó fusilar a los oficiales alzados supervivientes. Aquella misma noche, investido de potestades divinas, concedería permiso a sus correligionarios para que celebrasen tardíamente el solsticio entregando a las llamas las iglesias y conventos de la ciudad y convirtiendo Barcelona en un vasto páramo de destrucción. En medio de aquella vorágine de desmanes, Durruti recordó que, dos años atrás, el obispo de Barcelona había firmado una petición de indulto a favor suyo, tras una insurrección contra la autoridad que el propio Durruti había acaudillado. Montó en un automóvil y se abrió paso entre las turbas ebrias de crueldad que invadían la ciudad; cuando llegó al palacio episcopal, ya un grupo de milicianos se disponían a fusilar al obispo, convertido en un gurruño de carne trémula que, arrebujado en el suelo, suplicaba clemencia. Durruti dio la orden de que arrojaran las armas al suelo, y los milicianos obedecieron al unísono, sugestionados por aquella especie de unción religiosa que profesaban a su líder. Ayudó al obispo a incorporarse y se preocupó de preservar su vida. Así obraba aquel hombre exagerado, con esa arbitraria magnanimidad que sólo conocen los héroes.

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Companys contemplaba con preocupación el ascenso de Durruti, convertido en señor de la vida y de la muerte, y muy aviesamente lo convocó para formar un comité de milicias que impulsara las estrategias contra los facciosos en Aragón, para frenar su avance hasta Cataluña. El día 24 de julio, tres mil voluntarios al mando de Durruti recorrían las calles de Barcelona, todavía humeantes de piras y estremecidas por la sangre de los fusilamientos, aclamados por sus paisanos, en medio de ese júbilo desesperado que tienen las despedidas definitivas. Muchos de aquellos voluntarios y voluntarias habían sido recaudados en cárceles y prostíbulos, pero mientras desfilaban por el paseo de Gracia, andrajosos y malencarados, adquirían un prestigio de héroes homéricos. Yo, acababa de comprarme un Volkswagen a plazos, y había conseguido a través de mi cuñado, cónsul de Colombia, un carnet de corresponsal del diario El Tiempo de Bogotá; ayudada por ambos avales (pero sobre todo gracias al primero, pues la columna Durruti apenas contaba con automóviles) logré sumarme a la comitiva. Ignoro todavía la naturaleza de aquel ímpetu que me impulsó a incorporarme a una aventura suicida; quizá obedecía a un sentimiento de exultante solidaridad, nacido tras escuchar las alocuciones radiofónicas de Durruti, quizá a una necesidad inconfesable de evadirme de una ciudad que seguía contando entre sus pobladores con la única persona que me había dejado entrever la posibilidad del paraíso, para después dejarlo abolido. Sabía que en las filas anarquistas había facinerosos expertos en expolios y latrocinios, asesinos contumaces que habían hecho del exterminio de curas y monjas inocentes un misión insoslayable, pero también había hombres valientes y honrados, fervorosos creyentes de una utopía con la que yo íntimamente comulgaba. Al llegar a la Diagonal, el propio Durruti se ocupó de detener mi Volkswagen y preguntarme, a través de la ventanilla, los motivos de mi adhesión. Era campechano y brutal, muy velludo y enteco. Tartamudeé algunas vaguedades, en las que se mezclaban las consignas y los argumentos del corazón, y Durruti me sonrió por una esquina de los labios mostrando su dentadura campesina: "Está bien. ¡La Aristócrata se viene con nosotros!", gritó, y ordenó que pintarrajearan el coche con las siglas de la FAI. Aquel apodo de la La Aristócrata suplantó mi nombre hasta que crucé la frontera, camino del destierro, dos años y medio después.

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 La Columna Durruti avanzó sin resistencia a través de tierras leridanas, dejando a su paso un reguero de hazañas sombrías, y se internó en la provincia de Zaragoza, dónde fue atacada por tres avionetas cargadas de bombas con espoleta que provocaron la desbandada de los milicianos, bisoños en las escaramuzas bélicas. Recuerdo, entre el fragor de aquel pandemónium, el olor a chamusquina de los trigales segados, la tierra removida y suspendida en el aire que me obturaba los pulmones, las órdenes desgañitadas de Durruti y, sobre todo, el cuerpo desplomado de un joven de apenas dieciséis años, con sus manos hincadas en mi brazo como mordientes garfios, los ojos desorbitados de pavor y el pecho abierto como una granada madura. La sangre empapaba mi falda, como un terco río desatado, fluyendo a borbotones, quemando mi piel con su humedad caliente, con su apretado zumo de fuego. Fue mi primer muerto, el primer muchacho que expiraba en mi regazo; todavía su gesto de acendrada agonía sigue persiguiéndome cuando duermo.

