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En 1.933 me designaron cónsul de Chile en Buenos Aires, dónde llegue en el mes de agosto.

Casi al mismo tiempo llegó a esa ciudad Federico García Lorca, para dirigir y estrenar su tragedia teatral Bodas de Sangre, en la compañía de Lola Membrives. Aún no nos conocíamos, pero nos conocimos en Buenos Aires y muchas veces fuimos festejados juntos por escritores y amigos. Por cierto que no faltaron las incidencias. Federico tenía contradictores. A mí también me pasaba y me sigue pasando lo mismo. Estos contradictores se sienten estimulados y quieren apagar la luz para que a uno no lo vean. Así sucedió aquella vez. Como había interés en asistir al banquete que nos ofrecía el Pen Club en el Hotel Plaza, a Federico y a mí, alguien hizo funcionar los teléfonos todo el día para notificar que el homenaje se había suspendido. Y fueron tan acuciosos que llamaron incluso al director del hotel, a la telefonista y al cocinero-jefe para que no recibieran adhesiones ni prepararan la comida. Pero se desbarató la maniobra y al fin estuvimos reunidos Federico García Lorca y yo, entre cien escritores argentinos.

Dimos una gran sorpresa. Habíamos preparado un discurso al alimón. Ustedes probablemente no saben lo que significa esa palabra y yo tampoco lo sabía. Federico, que estaba siempre lleno de invenciones y ocurrencias, me explicó:

"Dos toreros pueden torear al mismo tiempo el mismo toro y con un único capote. Esta es una de las pruebas más peligrosas del arte taurino. Por eso se ve muy pocas veces. No más de dos o tres veces en un siglo y sólo pueden hacerlo dos toreros que sean hermanos o que, por lo menos tenga sangre en común. Esto es lo que se llama torear al alimón. Y esto es lo que haremos en un discurso."

Y esto es lo que hicimos, pero nadie lo sabía. Cuando nos levantamos para agradecer al presidente del Pen Club el ofrecimiento del banquete, nos levantamos al mismo tiempo, cual dos toreros para un solo discurso. Como la comida era en mesitas separadas, Federico estaba en una punta y yo en la otra, de modo que la gente por un lado me tiraba a mi de la chaqueta para que me sentara creyendo en una equivocación, y por el otro hacían lo mismo con Federico. Empezamos, pues, a hablar al mismo tiempo diciendo yo "Señoras" y continuando él con "Señores", entrelazando hasta el fin nuestras frases de manera que pareció una sola unidad hasta que dejamos de hablar. Aquel discurso fue dedicado a Rubén Darío, porque tanto García Lorca como yo, sin que se nos pudiera sospechar de modernistas, celebrábamos a Rubén Darío como uno de los grandes creadores del lenguaje poético en el idioma español.

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