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Como si ese ataque aéreo hubiese tornado a Durruti súbitamente consciente de las limitaciones de sus voluntarios y de su escaso adiestramiento militar, ordenó el cese del avance hacia Zaragoza e instaló su cuartel general en el cementerio de Bujaraloz. En apenas tres meses, organizó un sistema de colectividades agrícolas que fue el asombro del mundo y quizá la primera y única aplicación de las teorías libertarias a la realidad. La tierra se repartía entre los labriegos baturros, y el fruto de las cosechas era almacenado en graneros comunales. El dinero, ese sórdido papel dónde se estampa la avaricia, se declaró abolido. Cientos de periodistas extranjeros viajaban hasta Bujaraloz para conocer al artífice de aquel inédito milagro. A mí me correspondió el honor de poder entrevistar a Durruti antes que nadie y de propagar el evangelio ácrata por decenas de periódicos hispanoamericanos. Buenaventura Durruti me citó en el cementerio dónde acampaban sus tropas, a eso de la medianoche, quizá con la pretensión de amilanarme ante un espectáculo tan tétrico. "Adelante, Aristócrata - me saludó, desde la cancela del cementerio -. Te voy a enseñar nuestras posiciones, a ver si eres tan chicarrona como presumes."

Los pasillos entre las tumbas habían sido excavados y convertidos en trincheras; los mausoleos habían sido descerrajados y concienzudamente profanados; en los altares de las capillitas no era raro encontrar pistolas desenfundadas, como encogidos reptiles dispuestos a escupir su veneno. Los milicianos que hacían la guardia cabeceaban, apoyados sobre sus fusiles con bayoneta, y se iban dejando derrotar por el relente de la madrugada, que los convertía en muertos verticales. Bastaba que Durruti les dirigiera el viático de una sonrisa, o que les sacudiese la espalda con aquellas manazas de pantocrátor para quienes parecían al borde del agotamiento, demadejados y enclenques, recuperasen el ánimo y recompusieran la figura. Durruti conseguía imbuirles una fe ciega y sin quebranto en esa utopía que lo iluminaba por dentro, y la noche, investida de una solemnidad desnuda, añadía una grandeza casi cósmica a la revista improvisada. Allí, en una zanja excavada entre dos túmulos, le hice la interviú , que tuve que transcribir a oscuras, garrapateando signos ininteligibles a unas cuartillas que el propio Durruti me proporcionó. Las estrellas lo bañaban con su luz de metal frío, tiñendo de un color azulenco sus mejillas mal rasuradas, mientras hablaba y hablaba sin cesar, en una catarata de proyectos que deseaba poner en práctica de inmediato. Era un hombre volcado apasionadamente hacia el futuro, dispuesto a modelar el mundo con el torno de su voluntad, dispuesto también a no distraerse con ningún trampantojo que lo alejase de su vocación, y esa honradez rectilínea y absorta en el porvenir sabía comunicarla a quienes lo escuchaban. Ahí residia su carisma. Me refirió sus dos objetivos más inmediatos: convocar un pleno regional de representantes sindicales de los pueblos aragoneses liberados y conquistar Zaragoza. El primer objetivo lo cumpliría, consiguiendo que se formara un Consejo de Defensa, encargado de preservar los logros de la colectivización, cuya presidencia cedió a Joaquín Ascaso, el hermano del amigo muerto en el asalto al cuartel de las Atarazanas. Del segundo lo despistaría la petición de los anarquistas de Madrid, quienes desmoralizados, rogaron a Durruti que se desplazara hasta la capital cercada por las tropas de Franco, para que su presencia actuase como talismán. Al acabar la interviú, Durruti se extrajo del bolsillo de la camisa una pluma Reynolds chapada en oro. "Te la regalo Aristócrata - me dijo -. Para que tengas un buen recuerdo de Durruti. Eres una mujer valiente, y mientras escribas con ella, todo te saldrá bien en la vida." Parecía no importarle demasiado la posiblidad de que, al desprenderse de aquella pluma, cambiase el signo de su suerte.

Pocos días después partiría para Madrid, encabezando un destacamento de más de mil hombres, para oponer su entusiasmo inerme contra el bien pertrechado ejército fascista. El 20 de noviembre, una bala errática acabaría con el sueño hermoso y cruel de Durruti, mientras arengaba a los anarquistas en la Ciudad Universitaria. Se especuló mucho sobre la identidad y la adscripción del hijo de puta que disparó aquella bala: a mí no me cabe la menor duda de que fue algún secuaz del comunismo, esa burocracia de la muerte. Aquellos malditos esbirros sabían que Durruti era mucho más que un hombre, y mucho más que un mito: era ese anhelo intransigente de libertad, esa nostalgia de rebeldía que nos hace inmortales y puros. La única posesión material que dejó a su muerte fue una maleta de cordobán mugriento, con una muda sucia y los útiles de afeitar: una pastilla de jabón, una maquinilla mellada que apenas le servía para rasurar su barba pugnaz y una brocha despeluzada. ¿Cabe mayor ejemplo de pobreza? Pero su herencia atañía al espíritu, y en mi espíritu habita.

Viajé a Barcelona para escribir la crónica de su entierro. El pañolón rojo y negro cubría su ataúd, que desfiló por las calles de mi ciudad, atestadas por cientos de miles de personas que desafiaban la inclemente lluvia, aquella salmodia líquida que nos empapaba la carne y los huesos pero no lograba reblandecer nuestro ánimo.....

...Me instalé en Caspe, donde el Consejo de Defensa de Aragón mantendría su sede hasta que el acoso de las tropas fascistas, por un lado y la implacable acción del comunista Líster, que venía de Madrid con órdenes de disolver las colectividades agrícolas, por otro, apabullasen aquella utopía. En Caspe asistí a la carnicería más repugnante de cuantos mis ojos presenciaron durante aquellos tres años de salvajismo desatado. Doscientos niños habían sido evacuados de Madrid y alojados en una escuela convertida en albergue, con literas distribuidas por las desoladas aulas que en otro tiempo habían acogido un griterío ensordecedor. La misma noche de su llegada, Caspe fue bombardeado por primera vez por la aviación enemiga. Sepultados por los escombros de la escuela, se veían los vientres que no conocían el pecado tajados por la metralla, los muñones chorreantes, las cabezas segadas del tronco, retratadas en su estupor. El rescate de los niños supervivientes, aplastados por los cascotes que apenas los dejaban articular un lamento, nos mantuvo ocupados durante un par de días. Al acabar las labores de desescombro, me acometió una náusea que ya nunca remitiría, mientras duró la guerra. Repudié la tierra dónde había nacido, repudié la barbarie de los hombres que la habitan, y deseé verme lejos de aquel páramo de odio que acogía tanta sangre inocente.

Cruce la frontera por Cerbère el 29 de enero de 1939, cuando ya el signo del combate se decantaba hacia las águilas imperiales de Franco. El general Yagüe acababa de entrar en Barcelona, después de haberla mortificado con perseverantes bombardeos que sólo servían para reducir a añicos los destrozos causados por bombardeos anteriores, y para machacar al demolido ánimo de los barceloneses, en quienes ya no quedaba ni un ápice de aquel júbilo con que despidieron a los insensatos valientes de la Columna Durruti. El Gobierno Republicano, o los jirones que de él quedaban, se había instalado en Figueras, y hacia allí me dirigí, en mi pintarrajeado y exhausto Volkswagen por carreteras por las que se vaciaba España, en un éxodo o desbandada que llenaba los arcenes de rostros mendicantes o alucinados, rostros funerales o enfermos de angustia. Los faros de mi automóvil iban descifrando aquellos océanos de espanto, y también los objetos y enseres que algunos abandonaban en la cuneta, como restos de un naufragio. Monté en el coche a casi una docena de aquellos desgraciados que, al igual que yo, habían renunciado al gasto de saliva, pero a algo más de diez kilómetros de Figueras el eje del Volkswagen se partió y hubo de seguir el camino del exilio a pie. En la plaza Mayor de Figueras había un café abandonado dónde se hacinaban cientos de personas, durmiendo sobre los veladores de ingrato mármol, envueltos en el olor pestilente de la derrota. Yo me arrebujé en mi abrigo e hice lo propio; el mármol me transmitía un frío de tumba, y la multitud allí congregada, lacrimosa e insomne, la impresión de hallarme en una pobladísima antesala del infierno. Recuerdo que aquella noche los aviones de Franco defecaron bombas sobre Figueras, y que las arañas del café tintineaban con un escalofrío de cristal, pero nadie se movía de allí, todos parecíamos desear en el fondo que el techo se derrumbara y nos pillara debajo, para ahorrarnos los trámites del entierro.

Había, a la mañana siguiente, cientos de personas reclamando salvoconductos en las oficinas del Gobierno, unos barracones improvisados sobre el barro dónde se expedían un tanto arbitrariamente las bulas que podían otorgar o denegar la supervivencia. Yo conseguí una de aquellas preciadas cédulas, invocando el nombre de mi cuñado, cónsul de Colombia. Caminé entre la cellisca que fustigaba los rostros con una bofetada de lucidez, y el anochecer me sorprendió cerca de Cerbère, pasado ya Portbou, con una tormenta de nieve que hacía imposible el avance. Un caritativo picapedrero que habitaba una choza entre las montañas me hizo un hueco en la cuadra dónde se guarecía su mula, una bestia acribillada de pulgas que repartió sus huéspedes conmigo, pero también su calor casi humano. Y el cansancio pudo más que el picajoso cosquilleo de las pulgas, y me quedé dormida. En Cerbère los carabineros franceses, bajo la excusa de reprimir el contrabando, despojaban a los exiliados españoles de las escasas pertenencias de valor que todavía sobrevivían en su equipaje. A mí nada me arrebataron, puesto que nada llevaba conmigo, salvo aquel abrigo infestado de pulgas.

Besé la tierra francesa, que tenía un sabor acre y glacial, de una humedad antiquísima y como emergida de una catacumba. Con las piernas agarrotadas, tambaleante y al borde la inanición, llegué a las afueras de Perpignan, dónde una familia de cuáqueros había detenido su carro y atendían a los refugiados, suministrándoles palabras de aliento y un bocadillo con el que engañar las tripas horras. Cogí aquel bocadillo que se me tendía con manos enguantadas de lividez y sabañones; apenas era un mendrugo de pan con una cautiva sardina en escabeche que tenía un regusto rancio y como avinagrado, pero que a mí me supo a ambrosía. Volví el rostro por última vez hacia España, aquel yermo dónde se habían quedado secuestradas mis ilusiones, apenas visible entre farallones de nieve, y lloré de orfandad y de rabia y de despecho, súbitamente consciente de haberme quedado sin patria. Tardaría treinta años en volver a pisar el suelo que me vio nacer.


POR EL RÍO VENÍA, poema de Ana Martínez Sagi, citado por Prada, que a su vez lo cita del libro "Cantos y poemas de la Guerra Civil de España", recopilados por Joan Llarch, Producciones Universales, Barcelona, 1978.

  

Venía tu cuerpo moreno

En el agua rosada del río.

Un viento, de pena callada,

Retorcía los grises olivos.

Venía tu cuerpo moreno,

Inmóvil y frío.

El agua, cantando, pasaba

Por tus dedos rígidos.

¡Venías tan pálido,

soldado, en el río!

La boca cerrada, las manos heladas,

La piel como el lirio;

Y una herida roja, en la frente blanca,

Y una luz de aurora, en los ojos limpios…

¡Qué muerte la tuya, soldado del pueblo,

bravo miliciano, corazón amigo;

qué muerte más dulce, cien brazos de agua

ceñidos en torno de tu rostro lívido!

No venías muerto sobre el agua clara;

Sobre el agua clara, venías dormido:

Un clavel granate, en la sien nevada,

Y en los ojos quietos, dos luceros vivos.

¡Qué pálido y frío,

venía tu cuerpo moreno

sobre el agua rosada del río!


(Reseña, transcripción, diseño y relación con el autor: Antonio Cruz González, Vocal de AGE y Administrador de esta WEB.)